Acompáñese con vino.

Acompáñese con vino.
by Jonathan Wolstenholme

lunes, 30 de septiembre de 2013

TRES TEXTOS. Groucho Marx




Grouchismos

La revista Variety, que se hace llamar la Biblia del entretenimiento –en realidad es la Babel del entretenimiento o, si queremos hacer un chiste mortal, el Abel del entretenimiento–, publicó recientemente que las ganancias de Al Jolson por la película La historia de Al Jolson han llegado a sumar tres millones y medio de dólares, a pesar del hecho de que él no aparece en la película excepto por una escena fugaz.

Yo he aparecido en muchas películas a lo largo de los años (por estos días pueden apreciar todo mi prístino encanto en Copacabana) y juro que nunca me he hecho a una pasta que se acerque remotamente a esa cifra.

Tal vez esta sea la señal que el entretenimiento estaba esperando. Si, por ejemplo, una película de Jolson puede alcanzar diez millones en taquillas sin tener a Jolson, ¿cuánto hubiera podido obtener sin Evelyn Keyes o William Demarest? Es posible que los estudios cinematográficos hayan venido haciéndolo todo al revés. Tal vez deban frenar la costumbre actual de apiñar siete u ocho estrellas y en lugar de ello eliminar todos los nombres famosos de las producciones.

Ya puedo ver las marquesinas de los teatros –de hecho, no puedo verlas. En realidad casi ni puedo ver las teclas de mi máquina de escribir, pero vamos a obviar ese tema–: “Próxima semana: Quién la besará ahora, sin Olivia de Crawford ni Clark Power”.

No tiene pérdida. Estoy seguro de que millones de personas se mantienen alejadas del cine porque no les simpatizan las estrellas. Pero si les aseguran que fulano y fulana no van a estar besándose horrendamente en la pantalla, se amontonarán y romperán las puertas para entrar.

Hablo desde mi experiencia personal. En la vida me he topado con cientos de personas que me dicen: “Oye, tonto, ¿cuándo vas a dejar de hacer películas y a conseguir un trabajo decente?”. Y si es cierto para mí, con seguridad lo es para docenas de personalidades del cine, muchas de las cuales tienen menos talento que yo.

Este sistema podría aplicarse también a otros campos. Estoy seguro de que muchos candidatos pierden las elecciones porque los votantes han tenido la oportunidad de conocerlos. La próxima gran victoria política será obtenida por el partido que sea tan sagaz de no tener a nadie encabezándolo. Admitamos que ya hay partidos encabezados por nadie, pero es ese tipo de nadie que siempre pronuncia lo mismo: nada. El primer partido que en verdad anuncie que se lanza sin candidatos llegará, estoy seguro, a la oficina de gobierno.

Mi teoría es que hay demasiada gente en demasiadas cosas. Suponga que le llega el anuncio bianual de su dentista, notificándole que sus colmillos están a punto de caerse y tiene que apresurarse al desolladero que tiene por consultorio para no pasar el resto de su vida masticando con las encías. ¿No iría usted con mayor celeridad si supiera que no va a estar allí ese asesino de bata blanca con un cincel en una mano y unos alicates en la otra? Imagine también que las carreras de caballos no tuvieran caballos: miles de personas podrían ir al hipódromo todos los días y ahorrar millones de dólares.

No sabría cómo llamar a mi teoría. Hace unos años hubo una llamada tecnocracia. Quizá esta pueda ser llamada la teoría de la escasez. Saquen a los actores de las películas. Saquen las calabazas y los nabos de los menús de restaurantes. Saquen los beisbolistas de los Cardinals. Saquen a Gromyko de las Naciones Unidas.

Saquen a las esposas del matrimonio. Conozco a cientos de maridos que estarían felices de irse a sus casas si no fuera porque sus esposas los están esperando. Si se elimina a las mujeres del matrimonio, no habrá más divorcios. Claro, alguien podría argumentar: “Y si no hay mujeres, ¿qué va a pasar con la próxima generación?”. Miren, algo he podido atisbar de la próxima generación y tal vez lo mejor sería que todo acabara ahora mismo.

New York Post, julio de 1947


El tío Julius

Querido Irving: Entre un golpe de fortuna y otro, he venido acariciando la idea de nombrarte como padrino de mi inminente hijo. Sin embargo, antes de hacerlo oficial, quisiera ver un certificado notarial de tus bienes. No quiero repetir la triste experiencia que aconteció a mis padres a finales del siglo XIX.

En esa época había un tío Julius en mi familia. Medía un metro y medio sin zapatos, con todo y los calcetines rotos. Tenía una barba puntiaguda de color castaño, anteojos gruesos y una calva en la coronilla del tamaño de una torta de trigo. Por alguna razón, a mi madre se le metió en la cabeza que el tío Julius era rico y le dijo a mi padre (que nunca entendía a mi madre) que sería una brillante estrategia lisonjera convertir al tío Julius en mi padrino.

Bueno, como nos sucede a todos, finalmente nací y antes de que pudiera decir “Jack Robinson” me bautizaron Julius. En el momento en que este histórico evento ocurría, mi tío estaba en la trastienda de un almacén de cigarros sobre la Tercera Avenida, ganándoles a todos en los naipes. Cuando le llegó la noticia de que lo habían nombrado mi padrino, dejó todo a un lado, incluidos dos ases que llevaba en la manga en caso de emergencia, y salió apresurado a nuestro apartamento.

En un discurso tan húmedo de emoción que sus anteojos lo enceguecieron, dijo que se sentía abrumado por ese gesto sentimental de nuestra parte y sugirió que mi futuro color de rosa estaría irrevocablemente ligado al suyo. Al concluir sus palabras, aún incapaz de ver a través de sus lentes nublados, besó a mi padre, le dio un cigarro a mi madre y corrió de regreso a su juego de cartas.

Dos semanas más tarde se pasó a vivir con nosotros. Con el paso del tiempo, mi madre empezó a sospechar y un día, conversando en familia, no solo descubrió que el tío Julius parecía carecer de fondos sino que, aún peor, le estaba debiendo 34 dólares a mi padre.

Puesto que el tío solamente medía un metro y medio, mi padre se ofreció a sacarlo de la casa pero mi madre dijo: “Esperemos un poco más”. Había leído de varios casos en los que personas millonarias tenían vida de pobres para después de fallecidos dejar enormes fortunas a sus herederos.

De modo que se quedó con nosotros hasta que yo me casé. Para ese momento ya tenía la mejor habitación de toda la casa y le debía a mi padre 84 dólares. Poco tiempo después de mi boda, mi madre admitió por fin que el tío Julius había sido un error abominable y le ordenó a mi padre que lo echara a la calle. Pero el tío Julius había crecido un par de pulgadas con los años, en tanto que mi padre se había encogido proporcionalmente. Por eso terminó convenciendo a mi madre de que la violencia no era la solución al problema.

En breve, el tío Julius resolvió todo el lío largándose de este mundo, con lo cual me convirtió en su único heredero. Cuando se probó su patrimonio, este consistía en una bola número 9 que se había robado de un salón de billar, una cajita de pastillas para el hígado y una pechera de plástico.

Supongo que debería ser más sentimental con este caso pero fue un golpe severo para todos nosotros y, si puedo evitarlo, no va a suceder de nuevo. El punto es que mi actual esposa tiene un tío llamado Percy. Ella admite que no es el mejor de los nombres, pero dice que el tío Percy es un tipo poderoso en el sur. Le han dicho que en Nashville, por ejemplo, es prácticamente imposible ir a algún lado sin oír mencionar a su tío y está segura de que, si bautizamos a nuestro hijo con ese nombre, el pequeño Percy vivirá confortablemente. Sin que mi esposa lo supiera, hice que investigaran a su tío y descubrí que Percy es la versión sureña del tío Julius. Su gran negocio consiste en vender barras de chocolate en la estación de trenes de Nashville. ¡Así que Percy queda descalificado!

Bueno, Irving, esa es la historia. Si estás interesado, házmelo saber tan pronto como sea posible y recuerda: un estado financiero actualizado ayudará considerablemente a hacer todo más expedito.

Amorosamente tuyo,

Groucho Marx

The Hollywood Reporter, marzo de 1946


Sólo hay espacio de pie

No hace mucho, un reportero de Nueva York descubrió que una mujer enana vivía dentro de una cabina telefónica. Su equipo de ama de casa consistía en una estufa portátil, una silla plegable, un manojo de habas y una revista Selecciones. “Lo considero un golpe de suerte”, declaró la mujer. “Piense que no solo tengo un hogar, sino algo mucho más difícil de conseguir: un teléfono”.

Si la empresa telefónica no se opone a perder unos cuantos millones de monedas de cinco centavos al año, este puede ser el inicio de un nuevo estilo de vida.

Claro, entiendo que hay probablemente más cabinas que enanos, pero pienso que con algo de práctica las personas altas podrían también adaptarse a ese hábitat. Desde luego, tendrían que aprender a dormir de pie, pero no es tan difícil: hasta los caballos pueden hacerlo.

Y existen otras posibilidades para vivir agradablemente, más allá de las cabinas telefónicas. Un amigo mío ha encontrado refugio en el tanque de gas municipal. La familia tiene que usar respiradores, desde luego, y la esposa del tipo no lo deja fumar dentro. Pero al menos tienen un techo arriba de sus cabezas, 75 metros arriba, para ser exactos.

Otro amigo tiene un apartamento de soltero en una mezcladora de cemento. Ni siquiera necesita un despertador: cuando los obreros encienden la mezcladora en la mañana, se despierta sin falta. Sin embargo, se queja de lo difícil que es vestirse cuando está apurado.

¿Ha pensado en un establo? La mitad de la gente que conozco creció en establos, y hoy ganan mucho dinero.

En California, la gente tiene ideas incluso más elaboradas para conseguir un hogar. Están comprando tranvías para convertirlos en cabañas. Luego de la transformación quedan equipados con cocineta, baño y un estupendo sistema de timbre para llamar al mayordomo, en caso de que puedan tener un mayordomo. Yo personalmente prefiero una mucama francesa. Pero mi sensación general es que resulta mejor olvidarse del tranvía inmóvil y hacerse a uno que todavía esté en ruta. Imagino que su respuesta será: “Pero es posible que no tenga dónde sentarme”. Tal como lo imaginaba: usted es ese tipo de persona holgazana que quiere estar sentada todo el día. Pero no vamos a pelear por eso. El truco consiste en llegar a la primera estación muy temprano en la mañana. Por diez centavos –siete, si vive en Cleveland– usted tendrá un hogar durante todo el día. Es cierto que habrá sobresaltos, pero a cambio conocerá un montón de nuevas caras, muchas de ellas mejores que la suya.

Vivir en un tranvía tiene muchas ventajas. Hay un constante cambio de paisaje y, si es usted muy tacaño para suscribirse a un periódico, puede esperar a que alguien deje un ejemplar tirado en el piso. Si la ruta pasa por un barrio rico, podría incluso hacerse a algunas revistas. Y quién sabe: si es usted una señorita, al cabo de un par de años podría incluso casarse con el conductor.

