Al fin llegó. Ya está aquí el conflicto con la realidad —farfullaba yo para mí mientras bajaba la escalera de cuatro en cuatro escalones—. Esta vez no se trata ya del viaje del Papa al Brasil ni de un baile a orillas del lago Como. «¡Soy un miserable! ¡Burlarme de eso en este momento!... Pero ¿qué importa, si ya está todo perdido?» Mis enemigos habían desaparecido sin dejar rastro, pero yo sabía perfectamente dónde los podía encontrar.
Vi un trineo solitario, uno de esos trineos que hacen el servicio nocturno. El cochero llevaba una hopalanda de buriel espolvoreada de nieve fundida. La humedad era asfixiante. El caballejo era bayo, tenía el pelo erizado, estaba también cubierto de una capa de nieve y tosía. Lo recuerdo todo perfectamente. Corrí hacia el trineo, pero apenas puse el pie en el interior, recordé el desprecio con que Simonov me había entregado el dinero, y me sentí tan aniquilado, que caí como un saco en el fondo del trineo. «¡No será nada fácil lavar todo esto! —me dije—. Pero lo lavaré o moriré esta misma noche. ¡Adelante!» Nos pusimos en camino. Las ideas se arremolinaban locamente en mi cabeza. «Desde luego, no me pedirán de rodillas que les conceda mi amistad. Esto no es más que un espejismo, un espejismo estúpido, romántico, fantástico; es siempre el mismo baile junto al lago Como. Por consiguiente, estoy obligado a darle una bofetada a Zverkov. Sí, he de darle una bofetada.» —¡Más de prisa! ¡Más de prisa! El cochero tiró de las riendas. «Apenas llegue, lo abofeteo. ¿Debo decir algunas palabras a modo de prefacio de las bofetadas? No. Entro y lo abofeteo. Estarán todos reunidos en la sala, y Zverkov, sentado en el diván con Olimpia. ¡Maldita Olimpia!
Un día se burló de mi cara e incluso se negó a seguirme. La cogeré del pelo y la arrastraré. Luego le tiraré de las orejas a Zverkov. No, será mejor atenazarlo por la punta de una oreja y obligarlo, a tirones, a dar la vuelta a la sala. Seguramente, todos se arrojarán sobre mí, me golpearán y me echarán a la calle. ¡Pero no importa! Habré sido yo el primero en pegar. Habrá sido mía la iniciativa, y, según las reglas del honor, con eso basta. Él quedará marcado, y para lavar ese oprobio no tendrá más medio que batirse conmigo. Se verá obligado a batirse. ¿Qué me importa que se arrojen sobre mí? Sí, ¿qué me importa? ¡Los muy ingratos! Los golpes de Trudoliubov serán durísimos: ¡es tan fuerte! Ferfitchkin me atacará a traición y me cogerá por los pelos, no me cabe duda. Pero no importa. Estoy decidido a todo. Sus cerebros de carnero no tendrán más remedio que comprender al fin el lado trágico de esta aventura. Cuando me arrastre hacia la puerta, les gritaré que valen menos que mi dedo meñique.» —¡Más de prisa, cochero! ¡Más de prisa!
El cochero se sobresaltó y utilizó el látigo. Verdaderamente mi grito había tenido algo de salvaje. «¡Nos batiremos al despuntar el día! Es cosa resuelta. Perderé mi empleo. Pero ¿de dónde sacaré las pistolas? ¡Todo que fuera eso! Pediré un anticipo sobre mi sueldo y las compraré. ¿Y la pólvora? ¿Y las balas? De eso se encargarán los testigos. ¿Que no tengo amistades? ¡No importa! —me dije con ardor creciente—. Al primer transeúnte que me tropiece en la calle le pediré que sea mi testigo, y tendrá que aceptar, del mismo modo que está obligado a sacar del agua a un hombre que se ahoga. En estos casos se admiten las soluciones más extravagantes. Incluso podría pedir a nuestro director que me asistiese en este duelo. Él tendría que aceptar, aunque sólo fuera por espíritu caballeresco.
Además, habría de guardar el secreto. Y en cuanto a Antón Antonovitch...» Pero en ese instante comprendí con claridad meridiana todo lo que había de abominable y ridículo en mis suposiciones. Vi el reverso de la medalla. Pero...
-¡Más de prisa, cochero! ¡Fustiga, canalla, fustiga! -¡Ay, señor! -exclamó, quejumbroso, el «representante de la fuerza inculta». De pronto, un frío de hielo cayó sobre mí. «¿No sería mejor..., no sería mejor regresar derecho a casa? ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué habré venido a esta cena? ¡Pero ya no hay remedio! ¿Y mi caminata de tres horas entre la mesa y la chimenea? No, tiene que pagarme ese oprobio.»
— ¡Fustiga cochero!