Otro posible hogar es una jaula del zoológico. No recomiendo esta modalidad para parejas casadas ya que, francamente, no hay mucha privacidad en una jaula. En cambio, para un joven soltero definitivamente ofrece muchas posibilidades. El pabellón de los monos es tal vez su mejor opción: hasta podría quedarse ahí permanentemente sin que nadie note la diferencia. Para no hacerse notar demasiado, yo le sugeriría sacarse la ropa antes de entrar a la jaula. Pero no convirtamos esto en un problema: si usted es un ex soldado, lo más probable es que ni siquiera tenga ropa.

Si en cambio usted es uno de esos tipos afortunados que tienen un lapicero que escribe debajo del agua, podría intentar vivir en una piscina. La ventaja es que puede bañarse y contestar su correspondencia al mismo tiempo. Encontrará una piscina en casi todo jardín trasero de Hollywood. Son piscinas que ya vienen equipadas con trampolín, balsa inflable para hacer reuniones de trabajo, y tres chicas en traje de baño que se parecen a Jane Russell.

Y si tiene la fortuna de vivir en las afueras de California y no puede encontrar una piscina, podría seguir el ejemplo de un amigo que vive en un pozo. El único equipo que se requiere son un par de botas de pesca y una buena provisión de zanahorias para poder leer en la oscuridad. Dice mi amigo que el servicio de transporte está bien: sale de su hogar en el balde de las 8:00 y regresa en el de las 5:45. El único inconveniente es que todo el tiempo los vecinos se dejan caer inesperadamente.

Si usted no es cobarde, una solución al problema de vivienda es alquilar una casa embrujada. Los callejones de los pueblos están llenos de magníficas casonas que permanecen vacías simplemente porque hay gente pusilánime que teme habitarlas. Un joven recién casado no vacila si le ofrecen irse a vivir a casa de sus suegros, pero si en cambio le sugieren una casa embrujada (que en mi opinión resulta un lugar más seguro) se pone pálido y lanza excusas tontas con voz temblorosa.

Para esa gente sin coraje, yo recomiendo un árbol. Se trata de una vivienda plenamente segura a no ser que usted sea sonámbulo, y desde las ramas altas se tiene una vista preciosa de los alrededores. Sugiero incluso que sea un árbol de nueces, ya que están llenas de vitaminas y las cáscaras vacías pueden usarse como ceniceros.

A esta altura, probablemente estarán de acuerdo conmigo en que el problema de vivienda tiene solución. El inconveniente es que nos hemos ablandado, pensando erróneamente y aferrándonos a la idea anticuada de que un hombre solo puede ser feliz en una casa. ¡Qué ridículo! En los sectores rurales, los gallineros se están volviendo cada vez más populares. Los modelos más elegantes vienen con calefacción, lámpara solar y trituradora de granos, y si usted les agrega cuadros y cortinas puede sentir aún más el calor de hogar. Para evitar cualquier sospecha, es bueno que empiece a cacarear al amanecer. Si el granjero es uno de esos tipos rústicos con escopeta, hay que ser más astuto que él. Esté atento a sus pisadas y, si siente que se está aproximando al gallinero, corra a posarse sobre un montón de huevos y quédese ahí quieto hasta que se vaya.

Existen muchos otros sustitutos de hogares. Hay cuarteles, canaletas, carpas, bolsas de dormir e incluso casas de muñecas de tamaño gigante. Sin embargo yo no recomendaría este último, ya que alguna vez tuve una mala experiencia en una casa de muñecas. El papá de la muñeca me persiguió con un bate de béisbol. 

Mucha gente ya está viviendo en los palcos de los cines. El espacio es ideal para dormir, como también lo son muchas de las películas. En el vestíbulo se pueden comprar crispetas, mentas, barras de chocolate y maní. En los baños encontrará agua fría, básculas para pesarse y algo de poesía.

En conclusión, le digo a mi país: “Mantengamos la frente en alto. Recuerden que somos una nación productiva. El hogar lo hacemos nosotros”. Si tuviera tiempo, podría enseñarles muchas otras maneras de solventar la crisis de vivienda, pero debo salir ahora a buscarme una habitación amoblada. El gran danés cuya casa alquilé está regresando de Florida. Y, como suelo decir, ninguna casa es suficientemente grande para dos familias. ?

This Week, noviembre de 1946

miércoles, 25 de septiembre de 2013

DOS PUNTOS. Mónica Lavín



Sedúceme con tus comas, con tus caricias espaciadas, tu aliento respirable y tus atrevimientos continuos; colócame el punto y coma para cambiar las caricias por largos besos y frases susurradas boca a boca. Haz un punto y seguido para desatarte de mí y contemplar mi desnudez sobre tu cama, ahora interrumpe con guiones para soltar un halago sobre mi cuerpo y su huella en el tuyo recorrer con la mirada el talle y el hundimiento en la cintura, el ascenso en la cadera, la larga prolongación de las piernas rematadas por un pie que no resistes besar. Embísteme sin mi rechazo y tortúrame con la altivez de tu deseo arrastrándome muy lejos (al borde del abismo entre paréntesis y sin comas por favor), ahora desenvaina tus puntos suspensivos... maldito trío de puntos ese espacio sin nombre no se alcanza. 
      Un punto y aparte para calmar el temblor de mi cuerpo y sonreírte al tiempo que me das de beber del vino espumoso en una copa. Borro mis interrogaciones. Toda una antesala para retomar tus comas y regalarme la humedad de tu boca y la suavidad de tu respiración en mis orejas, cuello, nuca, hombros; atacar con puntos y comas nuevamente para buscar con tu dedo un clítoris congestionado, pasar tu lengua entre esos labios escondidos y saborear mis secreciones robármelas entre guiones y atizar de nuevo en mi centro ardiente ocupándolo, sosteniendo el ascenso ¡inminente! con signos de exclamación, la eyaculación inevitable... hasta acabar con los puntos suspensivos y vaciarte todo en mí y desplomarte extenuado, aliviado y amoroso en mi cuerpo complacido. 
       De nuevo un punto y aparte para dormir sobre mi pecho y poner punto final al entrecomillado "acto" que en este caso es un hecho amoroso sin ningún viso de actuación. 
        Si estoy equivocada, felicito tu dominio de la puntuación. 
        Punto final. 

—RELATOS VERTIGINOSOS. Antología de cuentos mínimos. Selección y prólogo de Lauro Zabala. México: Alfaguara, 2001., p. 168-169

CUENTO DE ARENA. Jairo Aníbal Niño

Un día la ciudad desapareció. De cara al desierto y con los pies hundidos en la arena, todos comprendieron que durante treinta largos años habían estado viviendo en un espejismo.

—RELATOS VERTIGINOSOS. Antología de cuentos mínimos. Selección y prólogo de Lauro Zabala. México: Alfaguara, 2001., p. 80

EL ENGAÑO. Marcial Fernández

La conoció en un bar y en el hotel le arrancó la blusa provocativa, la falda entallada, los zapatos de tacón alto, las medias de seda, los ligueros, las pulseras y los collares, el corsé, el maquillaje, y al quitarle los lentes negros se quedó completamente solo.

—RELATOS VERTIGINOSOS. Antología de cuentos mínimos. Selección y prólogo de Lauro Zabala. México: Alfaguara, 2001., p. 80

CONTROVERSIA. Sergio Golwarz


La Infinita Sabiduría y la Infinita Ignorancia, que vivían desconociéndose desdeñosamente, fueron obligadas a enfrentarse por los mediocres que esperaban gozarse con ellas, para que dirimieran sus diferencias sobre lo trascendental.
      Nunca se supo el resultado de tan curioso duelo, porque ambas usaron el silencio como único argumento.

—RELATOS VERTIGINOSOS. Antología de cuentos mínimos. Selección y prólogo de Lauro Zabala. México: Alfaguara, 2001., p. 121

LIBROS. Luis Britto García

Un libro que después de una sacudida confundió todas sus palabras sin que hubiera manera de volverlas a poner en orden.
       Un libro cuyo título por pecar de completo comprendía todo el contenido del libro.
      Un libro con un tan extenso índice que a su vez éste necesitaba otro índice y a su vez éste otro índice y así sucesivamente.
       Un libro que leía los rostros de quienes pasaban sus páginas.
      Un libro que contenía uno tras otro todos los pensamientos de un hombre y que para ser leído requería la vida íntegra de un hombre.
      Un libro destinado a explicar otro libro destinado a explicar otro libro que a su vez explica al primero.
      Un libro que resume un millar de libros y que da lugar a un millar de libros que lo desarrollan.
      Un libro que refuta a otro libro en el cual se demuestra la validez del primero.
      Un libro que da una tal impresión de realidad que cuando volvemos a la realidad nos da la impresión de que leemos un libro.
      Un libro en el cual sólo tiene validez la décima palabra de la página setecientos y todas las restantes han sido escritas para esconder la validez de aquélla.
      Un libro cuyo protagonista escribe un libro cuyo protagonista escribe un libro cuyo protagonista escribe un libro.
      Un libro, dedicado a demostrar la inutilidad de escribir libros.

—RELATOS VERTIGINOSOS. Antología de cuentos mínimos. Selección y prólogo de Lauro Zabala. México: Alfaguara, 2001., p. 110-111

martes, 24 de septiembre de 2013

CARICIAS. Felipe Garrido


—Ganas de morderte —le dijo al oído, y ella bajó la mirada, sonrió, quiso hablar de otra cosa, tan cerca de él que más que verlo sólo lo sintió: su calor; la mezcla de olores que desprendían el cuerpo, el casimir, la loción de maderas; el brazo que le pasaba por la espalda. Ella intentó echarse hacia atrás para mirarlo a los ojos, pero él se los cerró besándolos y luego le rozó los labios y ella sintió que se ahogaba y que un fluido tibio la envolvía, que la piel comenzaba a arder, que la sangre iba a brotarle por los poros mientras él le besaba las mejillas, las orejas, el mentón, la nariz, y ella gemía o ronroneaba bajito, se atragantaba, se humedecía, y él insistía con la barbilla alzándole la cara, besándole los párpados, los labios empurpurados, la nuca, los hombros, murmurando de nuevo “ganas de morderte”, o tal vez sólo pensándolo, pero buscando la forma de ganarle el mentón con la nariz, de empujar hacia arriba mientras ella dejaba caer la cabeza como arrastrada por el peso de la cabellera, entreabría los dientes, asomaba la lengua, emitía un estertor de gozo, exponía el cuello firme y palpitante y él descendía suavemente, abría la boca, clavaba los colmillos, sentía escurrir la sangre, ausente del espejo, tembloroso de amor.

—RELATOS VERTIGINOSOS. Antología de cuentos mínimos. Selección y prólogo de Lauro Zabala. México: Alfaguara, 2001., p. 80

ESCRIBIR. Luisa Valenzuela

Escribir escribir y escribir sin ton ni son es ejercicio de ablande. En cambio el psicoanálisis no, el psicoanálisis es ejercicio de hablande. 

—RELATOS VERTIGINOSOS. Antología de cuentos mínimos. Selección y prólogo de Lauro Zabala. México: Alfaguara, 2001., p. 80

LA COSA. Luisa Valenzuela

Él, que pasaremos a llamar sujeto, y quien estas líneas escribe (perteneciente al sexo femenino) que como es natural llamaremos el objeto, se encontraron una noche cualquiera y así empezó la cosa. Por un lado porque la noche es ideal para comienzos y por otro porque la cosa siempre flota en el aire y basta que dos miradas se crucen para que el puente sea tendido y los abismos franqueados. 
      Había un mundo de gente pero ella descubrió esos ojos azules que quizá con un poco de suerte se detenían en ella. Ojos radiantes, ojos como alfileres que la clavaron contra la pared y la hicieron objeto objeto de palabras abusivas, objeto del comentario crítico de los otros que notaron la velocidad con la que aceptó al desconocido. Fue ella un objeto que no objetó para nada, hay que reconocerlo, hasta el punto que pocas horas más tarde estaba en la horizontal permitiendo que la metáfora se hiciera carne en ella. Carne dentro de su carne, lo de siempre. 
      La cosa empezó a funcionar con el movimiento de vaivén del sujeto que era de lo más proclive. El objeto asumió de inmediato casi instantáneamente la inobjetable actitud mal llamada pasiva que resulta ser de lo más activa, recibiente. Deslizamiento de sujeto y objeto en el mismo sentido, confundidos si se nos permite la paradoja.

—RELATOS VERTIGINOSOS. Antología de cuentos mínimos. Selección y prólogo de Lauro Zabala. México: Alfaguara, 2001., p. 77

EL AMOR. Eduardo Galeano


En la selva amazónica, la primera mujer y el primer hombre se miraron con curiosidad. Era raro lo que tenían entre las piernas.
      ¿Te han cortado? preguntó el hombre.
      No dijo ella —. Siempre ha sido así.
      El la examinó de cerca. Se rascó la cabeza. Allí había una llaga abierta. Dijo:
      —No comas yuca ni plátanos, ni ninguna fruta que se raje al madurar. Yo te curaré. Échate en la hamaca y descansa.
      Ella obedeció. Con paciencia tragó los mejunjes de hierbas y se dejó aplicar las pomadas y los ungüentos. Tenía que apretar los dientes para no reírse, cuando él le decía:
      No te preocupes.
      El juego le gustaba, aunque ya empezaba a cansarse de vivir en ayunas y tendida en una hamaca. La memoria de las frutas le hacía agua la boca.
      Una tarde, el hombre llegó corriendo a través de la floresta. Daba saltos de euforia y gritaba:
      ¡Lo encontré! ¡Lo encontré!
      Acababa de ver al mono curando una mona en la copa de un árbol.
      Es así dijo el hombre, aproximándose a la mujer.
      Cuando terminó el largo abrazo, un aroma espeso, de flores y frutas, invadió el aire. De los cuerpos, que yacían juntos, se desprendían vapores y fulgores jamás vistos, y era tanta su hermosura que se morían de vergüenza los soles y los dioses.

RELATOS VERTIGINOSOS. Antología de cuentos mínimos. Selección y prólogo de Lauro Zabala. México: Alfaguara, 2001., p. 34

sábado, 21 de septiembre de 2013

EL ENCUENTRO. Juan José Arreola


Dos puntos que se atraen, no tienen por qué elegir forzosamente la recta. Claro que es el procedimiento más corto. Pero hay quienes prefieren el infinito.
      Las gentes caen unas en brazos de otras sin detallar la aventura. Cuando mucho, avanzan en zigzag. Pero una vez en la meta corrigen la desviación y se acoplan. Tan brusco amor es un choque, y los que así se afrontaron son devueltos al punto de partida por un efecto de culata. Demasiados proyectiles, su camino al revés los incrusta de nuevo, repasando el cañón, en un cartucho sin pólvora.
      De vez en cuando, una pareja se aparta de esta regla invariable. Su propósito es francamente lineal, y no carece de rectitud. Misteriosamente, optan por el laberinto. No pueden vivir separados. Esta es su única certeza, y van a perderla buscándose. Cuando uno de ellos comete un error y provoca el encuentro, el otro finge no darse cuenta y pasa sin saludar.

      —BESTIARIO, México, Editorial Planeta Mexicana, 2003., p. 81

CLÁUSULAS. Juan José Arreola


I
Las mujeres toman siempre la forma del sueño que las contiene.

II
Cada vez que el hombre y la mujer tratan de reconstruir el Arquetipo, componen un ser monstruoso: la pareja.

III
Soy un Adán que sueña en el paraíso, pero siempre despierto con las costillas intactas.

IV
Boletín de última hora: En la lucha con el ángel, he perdido por indecisión.

V
Toda belleza es formal.

      —BESTIARIO, México, Editorial Planeta Mexicana, 2003., p. 81

EL REY NEGRO. Juan José Arreola


J’ay aux eschés joué devant Amours.
Charles d'Orléans



Yo soy el tenebroso, el viudo, el inconsolable que sacrificó su última torre para llevar un peón femenino hasta la séptima línea, frente al alfil y el caballo de las blancas.
      Hablo desde mi base negra. Me tentó el demonio en la hora tórrida, cuando tuve por lo menos asegurado el empate. Soñé la coronación de una dama y caí en un error de principiante, en un doble jaque elemental...
      Desde el principio jugué mal esta partida: debilidades en la apertura, cambio apresurado de piezas con clara desventaja... Después entregué la calidad para obtener un peón pasado: el de la dama. Después...
      Ahora estoy solo y vago inútil por el tablero de blancas noches y de negros días, tratando de ocupar casillas centrales, esquivando el mate de alfil y caballo. Si mi adversario no lo efectúa en un cierto número de movimientos, la partida es tablas. Por eso sigo jugando, atenido en última instancia al Reglamento de la Federación Internacional de Ajedrez, que a la letra dice:

Artículo 12° La partida es Tablas:

            Inciso 4) Cuando un jugador demuestra que cincuenta jugadas por lo menos han sido realizadas por ambas partes sin que haya tenido lugar captura alguna de pieza ni movimiento de peón.

      El caballo blanco salta de un lado a otro, sin ton ni son, de aquí para allá y de allá para acá. ¿Estoy salvado? Pero de pronto me acomete la angustia y comienzo a retroceder inexplicablemente hacia uno de los rincones fatales.
      Me acuerdo de una broma del maestro Simagin: El mate de alfil y caballo es más fácil cuando uno no sabe darlo y lo consigue por instinto, por una implacable voluntad de matar.
      La situación ha cambiado. Aparece en el tablero el triángulo de Delétang y yo pierdo la cuenta de las movidas. Los triángulos se suceden uno tras otro, hasta que me veo acorralado en el último. Ya no tengo sino tres casillas para moverme: uno caballo rey, y uno y dos torre.
      Me doy cuenta entonces de que mi vida no ha sido más que una triangulación. Siempre elijo mal mis objetos amorosos y los pierdo uno tras otro, como el peón de siete dama. Ahora tres figuras me acometen: rey, alfil y caballo. Ya no soy vértice alguno. Soy un punto muerto en el triángulo final. ¿Para qué seguir jugando? ¿Por qué no me dejé dar el mate del pastor? ¿O de una vez el del loco? ¿Por qué no caí en una variante de Légal? ¿Por qué no me mató Dios mejor en el vientre de mi madre, dejándome encerrado allí como en la tumba de Filidor?
      Antes de que me hagan la última jugada decido inclinar mi rey. Pero me tiemblan las manos y lo derribo del tablero. Gentilmente, mi joven adversario lo recoge del suelo, lo pone en su lugar y me mata en uno torre, con el alfil.
      Ya nunca más volveré a jugar al ajedrez. Palabra de amor. Dedicaré los días que me quedan de ingenio al análisis de las partidas ajenas, a estudiar finales de reyes y peones, a resolver problemas de mate en tres, siempre y cuando en ellos sea obligatorio el sacrificio de la dama.

(A Enrique Palos Báez)

      —BESTIARIO, México, Editorial Planeta Mexicana, 2003., p. 58-60

KALENDA MAYA. Juan José Arreola


A Midsummer Night's Dream

En larguísimos túneles sombríos duermen las niñas alineadas como botellas de champaña. Los maléficos ángeles del sueño las repasan en silencio. Golosos catadores, prueban una por una las almas en agraz, les ponen sus gotas de alcohol o de acíbar, sus granos de azúcar. Así se van yendo por su lado las brutas, las damisecas y las dulces un día todas burbujeantes y núbiles.  A las mas exaltadas les aseguran el tapón de corcho con alambres, para sorprender a los ingenuos de la noche del balazo.
      Viene luego la promiscuidad de los brindis, conforme van saliendo las cosechas al mercado. Hay que compartir el amor, porque es una fermentación morbosa, se sube pronto a la cabeza y nadie, puede consumir una mujer entera. ¡Kalenda Maya! La fiesta continúa, mientras ruedan por el suelo las botellas vacías
      Sí, la fiesta continúa en la superficie. Pero allá, en las profundidades del sótano, sueñan las niñas con funestas alegorías preparadas por espíritus malignos. Silenciosos entrenadores las ejercitan con sabios masajes, las incitan en equivocados juegos.Pero sobre todo, les oprimen el pecho hasta asfixiarlas, para que puedan soportar el peso de los hombres y siga la comedia, la pesadilla del cisne tenebroso.

      —BESTIARIO, México, Editorial Planeta Mexicana, 2003., p. 50

CASUS CONSCIENTIAE. Juan José Arreola.

Tu sangre derramada está clamando venganza. Pero en mi desierto ya no caben espejismos. Soy un alienado. Todo lo que me acontece ahora en la vigilia y en el sueño se resuelve y cambia de aspecto bajo la luz ambigua que esparce la lámpara en el gabinete del psicoanalista. 
    Yo soy el verdadero asesino. El otro ya está en la cárcel y disfruta todos los honores de la justicia mientras yo naufrago en libertad. 
      Para consolarme, el analista me cuenta viejas historias de errores judiciales. Por ejemplo, la de que Caín no es culpable. Abel murió abrumado por su complejo edípico y el supuesto homicida asumió la quijada de burro con estas enigmáticas palabras: "¿Acaso soy yo el superego de mi hermano?" Así justificó un drama primitivo de celos familiares, lleno de reminiscencias infantiles, que la biblia encubre con el simple propósito de ejercitar la perspicacia de los exploradores del inconsciente. Para ellos, todos somos abeles y caínes que en alguna forma intercambian y enmascaran su culpa. 
      Pero yo no me doy por vencido. No puedo expiar mi pecado de omisión y llevo este remordimiento agudo y limpio como una hoja de puñal: me fue transmitido literalmente, de generación en generación, el instrumento del crimen. Y no he sido yo quien derramó tu sangre. 