«¿Y si me entregan a la policía? No, no se atreverán. Temerán el escándalo. ¿Y si Zverkov, para acentuar su desprecio hacia mí, se niega a batirse? Estoy seguro de que lo hará. Pero yo les demostraré... ¡Sí, corro a la posta en el momento de su partida, lo agarro por la pierna y le arranco la capa cuando esté subiendo al coche! Luego le clavo los dientes en la mano, le muerdo. «¡Mirad todos lo que puede hacer un hombre desesperado!» Tal vez él me golpee la cabeza. Desde luego, los demás se me echarán encima por la espalda. Pero no importa. Les gritaré a todos: «¡Fijaos en este bribón! ¡Se marcha para seducir a las circasianas con mi salivazo en pleno rostro!» «Después, naturalmente, se acabará todo. Me quedaré sin empleo. Me detendrán, me juzgarán, me expulsarán del ministerio, me meterán en la cárcel, me enviarán a Siberia. Pero ¿qué importa? Quince años después, cuando me pongan en libertad, cuando sea un hombre destrozado, miserable, volveré a encontrar sus huellas. Lo hallaré en una capital de provincias cualquiera. Estará casado y será feliz. Tendrá una nieta... Le diré: "¡Mira, monstruo! ¡Mira mis pálidas mejillas y mis harapos! Lo he perdido todo: la felicidad, la carrera, el arte, la ciencia, la femme aimée... y todo por culpa tuya. Mira estas pistolas. He venido a descargar la mía y... a perdonarte". Entonces dispararé al aire y desapareceré sin dejar rastro.»
Incluso lloraba a lágrima viva, a pesar de que en aquel mismo momento me di cuenta de que todo esto era de Silvio, novela de Pushkin. Mascarada, drama de Lermontov. Y de pronto sentí una profunda vergüenza, una vergüenza tal, que dije al cochero que se detuviera, salí del trineo y permanecí unos instantes en medio de la calle, con los pies hundidos en la nieve. El cochero me miraba asombrado, lanzando profundos suspiros. Me preguntaba qué debía hacer. Imposible ir allá abajo. Evidentemente, no conseguiría nada. Pero también era imposible dejar las cosas como estaban: sería demasiado... ¡Dios mío! ¿Cómo renunciar a aquello después de tantos insultos? ,
«¡No! —me dije saltando de nuevo al interior del trineo—. Es mi destino.»
—¡De prisa, de prisa! ¡Adelante! En un arrebato de impaciencia, asesté al cochero un puñetazo en la espalda.
—¿Qué le pasa? ¿Por qué me pega? —gritó el hombre mientras daba un fuerte latigazo al jamelgo que empezó a trotar.
La nieve caía en grandes copos, pero yo llevaba abierta mi capa, pues, absorto en mis pensamientos, estaba fuera de la realidad. Acababa de decidirme por la bofetada, y me decía, horrorizado, que esto iba a ocurrir immanquablement, tout de suite, y que nulle force ne pourrait plus arreter les événements. Los faroles del alumbrado brillaban lúgubremente, aquí y allá, en la niebla nívea, semejantes a las antorchas de los entierros. La nieve había penetrado bajo mi capa y bajo mi redingote y se había acumulado debajo de mi corbata, donde se iba fundiendo. Pero yo no me tapaba. ¿Para qué, si ya estaba perdido? Llegamos al fin. Salté del trineo, enloquecido. Subí a zancadas los escalones del pórtico y empecé a golpear con pies y manos. Sentí una extrema debilidad en las piernas, sobre todo en las rodillas. Me abrieron con sorprendente rapidez, como si me estuviesen esperando (y, en efecto, Simonov había dicho que probablemente llegaría otro visitante, pues en aquella casa era preciso avisar y tomar otras precauciones. Era una de esas «tiendas de modas» que la policía cerró algún tiempo después. Durante el día era una verdadera tienda, pero los recomendados podían pasar allí la noche). Atravesé rápidamente y entré en la sala de recepción, que conocía bastante bien y donde en aquel momento sólo ardía una bujía. Me detuve, desconcertado: no había nadie.
—¿Dónde están? —pregunté a una persona que entró. Ya se habían ido.
Ante mí estaba plantada la patrona, con una sonrisa tonta en los labios. Yo no era para ella un desconocido. Un instante después, la puerta se abrió y entró alguien. No presté atención a la persona que acababa de llegar. Me paseaba por el salón y me parece que hablaba conmigo mismo. Tenía la impresión de que me había librado de la muerte, y todo mi ser flotaba en un mar de gozo. Lo habría abofeteado sin ningún género de duda. De eso estoy absolutamente seguro. Pero ya no estaban. Todo había cambiado. Miraba en todas direcciones. No acertaba a comprender lo que ocurría. Alcé maquinalmente los ojos hacia la persona que acababa de entrar. Entreví un rostro joven, fresco, algo pálido, de cejas sombrías y rectas, de mirada grave, en la que había un algo de asombro. Esta seriedad me gustó. La habría detestado si hubiese sonreído. La miré más detenidamente, no sin cierto esfuerzo, pues me costaba trabajo concentrar mis ideas. Había en aquel rostro una expresión ingenua y bondadosa, pero extrañamente grave. Estoy seguro de que esta seriedad le acarreaba disgustos en el establecimiento y de que ninguno de aquellos imbéciles se había fijado en ella. Por lo demás, no se podía decir que fuese una belleza; pero era alta y fornida y estaba bien proporcionada. Vestía con sencillez. Sentí un mordisco de perversidad en el corazón y me acerqué a ella. Entonces me vi en el espejo. Mi trastornado rostro me pareció repulsivo. Era un rostro pálido, vil, rencoroso, coronado por unos cabellos en desorden. «Mejor —pensé—. Me alegro. Le pareceré repulsivo, y esto me complace.»
—Fiódor M. Dostoievski, Memorias del subsuelo. 2ª ed. Trad. Bela Martinova. Cátedra: Madrid, 2005. 148-153
No hay comentarios:
Publicar un comentario