      —BESTIARIO, México, Editorial Planeta Mexicana, 2003., p. 49

lunes, 16 de septiembre de 2013

SÉ AMABLE... Charles Bukowski



Siempre nos piden
que entendamos el punto de vista
de los otros
sin importar si es
anticuado
necio
asqueroso.

A uno le piden
que entienda
amablemente
todos los errores de los otros,
sus vidas desperdiciadas
sobre todo si son
de edad avanzada.

Pero su edad es lo único
en lo que nos fijamos.

Han envejecido
mal
Porque han
vivido
sin enfoque
Se han negado
a ver.

¿Que no es culpa suya?
¿culpa de quién?
¿mía?
Se me pide que oculte
mi opinión
ante ellos
por miedo a su
miedo.

La edad no es un crimen
pero la vergüenza
de una vida
deliberadamente
desperdiciada
entre tantas
vidas
deliberadamente
desperdiciadas
sí lo es.

EL JARDÍN DEL AMOR. William Blake


Me dirigí al Jardín del Amor,
y observé lo que nunca viera:
una capilla habían construido en su centro,
allí donde yo solía jugar rodeado de verdor.

Las puertas de la capilla estaban cerradas
y escrito en la puerta se leía: “No lo harás”,
de modo que presté atención al Jardín del Amor,
que tantas amables flores ofreciera.

Y vi que estaba cubierto de sepulcros,
y lápidas se erguían donde flores debieran crecer.
Sacerdotes de hábito negro cumplían sus rondas,
enlazando con espinas mis sueños y anhelos.

domingo, 15 de septiembre de 2013

CUADERNOS 1957-1972. Fragmentos. E. M. Cioran



A continuación les presento algunos fragmentos que rescaté de mi investigación. Este libro no está, en su versión en español, en el ciberespacio. Tal vez por eso algunos de estas notas, aforismos y anécdotas les resulten "nuevas". La selección para el libro, edición Tusquets, es de Vereda von der Heyden-Rynsch y la traducción es de Carlos Manzano. Aquí he logrado rescatar unas notas que van, más o menos, de la página cien a la doscientos. Bon appétit!  

Todo lo bueno o malo que tengo, todo lo que soy, se lo debo a mi madre. Heredé sus males, su melancolía, sus contradicciones, todo. Físicamente, me parezco a ella punto por punto. Todo lo que ella era se agravó y exasperó en mí. Soy su éxito y su fracaso. [p. 112]

Me horrorizaría ejercer influencia alguna; sin embargo, me gustaría ser alguien… por mi ineficacia. Tumbar a las mentes, sí; dirigirlas, no. [p. 113]

El agua me parece inconcebible. Es como si la viese por primera vez y hubiese ignorado hasta ahora su existencia. Vuelvo a descubrir el universo, renazco todos los días. Con tal de que ese estado de revelación no oculte nada mórbido. ¿Puede semejante virginidad «metafísica» presagiar, a mi edad, nada bueno? El caso es que no ceso de sorprenderme ante la presencia de las cosas, ante su novedad, ante su carácter insólito, de algo nunca visto. ¿Un segundo nacimiento? O…  Estoy ante los elementos, los percibo como el día siguiente al de la Creación. [p. 113-114]

El escritor no debe expresar ideas, sino su ser, su naturaleza, lo que es y no lo que piensa. Sólo podemos hacer una obra verdadera, si sabemos ser nosotros mismos. [p. 115.]

Lo terrible en la música es que, después de escucharla, todo carece ya de sentido, pues nada, pero es que absolutamente nada, resiste la comparación, cuando salimos de sus «maravillas». A su lado, todo parece degradado, inútil. Comprendo que se pueda odiarla y que se sienta la tentación de asimilar sus maravillas a prestigios, su «absoluto» a un espejismo. Es que hay que reaccionar a toda costa contra ella, cuando se la ama demasiado. Nadie entendió su peligro mejor que Tolstói; lo denunció con vigor, sabía que podía hacer con él lo que quisiera. Y empezó a odiarla para no convertirse en su juguete. [p. 117.]

Sólo los hombres dominados por una gran ambición hacen grandes cosas, porque concentran toda su energía en un solo punto. Son obsesos incapaces de dispersión, de negligencia, de descaro.
… Yo soy un obseso que pertenece a la categoría de los distraídos. Ese es el secreto de mi ineficacia. [p. 119.]

Es triste decirlo, pero lo que queda de alguien, digamos de un escritor, es su obra. Nuestros restos no son nada, absolutamente nada. Trabajemos, pese a todo, ya que, además, no tenemos la fuerza de ánimo para querer desaparecer sin dejar rastro. Hacer un libro es una señal de abdicación metafísica. Abdiquemos. [p. 120.]

La cosa más grave, y también la más frecuente, no es matar, sino humillar. Tal vez sea eso la crueldad en el orden moral. La vemos precisamente en quienes han sido muy humillados. No pueden ni olvidar ni perdonar; sólo tienen una idea: humillar, a su vez. Son verdugos sutiles que saben ocultar su juego y se vengan sin que se pueda acusarlos de inhumanidad. [p. 121]

Si mis escritos no encuentran prácticamente eco, es porque no responden a las necesidades de mis contemporáneos. Son demasiado subjetivos, es decir, inoportunos. No sigo el movimiento, sólo pertenezco a la época por el frenesí. Además, no infundo la menor ilusión; ahora bien, los hombres no se agrupan en torno a un mensaje lúcido hasta la destrucción. [p.122]

El error más grave que puede cometer un escritor es el de proclamar que no lo aprecien en su justo valor.
Tenemos el derecho a quejarnos como hombres, pero no como escritores. [p. 126]

1 de mayo
Nada me exaspera tanto como leer a un filósofo o un crítico que te dice en cada página que su método es «revolucionario», que lo que dice es importante, que nunca se había dicho, etcétera, etcétera. ¡Como si no fuese el lector capaz de advertirlo por sus propios medios! Sin contar con que en una invención de la que se sea demasiado consiente hay cierta indecencia. La originalidad deben sentirla los otros, no uno mismo. [p. 128]

Puede haber felicidad en el apego, para la beatitud aparece sólo allí donde se ha roto todo apego. La beatitud no es compatible con este mundo. Es la que busca el monje, por ella destruye todos sus vínculos, por ella se destruye. [p.129]

…cada uno de nosotros hace lo contrario de lo que quería. Esa es la clave de cada destino, al tiempo que una ley de la historia. Hitler, que llegó en todo punto a la negación de lo que había proyectado, podría ser perfectamente el símbolo del hombre en general. [p.129]

El aburrimiento no es cómplice ni víctima de nada. Resulta de la distancia a que nos encontramos de toda cosa, del vicio intrínseco de toda cosa sentido como un mal a la vez subjetivo y objetivo. Así pues en sus operaciones no interviene clase alguna de ilusión; cumple las condiciones de una búsqueda. El aburrimiento es una investigación. [p. 129]

En mi juventud, en Rumania, el trastorno mental, el insomnio, las singularidades, la melancolía, el genio e incluso el talento, por significante que fuera, se explicaban invariablemente hora por la masturbación ora por la sífilis. En aquella época era tan fácil ser enfermo como psiquiatra. Unos y otros se lo tomaban con calma, era la época ideal, el antiguo régimen de los trastornados. [p.129]

Lo único que podría aliviarme sería atacar violentamente a éste o aquél. Pero esa escapatoria ya no me está permitida: sería infligir un mentís a todo lo que pienso y a todo lo que profeso. Mantenerme apartado ha llegado a ser, en efecto, mi norma de conducta, una cuestión de honor intelectual. [p.130.]

Mi escepticismo es el disfraz de mi neurastenia. [p.130].

Las cosas sólo tienen importancia con el presente; en cuanto pertenece al pasado, tiene toda la irrealidad de lo caduco. El bien y el mal son en la misma medida categorías del presente. El verdadero crimen es el reciente; cuando se evoca un perpetrado hace mucho tiempo, sería ridículo emitir un juicio oral sobre él. Con la distancia nada es ya bueno ni malo. Por eso el historiador que toma partido, que se pone a juzgar el pasado, reacciona como polemista: hace periodismo en otro siglo. [p.131]

La enfermedad es una realidad inmensa, la propiedad esencial de la vida, no sólo todo lo que vive, sino también todo lo que es, está expuesto a ella: la propia piedra está sujeta a ella. Sólo el vacío no está enfermo, pero para tener acceso a él hay que estarlo. Pues ninguna persona sana podría alcanzarlo. La salud espera a la enfermedad; sólo la enfermedad puede propiciar la negación saludable de sí misma. [p.133]

En mi texto sobre el suicidio, olvidé precisar que en mí el suicidio es una idea y no un impulso. Eso explica las contradicciones, las cobardías, los titubeos que este gran tema me inspira. [p.134]

Es muy acercada esa idea de Musil de que los filósofos son unos Gewalttäter  y que los grandes sistemas siempre han sido contemporáneos de regímenes tiránicos [p. 135]

14 de enero.
Domingo por la mañana: acabo de oír en el radio un sermón de los niños y la muerte, en el que citaban fragmentos de cartas sobretodo de niñas (de unos 10 años) enfermas, o palabras de niños a punto de morir, o niñas más bien, pues siempre se trataba de niñas. Al terminar, el cura casi sollozaba y yo eh estado a punto de llorar…
PS: pues he llorado. No conozco nada más desgarrador que las últimas palabras de un niño. Ese cura ha citado algunas que me han conmovido profundamente. Este tipo de patetismo es seguramente facilón, pero ¡qué importa!
Nunca olvidaré la emoción que sentí, hace mucho tiempo, cuando leí en Barrès la «anécdota» siguiente: un niño (7,8 años) enfermo se había encerrado en un completo mutismo. Lo velaba su padre. Un día el niño rompió el silencio sólo para decir estas palabras y qué palabras: «papá, me aburre morirme».[p.135-136]

Pensar por vocación o por oficio: en los dos casos, hay necesidad. La única diferencia es que una es interna y la otra es externa. En cantidad, esta ultima puede más con mucho que la primera: se le deben casi todas las luces y las invenciones secundarias. La escoria en una palabra, la casi totalidad del equipaje humano. [p. 136]

Todo lo que soy, lo poco que valgo, se lo debo a la extrema timidez de la adolescencia. Mi faceta Tonio Kröger [p. 136]

Mis dos virtudes, mis dos vicios: la indolencia y la violencia, la apatía y el grito, la lamentación y el cuchillo. [p. 136]

No hay que tragarse el despecho; al contrario hay que soltarlo: la única forma de deshacerse de él. Los médicos son los que almacenan bilis; hay que liberarse de ella, verterla en cualquier circunstancia. [p. 137]

Al contrario de lo que se piensa los sufrimientos te apegan a la vida: son nuestros sufrimientos, nos sentimos halagados de poder soportarlos, demuestra que somos personas y no espectros. Y tan virulento es el orgullo de sufrir que sólo lo supera el de haber sufrido. [p.139]

Aunque este bastante «blindado», no ceso de administrar todo lo que ocurre; voy de sorpresa en sorpresa, de consternación en consternación: ¿para qué me ha servido entonces mi escepticismo? Para asombrarme un poco más y comprender la inutilidad de mis asombros. [p.140]

Cuando nos lamentamos de algo siempre llevamos nuestro propio luto, siempre lloramos por nosotros… no por egoísmo, sino porque toda pena se alimenta de sí misma, de su propia sustancia. [p.140]

La lucidez sin ambición es pura y simplemente la nada. Para que una obra sea posible, para producir cualquier cosa, es necesario que una se apoye en la otra, que una luche contra la otra sin victoria.
La hipertrofia –o, mejor dicho, el vicio de la lucidez- destruye todos nuestros actos futuros. [p.140]

La desesperación que no desemboca en Dios, que no se topa con él, no es verdadera desesperación. La desesperación es casi que indistinta de la plegaria, es, en cualquier caso, el germen de todas las plegarias. [p.141]

Para que el desapego fuera posible, sería necesario que se aprendiese con el alfabeto y que supiéramos desde el principio que desear es trascender el deseo, vivir es colocarse por encima de la vida. [p. 141]

En todo el mundo, pero en particular, en Francia, todo está regulado por un principio de contagio; no se resiste a la moda, sea la que fuere, de lo que se trata es de estar al día. Esa manía es una causa de renovación. Al mismo tiempo que de frivolidad. Hay que encontrar en uno mismo un principio de cambio; todo lo que viene de fuera es insignificante. [p.143.] 

He combatido todas mis pasiones y he intentado seguir siendo escritor. Pero es una cosa casi imposible, pues un escritor sólo es en la medida en que salvaguarda y cultiva sus pasiones, las excita incluso y las exagera. Escribimos con nuestras impurezas, nuestros conflictos no resueltos, nuestros defectos, nuestros resentimientos, nuestros restos… adámicos. Somos escritores tan sólo porque no hemos vencido al hombre antiguo. ¿Qué digo? El escritor es el triunfo del hombre antiguo, de las viejas taras de la humanidad; es el hombre antes de la redención. Para el escritor, no ha llegado, efectivamente, el redentor o su acción redentora no ha dado resultado. El escritor se felicita del error de Adán y sólo prospera en la medida en la que cada uno de nosotros la renueva y la hace suya. La humanidad tarada en su esencia es la que constituye la materia de toda obra. Sólo crea a partir de la caída.  [p. 144]

Toda literatura comienza con himnos y acaba con ejercicios. [p. 144]

Mi única excusa: no he escrito nada que no haya surgido de un gran sufrimiento. Todos mis libros son resúmenes de duras pruebas y desconsuelos, quintaesencia de tormento y de hiel, son todos ellos un solo y mismo grito. [p.145.]

¿Por qué soy un fracasado? Porque he aspirado a la felicidad, a un gozo sobrehumano, y porque, al no poder alcanzarlo, me he unido en lo contrario, en una tristeza subhumana, animal, peor incluso, en una tristeza de insecto. He deseado el gozo que se saborea junto a los dioses y sólo he obtenido esta postración de termita. No sé qué pudo detenerme en el camino de la felicidad. Seguramente no estaba hecho para ella. Como siempre en mi caso, la predestinación lo explica todo. Me creía destina a llegar a ser un místico (¡como si se pudiera llegar a ser místico! místico es) … pero conviene decir que era propio de mi temperamento ser un escéptico –o, mejor dicho, un herético- del escepticismo. 
En el fondo el escepticismo está en las antípodas de la felicidad. Caí en la duda porque apunté demasiado alto. El escéptico es un místico fracasado. Se embarranca en la duda porque había dado por sentados sus fervores y, al verse abandonado por estos, ya sólo le quedaba la posibilidad de aferrarse a una doctrina que los denuncia, impugna su valor y los reduce a arranques de humor, superficiales y sin dimensión metafísica. Caprichos o alteraciones de la psique. El escepticismo es un autocastigo: es que el escéptico no puede, efectivamente, perdonarse por haberse detenido en el camino. Y se venga contra lo que ha perseguido, incrimina el ideal que no ha podido alcanzar, lo rebaja y lo ridiculiza, se golpea a sí mismo mediante su sueño más antiguo y más caro. [p.147-148]

«Toda la filosofía no vale una hora de dolor» 
Desde mi época de insomnios he hecho inconscientemente esta afirmación de Pascal, siempre que he leído o releído a un filósofo. [p. 148]

Me lancé al escepticismo como otros al desenfreno o a la ascencis. [p.150.]

La duda, como la fe, es una necesidad. El escepticismo es tan inquebrantable y duradero como la religión. A saber si no habrá de tener una carrera más larga que ella. 
Para el escéptico, la duda es una servidumbre, su servidumbre. Sucumbiría si se viera obligado a renunciar a ella. Por eso, no puede prescindir de ella.
El escéptico caería en una postración completa, si le quitaran las razones para dudar. [p. 151]

En el infierno, se puede todavía abrigar esperanzas pero en el paraíso ya no hay lugar para la esperanza ni para nada. Por eso, nada hay tan desmoralizador como el ideal realizado. [p. 152]

La experiencia fundamental que he tenido aquí abajo es la del vacío: el vacío de todos los días, el vacío de la eternidad. Sin embargo, gracias a ella he vislumbrado estados que harían palidecer de envidia al místico más puro o más furioso. [p. 152]

Siempre que he empezado a dudar de mis previsiones siniestras, la historia ha venido a conformármelas y a devolverme, así, la confianza. 
Lo peor ocurre siempre sí, pero no en la fecha en que lo habíamos previsto. Por término medio, me he equivocado en diez años en mis profecías.
Toda previsión, incluso la más siniestra, se realiza, a condición de tener la paciencia de esperar un siglo. [p. 153]

No se trata de trabajar, sino de ser. Eso es lo que olvidan los escritores, porque les conviene olvidarlo. [p. 153]

Esta mañana, en la cama, he pensado en la gran suerte que he tenido de no haber sido devorado por la sed de poder. A decir verdad, esa sed la conocí en mi juventud. Pero tengo el merito de haberla vencido. En ese plano al menos puedo hablar de progreso. [p. 155]

Los libros de historia invitan al cinismo, tanto como los de biología y más. [p. 156]

El hombre ha nacido de una voluntad de superación y se ha convertido en locura de superación. Superarse, superarse siempre, esa es su manía, su enfermedad. Si hubiera sabido permanecer en sí, no cruzar los límites de su ser, vivir en su fondo, en su capital, en lugar de extenderse y querer amasar y conquistar, ¡qué criatura admirable no sería! [p. 156]

5 de noviembre.
Si por milagro desapareciera el miedo a la muerte, la «vida» ya no tendría medio de defensa alguno: estaría a merced de nuestro primer capricho. Por tanto, perdería todo valor y tal vez todo significado. Los sabios, al recomendarnos con tanta insistencia que nos liberemos del miedo, no saben lo que hacen. Ignoran que son destructores. [p. 156]

A lo largo de los siglos, el hombre se ha agotado creyendo. ¡Ha dedicado tan poco tiempo a dudar! Ha pasado de creencia en creencia, de una convicción a otra, y sus dudas han sido tan solo los breves intervalos entre sus entusiasmos. A decir verdad, no eran dudas, sino pausas, momentos de descanso, consecutivos a las fatigas de la fe, de toda fe. [p. 157]

La necesidad física de algo supremo, digamos de Dios, sólo aparece en verdad en la desolación. Esencia del abandono. Sólo nos vemos abandonados realmente por Dios. Los hombres sólo pueden dejarnos.
Un creyente que ha perdido la fe: la «gracia» podría con razón acusar a Dios de traición. [p. 158]

Sartre ha conseguido escribir bien al estilo de Heidegger, pero no al estilo de Céline. La falsificación es más fácil en filosofía que en literatura. Ese ambicioso que se imaginaba que bastaba con querer para tener talento ni siquiera ha logrado dar la ilusión de la «profundidad»: cosa muy fácil para todo filósofo que hace una incursión en las letras. [p. 159]

Lo que importa es que al optar por mi forma de vida, por mi «solución», no he tenido ni por un segundo la sensación de que quisiera justificarme, excusarme; al contrario, lo creía y sigo creyéndolo en este momento; mi punto de vista es el único que se puede defender en lo absoluto. [p. 160]

A veces pienso que he llegado a los límites de la conciencia, es decir, que ya nada inconsciente ni instintivo queda en mí, que no sólo soy el que se ve, sino también el que ha agotado el fenómeno de verse y que, por tanto, ya no tiene reserva alguna de existencia que le permita desdoblarse, contemplar la existencia y contemplarse contemplándola. [p.161]

El acto supremo de la vida espiritual es la renuncia. Tener bienes es grave, pero lo que es mil veces peor es estar apegado a ello. Pues el apego, como tal, es la causa de todos los males y el desapego la causa de todos los bienes verdaderos. [p. 161]

Mi escepticismo, la larga practica que tengo de él, ha acabado embotando mis garras. Demasiado tiempo tras los barrotes, la fiera no se digna – o ya no puede- precipitarse sobre nadie; el escepticismo es la jaula del filósofo, que pierde en él sus instintos; después, está libre, claro está, más libre que cualquiera pero su libertad ya no le sirve para nada. Está libre en un desierto. 
¿El escepticismo? Una libertad total e inutilizable. [p. 162]

Un ejército que avanza no tiene la sensación ni el presentimiento siquiera de la derrota. La humanidad se arrastra hacia adelante y cree que va hacia la victoria. A dónde va realmente sólo lo adivinan los que se han retirado del avance, que adivina su resultado. La verdad sólo se revela al rechazado, a quien nunca firmará un boletín de victoria. [p. 162]

El drama de la curiosidad (Adán), del deseo (Eva), de la envidia (Caín): así comenzó la historia, así continúa y así acabará. [p.164]

La envidia es el sentimiento más natural, el más universal también, ya que los propios santos se envidiaron entre sí. 
Dos hombres que hacen la misma cosa son enemigos virtuales.
Un escritor puede admirar sinceramente a un torero, pero no a un colega. [p. 164]

La verdad no está ni en la reacción ni en la revolución. Radica en la apuesta en entredicho de la sociedad y de quienes la atacan. [p. 164]

¿Qué es un escritor sino alguien que lo exagera todo por temperamento, que concede una importancia indebida a todo lo que le ocurre, que por instinto exaspera sus sensaciones? Si sintiera las cosas como son, y sólo reaccionara ante ellas en proporción a su valor… «objetivo», no podría preferir nada y, por tanto, profundizar en nada. 
A fuerza de desnaturalizarlo todo es como se alcanza la verdad. [p. 165]

Lo que se llama experiencia no es otra cosa que la decepción consecutiva a una causa por la que nos hemos apasionado durante un tiempo. Cuanto mayor haya sido el entusiasmo, mayor será la decepción. Tener experiencia significa expiar los entusiasmos. 
Yo no habría entendido nada de la vida, si no hubiera abrazado tonta, febrilmente, algunas causas que ahora, cuando lo pienso, me hacen enrojecer. Pero debo a esas vergüenzas, a esos «remordimientos», la poca sabiduría que he adquirido. [p. 165]

No hay que confundir brillantez con talento. La mayoría de las veces, la brillantez es lo propio del falso genio. Por otro lado, sin ella, sólo hay aburrimiento. Pues ella es la que infunde mordacidad a las verdades y, naturalmente, a los errores. [p. 165-166]

Habría que habituarse a que no se gana nada con vivir ni, por los demás, con morir. A partir de esa certeza, podríamos organizar decentemente nuestra existencia. [p.166]

Hay que humillar al hombre. Los peligros resultantes son muchos menores que los que suscita su arrogancia. 
Un animal naturalmente arrogante: la única forma de hacerlo entrar en razón es mostrarle con qué lodo está amasado. 
Pero no se deben subestimar los peligros de la humillación. [p. 166]

Una obra no cuenta, no existe, salvo si se ha preparado en la sombra tan minuciosamente como un golpe por un bandido. En los dos casos, lo que importa es la cantidad de atención. [p. 167]

Ya no acepto nada de oficio. Casi por doquier valores dudosos, falsos. El de aquí abajo es el reino de lo inesencial. [p. 168]

Toda la influencia que sufrimos, si se prolonga demasiado, resulta esterilizante y nefasta. El odio del discípulo contra el maestro es señal de salud. Sólo se llega a ser uno mismo mediante el rechazo de las influencias, a condición, naturalmente, de que ese rechazo sea el efecto de una exigencia profunda, de una llamada interior, y no de la fatiga o la insolencia (como ocurre en casi todas emancipaciones literarias o filosóficas.)
«Me has enseñado demasiadas cosas, nunca te lo perdonaré», murmura el discípulo al ver alejarse al maestro. Sufrir una influencia es admitir que otro trabaja para nosotros. [p. 169]

Decepción «sin motivo», sin consciencia de desgracia, sin ningún sentimiento de decadencia – desesperación pura- y de nuevo la certidumbre –en modo alguno triste- de que el suicidio es la única salida, el único consuelo, la puerta, la gran puerta. Pasar al otro lado eludiendo a la muerte.
La desesperación no me deprime, me eleva. La desesperación es distinta del desconsuelo, es llama, una llama que atraviesa la sangre. [p.170]

No sólo llevo una vida marginal, sino, además, soy marginal como persona. Vivo en la periferia de la especie y no sé con quién ni a qué afiliarme. [p. 171]

Hoy he meditado sobre la Gita y esta noche he buscado una tasca que tuviera un aparato de música para escuchar la canción de moda y que me gusta bastante, debo decirlo: those where the days de Mary Hompkings. [p.171]

Si queremos ser, tenemos que hacer el vacío a nuestro alrededor. Cultivemos, pues, ese vacío, agrandemoslo, sustituyamos todo lo que es por él. p. 171

La utopía corresponde al infantilismo. Entraña un procedimiento mental que me da nauseas. Nada es más contrario a mi naturaleza, a mis ideas, a mis sensaciones, lo que no me impide reconocer que representa una constante del espíritu humano y que el hombre no puede prescindir de divagaciones utópicas, si quiere actuar, enseñar, predicar, ectétera. No se puede agitar la sociedad de las máximas de La Rochefoucauld. [p.173]

No cabe duda de que la vida carece de sentido. Pero mientras eres joven, no tiene la menor importancia. No ocurre lo mismo a partir de cierta edad. Entonces empiezas a preocuparte. La inquietud se convierte en problemas y los viejos, que ya nada tienen que hacer se dedican a él, sin tener tiempo ni capacidad para resolverlo. Eso explica porqué no se matan en masa, como debiera hacerlo, si estuvieran un poquito menos absortos. [p. 174]

Mi misión es la de sacar a la gente de su sueño eterno, aún sabiendo que cometo un crimen y que valdría mil veces más dejarlos perseverar en él, ya que además cuando despiertan nada tengo que proponerles. [p. 174]

No he escrito con sangre, he escrito con todas las lágrimas que nunca he derramado. Aún cuando fuera lógico, seguiría siendo elegíaco. La exclusión del paraíso la vivo todos los días, con la misma pasión y el mismo pesar que el primer desterrado. [p. 175]

Desde que existo mi único y exclusivo problema ha sido el siguiente: ¿cómo dejar de sufrir? Sólo he podido resolverlo por escapatorias, es decir que no lo he resuelto en absoluto. 
Seguramente he sufrido mucho por diversas dolencias, pero la razón esencial de mis tormentos se ha debido al ser, al ser mismo, al puro hecho de existir, y por eso no hay sosiego para mí. He vivido en la nostalgia del premundo, en la embriagues anterior a la creación, en el éxtasis puro de todo, he sido contemporáneo de Dios, que conversa consigo mismo sumido en su propio abismo, en la felicidad de antes de la luz, de antes de la palabra. [p. 175]

Libradnos del Psicoanalisis y después nos libraremos de los males de los que habla. [p. 176]

Lo que es seguro es que todo es engaño. Una vez establecida esa certidumbre, nada está resuelto. Acaban de comenzar los verdaderos problemas. Y, sin embargo, con rigor estricto, no debería haber problemas, verdaderos ni falsos, después de la comprobación del engaño universal. Pero el ser sobrevive al rigor. Es incluso su carácter esencial, la definición misma del ser. El ser es lo increíble en estado permanente. [p. 176-177]

La vida es extraordinaria, en el sentido en el que el acto sexual lo es: durante y no después. En cuanto nos salimos de la vida y la miramos desde afuera, todo se hunde, todo parece engaño, como después de la hazaña sexual.
Todo placer es extraordinario e irreal y lo mismo ocurre con todo acto de vida. [p. 178]

No son los pesimistas, sino los decepcionados, los que escriben bien. [p. 179]

He puesto en mis libros lo peor de mí mismo. Por fortuna, porque, sino, ¡qué cantidad de venenos no habría acumulado! Mis libros rebosan con mis malos humores, mis rencores… pero tal vez fuera necesario, porque, sino, no habría podido salvaguardar cierta apariencia de equilibrio, de «razón». Hablo sobre todo de mis escritos rumanos, en los que el delirio es omnipresente. [p. 179]

Me reprochan ciertas páginas de Schimbarea La fata  ¡Libro escrito escrito hace treinta y cinco años! Tenía veintitrés años y estaba más loco que nadie. Ayer hojee ese libro, me pareció que lo había escrito en una vida anterior; en cualquier caso, mi yo actual no se reconoce en el autor. 
Así se ve hasta qué punto es inextricable el problema de la responsabilidad.
¡La de cosas en las que pude creer en mi juventud! [p. 180]

Acabo de encontrarme con Goldmann en casa de Gabriel Marcel, después hemos ido paseando y luego hemos entrado en un café. Me ha acompañado hasta mi casa. Es un hombre que no carece de encanto. Durante veinte años me ha creado fama de antisemita y enormes problemas. En una hora nos hemos hecho amigos. ¡Qué curiosa es la vida! [p. 180]

Me gusta el campo… y vivo en una metrópolis; me horroriza el estilo y cuido mis frases; soy un escéptico empedernido… y leo principalmente a los místicos… y así podría seguir indefinidamente. [p.180]

Hago mal en quejarme de mis compatriotas y de sus preguntas indiscretas, pues tienen sus ventajas: te provocan, te irritan, te conmueven, te… te causan el mismo efecto que ciertos procedimientos brutales empleados en el zen para suscitar el satori. ¿Por qué no habría una gilipollez desencadenar una iluminación? Equivale perfectamente a un puñetazo en plena cara. [p.181-182]

La metafísica, con mayor razón, la teología son antropormofismo escandaloso. Una y otra se reducen a una suprema coquetería del hombre, en éxtasis ante su propio genio. En cuanto se echa un vistazo a sus divagaciones, no queda ni una que escape al ridículo. [p. 182.183]

Lo que debo a la Iron Guard. Las consecuencias que hube de sacar de un simple arrebato juvenil fueron y son tan desproporcionadas que desde entonces me ha resultado imposible erigirme en adalid de una causa aunque fuera inofensiva o noble o sabe dios qué.
Es bueno haber pagado muy cara una locura de juventud; después, te evitas más de una decepción. [p. 184]

Intentar extraer la esencia de cada día y, a ser posible, de cada hora, como si tuviera el tiempo contado. Y… lo tengo yo y todo el mundo. Pero no pensamos bastante en ello y así perdemos el tiempo, lo dejamos pasar sin intentar retener su sustancia si es que la tiene. [p. 184]

reírse burlonamente o rezar: todo lo demás es accesorio. [p.185]

Lo he consignado con frecuencia en estos cuardernos y lo he escrito incluso en mis libros, pero vuelvo a abordarlo, porque es absolutamente cierto. Una desgracia predicha, cuando por fin se produce, es diez, cien, veces más dura de soportar que una que no nos esperábamos. Es que durante toda la dirección de nuestras aprensiones la hemos vivido por adelanto y, cuando surge, al sumarse esos tormentos anteriores a los del presente, forman juntos una masa, de un peso intolerable. [p.186]

Sólo hay un problema: el de la muerte. Debatir sobre otra cosa es perder el tiempo, es dar muestras de una futilidad increíble.
… Eso es lo que las religiones han comprendido perfectamente. A eso se debe su superioridad sobre la filosofía. [p. 186]

El origen de todas nuestras servidumbres radica en el apego. Cuando más queremos ser libres, menos nos vinculamos con las personas y con las cosas. Pero, una vez vinculados, ¡qué drama es deshacernos de ellas! Comenzamos a vivir creándonos vínculos; cuando más avanzamos más fuertes se vuelven. Llega un momento en que comprendemos que representan otras tantas cadenas, que es demasiado tarde para sacudirlas, pues estamos demasiado habituados a ellas. [p.186-187]

Superar la vida en el centro, en el cogollo de la muerte, y la muerte. 
Un agonizante llorando de alegría: Bach es eso con frecuencia. [p. 188]

13 de mayo.
Los «malos deseos», los vicios, las pasiones dudosas y condenables, el gusto por el lujo, la envidia, la emulación siniestra, etcétera, son los que mueven a la sociedad, ¿qué digo? Los que hacen posible la existencia, la «vida». [p. 188-189]

El budismo no es «pesimista». El budismo es la serenidad consecutiva a una liquidación general… la beatitud de la no posesión. [p. 189]

La cosa más difícil es tener una experiencia filosófica profunda y formularla sin recurrir a la jerga de escuela, que representa una solución de facilidad, escamoteo y casi una impostura. [p. 189]

Hace veinticinco años, el poema que fue un acontecimiento para mí fue The Garden of love, de Blake.
Veía  en él el tipo de desengaño conforme a mi corazón. [p.190]

Lo que no funciona en la Historia es que está escrita por profesores, personas pacíficas que describen vidas tumultuosas. Por una parte, cuando personas de mentalidad activa, militante, se transforman en historiadores, son incapaces de respetar la verdad o simplemente de encaminarse hacia ella. [p. 191]

La duda es el comienzo y tal vez el fin de la filosofía. Carneades, es su celebre embajada a Roma habló una primera vez en pro de la idea de justicia… y el día siguiente contra ella. Aquél día hizo su aparición la filosofía, hasta entonces inexistente en aquel país de costumbres rudas y sanas. ¿Cuál es esa filosofía? El gusano en la fruta.
La filosofía, al menos en sus intenciones, no socava las virtudes, quiere preservarlas incluso, pero, en realidad, las debilita; más aún: sólo pueden hacer si empiezan a vacilar. Y la filosofía les asienta, a su pesar, un golpe fatal a la larga. [p. 193]

Los estoicos tienen razón en teoría. En la práctica, todo juega contra ellos. De la mañana a la noche, no hacemos otra cosa que tomar posición a favor o en contra de cosas sobre las que podemos hacer; la «vida» es eso, es un intento demencial de salir de nuestra impotencia; la «vida» es la carrera a un tiempo querida e inevitable hacia (…acaba de sonar el teléfono y he olvidado lo que quería decir) [p. 194]

16 de junio.
El insomne es por necesidad un teórico del suicidio. [p. 195]

El otoño es mucho más demostrativo que un cementerio. El otoño en un cementerio es casi una redundancia. 
Todo está destina a caer. Ese es incluso el sentido profundo del tiempo. [p. 197]

Nietzsche es sin lugar a dudas el mayor estilista alemán. En un país en el que los filósofos escribían tan mal, debían hacer por reacción un genio del verbo, que no existe en un pueblo enamorado del lenguaje como el francés. Pues en Francia no existe el equivalente de un Nietzsche… en el plano de la expresión, quiero decir de la intensidad de la expresión. [p. 198]

La ironía es la muerte de la metafísica. [p. 198]

Mi vida «intelectual» comenzó con mi fe en mi misión (la época de la schibarea la fata.) A los veintitrés años yo era profeta y después se asentó esa fe y de año en año he asistido al ocaso de mi creencia en una misión que desempeñar, en una influencia que ejercer.
Me tomó mucho (?) que el escéptico que hay en mí sea quien se salga con la suya en última instancia. Con la edad me he vuelto modesto, es decir, cada vez más normal. Ahora bien, un hombre mínimamente equivocado no puede arrogarse ni creer con fervor en sí mismo. Cuando pienso que en 1936 (?) vivía en Munich con tal intensidad, mi fiebre me daba tal confianza en mí mismo que llegué a pensar que una nueva religión iba a surgir en los Balcanes. Una confianza que me aterraba, pues no creía que pudiera soportar semejante tensión por mucho tiempo más (he seguido el trayecto opuesto exactamente al de Nietzsche. Comencé con… Ecce homo. Pues eso es peculmile disperanii: un desafío lanzado al mundo. Ahora todo desafío me parece demasiado infantil y soy demasiado escéptico para lanzarlo). [p. 199-200]

25 de noviembre.
Sólo una cosa cuenta: seguir nuestra naturaleza, hacer lo que estamos destinados a hacer, no ser indignos de nosotros mismos.
Toda mi vida, por miedo a traicionarme, he rechazado todas las oportunidades que me han ofrecido. Por eso mi primera reacción ante el éxito es la de retroceder. [p. 200-201]



sábado, 14 de septiembre de 2013

NOCTURNO EN QUE NADA SE OYE. Xavier Villaurrutia




En medio de un silencio desierto como la calle antes del crimen
sin respirar siquiera para que nada turbe mi muerte
en esta soledad sin paredes
al tiempo que huyeron los ángulos
en la tumba del lecho dejo mi estatua sin sangre
para salir en un momento tan lento
en un interminable descenso
sin brazos que tender
sin dedos para alcanzar la escala que cae de un piano invisible
sin más que una mirada y una voz
que no recuerdan haber salido de ojos y labios
¿qué son labios? ¿qué son miradas que son labios?
Y mi voz ya no es mía
dentro del agua que no moja
dentro del aire de vidrio
dentro del fuego lívido que corta como el grito
Y en el juego angustioso de un espejo frente a otro
cae mi voz
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura
como el hielo de vidrio
como el grito de hielo
aquí en el caracol de la oreja
el latido de un mar en el que no sé nada
en el que no se nada
porque he dejado pies y brazos en la orilla
siento caer fuera de mí la red de mis nervios
mas huye todo como el pez que se da cuenta
hasta ciento en el pulso de mis sienes
muda telegrafía a la que nadie responde
porque el sueño y la muerte nada tienen ya que decirse.

Xavier Villaurrutia

viernes, 13 de septiembre de 2013

PUEDO EXPLICARLO TODO. FRAGMENTOS. Xavier Velasco


«La pena y el cansancio también tienen sus límites. Uno recobra el ánimo o las energías al poco de temerse que no resiste más. Tocar fondo es también una forma de rebotar. Aligerarse. Enterarse que en lo hondo del agujero también soplan de pronto nuevos aires. Según quien la inventó, la guillotina debe de producir en el ajusticiado una súbita sensación de frescura. ¿Quién sabe si la muerte no es un segundo aire?»[15] 

«Si van a despreciarte porque eres lo peor, de una vez que se enteren que no tienes arreglo. Que digan ay, qué cínico, pero nunca qué hipócrita. Me lo busqué, señoras y señores. Soy mi propio gurú en las ciencias ocultas del autoperjuicio.»[15]


«Y tenía una risa escondida que nadie fuera de mí descubrió. O sería quizás que en el único instante que me miró a los ojos alguien dentro de ella se rió conmigo. O con la multitud dentro de mí que aplaudía su entrada en el escenario, presa de un instantáneo fanatismo. Y ella se estaba riendo, podía jurarlo. Como si cada uno de los dos viéramos ya en el otro una ventana inesperada al mar.» [29]


EL LIBRO SALVAJE. Juan Villoro


«Entonces aprendí, por primera vez y para siempre, que ciertos detalles hacen que las historias sean verdaderas».

Juan Villoro, El libro salvaje. (FCE: 23)

ROSTROS PINTADOS Y MELENAS LARGAS. William Golding



El primer ritmo al que se acostumbraron fue el lento tránsito desde el amanecer hasta el brusco ocaso. Aceptaron los placeres de la mañana -el sol brillante, el mar dominador y la dulzura del aire- como las horas agradables para los juegos, durante los cuales la vida estaba tan repleta que no hacían falta esperanzas, y por ello se olvidaban. Al acercarse el mediodía, cuando la inundación de luz caía casi verticalmente, los intensos colores matinales se suavizaban en tonos perlas y opalescentes; y el calor -como si la inminente altura del sol le diese impulso- se convertía en un azote, que trataban de esquivar corriendo a tenderse a la sombra, y hasta durmiendo.
      Extrañas cosas ocurrían al mediodía. El brillante mar se alzaba, se escindía en planos de absoluta imposibilidad; el arrecife de coral y las escasas y raquíticas palmeras que se sostenían en sus relieves más altos, flotaban hacia el cielo, temblaban, se desgarraban, resbalaban como gotas de lluvia sobre un alambre o se multiplicaban como en una fantástica sucesión de espejos. A veces surgía tierra allí donde no la había y estallaba como una burbuja ante la mirada de los muchachos.
      Piggy calificaba todo aquello sabiamente como «espejismos»; y como ninguno de los muchachos podría haberse acercado ni tan siquiera al arrecife, ya que habrían de atravesar el estrecho de agua donde les aguardaban las dentelladas de los tiburones, se acostumbraron a aquellos misterios y los ignoraban, como tampoco hacían caso de las milagrosas, de las vibrantes estrellas.
      Al mediodía los espejismos se fundían con el cielo y desde allí, el sol, como un ojo iracundo, lanzaba sus miradas. Después, al acercarse la tarde, las fantasías se debilitaban y con el descenso del sol el horizonte se volvía llano, azul y recortado. Eran nuevas horas de relativo frescor, aunque siempre amenazadas por la llegada de la noche. Cuando el sol se hundía, la oscuridad caía sobre la isla como un exterminador y los refugios se llenaban en seguida de inquietud, bajo las lejanas estrellas.
      Sin embargo, la tradición de la Europa del Norte: trabajo, recreo y comida a lo largo del día, les impedía adaptarse por completo a este nuevo ritmo. El pequeño Percival, al poco tiempo de la llegada, se había, arrastrado hasta uno de los refugios, donde permaneció dos días, hablando, cantando y llorando, con lo que todos creyeron que se había trastornado, cosa que les pareció en cierto modo divertida. Desde entonces se le veía enfermizo, ojeroso y triste: un pequeño que jugaba poco y lloraba a menudo.
      A los más jóvenes se les conocía ahora por el nombre genérico de «los peques». La disminución en tamaño, desde Ralph hacia abajo, era gradual; y aunque había una región dudosa habitada por Simon, Robert y Maurice, nadie, sin embargo, encontraba la menor dificultad para distinguir a los grandes en un extremo y a los peques en el otro. Los indudablemente «peques» -los que tenían alrededor de los seis años- vivían su propia vida, muy diferente, pero también muy activa. Se pasaban la mayor parte del día comiendo, cogiendo la fruta de los lugares que estaban a su alcance, sin demasiados escrúpulos en cuanto a madurez y calidad. Se habían acostumbrado ya a los dolores de estómago y a una especie de diarrea crónica. Sufrían terrores indecibles en la oscuridad y se acurrucaban los unos contra los otros en busca de alivio. Además de comer y dormir, encontraban tiempo para sus juegos, absurdos y triviales, sobre la blanca arena junto al agua brillante. Lloraban por sus madres mucho menos de lo que podía haberse esperado; estaban muy morenos y asquerosamente sucios. Obedecían a las llamadas de la caracola, en parte porque era Ralph quien llamaba y tenía los años suficientes para enlazar con el mundo adulto de la autoridad, y en parte porque les divertía el espectáculo de las asambleas. Pero aparte de esto, rara vez se ocupaban de los mayores, y su apasionada vida emocional y gregaria era algo que sólo a ellos pertenecía.
      Habían construido castillos en la arena, junto a la barra del riachuelo. Estos castillos tenían como un pie de altura y estaban adornados con conchas, flores marchitas y piedras curiosas. Alrededor de los castillos crearon un complejo sistema de señales, caminos, tapias y líneas ferroviarias que sólo tenían sentido si se las observaba con la vista a ras del suelo. Allí jugaban los peques, si no completamente felices, al menos con absorta atención; y a menudo grupos de hasta tres se unían en un mismo juego.
      En este momento tres de ellos jugaban en aquel lugar. Henry era el mayor. Y era también pariente lejano de aquel otro chico de la mancha en el rostro a quien nadie había vuelto a ver desde la tarde del gran incendio; pero no tenía los años suficientes para comprender bien lo sucedido, y si alguien le hubiese dicho que el otro niño se había vuelto a su casa en avión lo habría aceptado sin queja o duda.
En cierto modo Henry hacía de jefe esa tarde, pues los otros dos, Percival y Johnny, eran los más pequeños de la isla. Percival, de pelo parduzco, nunca había sido muy guapo, ni siquiera para su propia madre. Johnny, un niño rubio, bien formado, era de una belicosidad innata. Ahora se comportaba dócilmente porque estaba interesado en el juego; y los tres niños, arrodillados en la arena, se encontraban en completa paz.
      Roger y Maurice salieron del bosque. Su turno ante la hoguera había terminado y bajaban ahora a nadar. Roger, que iba delante, pasó a través de los castillos; los derrumbó a patadas, enterró las flores y esparció las piedras escogidas con tanto cuidado. Le siguió Maurice, riendo y aumentando la devastación. Los tres peques abandonaron su juego y alzaron los ojos. Pero ocurrió que las señales que les tenían ocupados en ese momento no habían sufrido daño, de modo que no protestaron. Percival fue el único que empezó a sollozar, por la arena que se le había metido en los ojos, y Maurice optó por alejarse rápidamente. En su otra vida, Maurice habría sido castigado por llenar de arena unos ojos más jóvenes que los suyos. Ahora, aunque no se encontraba presente ningún padre que dejase caer sobre él una mano airada, sintió de todos modos la desazón del delito. Empezaron a conformarse en los repliegues de su mente los esbozos inseguros de una excusa. Murmuró algo acerca de un baño y se alejó a rápidos saltos.
      Roger se quedó atrás observando a los pequeños. No parecía más bronceado por el sol que el día en que cayeron en la isla, pero las greñas de pelo negro, que le cubrían la nuca y le ocultaban la frente, parecían complementar su cara triste y transformaban en algo temible lo que antes había parecido una insociable altanería. Percival dejó de sollozar y volvió a sus juegos, pues las lágrimas le habían librado de la arena. Johnny le miró con ojos de un azul porcelana; luego comenzó a arrojar al aire una lluvia de arena y pronto empezó de nuevo el lloriqueo de Percival.
      Cuando Henry se cansó de jugar y comenzó a vagar por la playa, Roger le siguió, caminando tranquilamente bajo las palmeras en la misma dirección. Henry marchaba a cierta distancia de las palmeras y la sombra porque aún era demasiado joven para protegerse del sol. Bajó hasta la playa y se entretuvo jugando al borde del agua.
      La gran marea del Pacífico se disponía ya a subir y a cada pocos segundos las aguas de la laguna, relativamente tranquilas, se alzaban y avanzaban un par de centímetros. Ciertas criaturas habitaban en aquella última proyección del mar, seres diminutos y transparentes que subían con el agua a husmear en la cálida y seca arena. Con impalpables órganos sensorios examinaban este nuevo territorio. Quizás hallasen ahora alimentos que no habían encontrado en su última incursión; excrementos de pájaros, incluso insectos o cualquier detrito de la vida terrestre. Extendidos como una miríada de diminutos dientes de sierra llegaban los seres transparentes a la playa en busca de desperdicios. Aquello fascinaba a Henry. Urgó con un palito, también vagabundo y desgastado y blanqueado por las olas, tratando de dominar con él los movimientos de aquellos carroñeros. Hizo unos surcos, que la marea cubrió, e intentó llenarlos con esos seres. Encontró tanto placer en verse capaz de ejercer dominio sobre unos seres vivos, que su curiosidad se convirtió en algo más fuerte que la mera alegría. Les hablaba, dándoles ánimos y órdenes. Impulsados hacia atrás por la marea, caían atrapados en las huellas que los pies de Henry dejaban sobre la arena. Todo eso le proporcionaba la ilusión de poder. Se sentó en cuclillas al borde del agua, con el pelo caído sobre la frente y formándole pantalla ante los ojos, mientras el sol de la tarde vaciaba sobre la playa sus flechas invisibles.
También Roger esperaba. Al principio se había escondido detrás de un grueso tronco de palmera; pero era tan evidente que Henry estaba absorto con aquellos pequeños seres que decidió por fin hacerse completamente visible. Recorrió con la mirada toda la extensión de la playa. Percival se había alejado llorando y Johnny quedaba como dueño triunfante de los castillos. Allí sentado, canturreaba para sí y arrojaba arena a un Percival imaginario. Más allá, Roger veía la plataforma y los destellos del agua salpicada cuando Ralph, Simon, Piggy y Maurice se arrojaban a la poza. Escuchó atentamente pero apenas podía oírles.
      Una brisa repentina sacudió la orla de palmeras y meció y agitó sus frondas. Desde casi veinte metros de altura sobre Roger, un racimo de cocos -bultos fibrosos tan grandes como balones de rugby- se desprendió de su tallo. Cayeron todos cerca de él, con una serie de golpes duros y secos, pero no llegaron a tocarle. No se le ocurrió pensar en el peligro corrido, se quedó mirando, alternativamente, a los cocos y a Henry, a Henry y a los cocos.
      El subsuelo bajo las palmeras era una playa elevada, y varias generaciones de palmeras habían ido desalojando de su sitio las piedras que en otro tiempo yacieron en arenas de otras orillas. Roger se inclinó, cogió una piedra, apuntó y la tiró a Henry, con decidida intención de errar. La piedra, recuerdo de un tiempo inverosímil, botó a unos cuatro metros a la derecha de Henry y cayó en el agua. Roger reunió un puñado de piedras y empezó a arrojarlas. Pero respetó un espacio, alrededor de Henry, de unos cinco metros de diámetro. Dentro de aquel círculo, de manera invisible pero con firme fuerza, regía el tabú de su antigua existencia. Alrededor del niño en cuclillas aleteaba la protección de los padres y el colegio, de la policía y la ley. El brazo de Roger estaba condicionado por una civilización que no sabía nada de él y estaba en ruinas.
      Sorprendió a Henry el sonido de las piedras al estrellarse en el agua. Abandonó los silenciosos seres transparentes y, como un perdiguero que muestra la caza, dirigió toda su atención hacia el centro de los círculos, que se iban extendiendo. Caían las piedras por un lado y otro y Henry se volvía dócilmente, pero siempre demasiado tarde para divisarlas en el aire, Por fin logró ver una y se echó a reír, buscando con la mirada al amigo que le gastaba bromas. Pero Roger se había ocultado tras el tronco de palmera, y contra él se reclinaba, con la respiración entrecortada y los ojos pestañeantes. Henry perdió el interés por las piedras y se alejó.
      Roger.
      Jack se encontraba bajo un árbol a unos diez metros de allí. Cuando Roger abrió los ojos y le vio, una sombra más oscura se extendió bajo su ya morena piel; pero Jack no notó nada. Le llamaba por señas, tan inquieto e impaciente que Roger tuvo que acudir a su lado.
      Había una poza al extremo del río, un pequeño lago retenido por la arena y lleno de blancos nenúfares y juncos afilados. Allí aguardaban Sam y Erik y también Bill. Oculto del sol, Jack se arrodilló junto a la poza y desplegó las dos grandes hojas que llevaba en las manos. Una de ellas contenía arcilla blanca y la otra arcilla roja. Junto a ellas había un trozo de carbón vegetal extraído de la hoguera.
      Mientras actuaba, Jack explicó a Roger:
     No es que me huelan; creo que lo que pasa es que me ven. Ven un bulto rosa bajo los árboles.
     Se embadurnó de arcilla.
     —¡Si tuviese un poco de verde!
      Volvió hacia Roger el rostro medio pintado y quiso responder a la confusión que notó en su mirada:
     —Es para cazar. Igual que se hace en la guerra. Ya sabes... camuflaje. Es como tratar de parecerte a otra cosa...
      Contorsionó el cuerpo en su necesidad de expresarse:
     —...como las polillas en el tronco de un árbol.
    Roger comprendió y asintió con seriedad. Los mellizos se acercaron a Jack y empezaron a protestar tímidamente por alguna razón. Jack les apartó con la mano.
     —A callar.
     Se frotó con la barra de carbón entre las manchas rojas y blancas de su cara.
     —No. Vosotros dos vais a venir conmigo.
     Contempló el reflejo de su rostro y no pareció quedar muy contento. Se agachó, tomó con ambas manos agua tibia y se restregó la cara. Reaparecieron sus pecas y las cejas rubias.
Roger sonrió sin querer.
     —Vaya una pinta que tienes.
    Jack estudió detalladamente un nuevo rostro. Coloreó de blanco una mejilla y la cuenca de un ojo; después frotó de rojo la otra mitad de la cara y con el carbón trazó una raya desde la oreja derecha hasta la mandíbula izquierda. Buscó su imagen en la laguna, pero enturbiaba el espejo con la respiración.
     —Samyeric. Traedme un coco, uno vacío.
     Se arrodilló sosteniendo el cuenco de agua. Un círculo de sol cayó sobre su rostro y en el fondo del agua apareció un resplandor. Miró con asombro, no a su propia cara, sino a la de un temible extraño. Derramó el agua y de un salto se puso en pie riendo con excitación. Junto a la laguna, su espigado cuerpo sostenía una máscara que atrajo hacia sí las miradas de los otros y les atemorizó. Empezó a danzar y su risa se convirtió en gruñidos sedientos de sangre. Brincó hacia Bill, y la máscara apareció como algo con vida propia tras la cual se escondía Jack, liberado de vergüenza y responsabilidad. Aquel rostro rojo, blanco y negro saltó en el aire y bailó hacia Bill, el cual se enderezó de un salto, riendo, pero de repente enmudeció y se alejó tropezando entre los matorrales. Jack se precipitó hacia los mellizos.
     —Los otros se están poniendo ya en fila. ¡Vamos!
     —Pero...
     —...nosotros...
     —¡Vámonos! Yo me acercaré a gatas y le apuñalaré...
     La máscara les forzaba a obedecer.

Ralph salió de la poza y, brincando, cruzó la playa y fue a sentarse bajo la sombra de las palmeras. Tenía el pelo pegado sobre las cejas y se lo echó hacia atrás. Simón flotaba en el agua, que agitaba con sus pies, y Maurice se ensayaba en bucear. Piggy vagaba de un lado a otro, recogiendo cosas sin ningún propósito para deshacerse luego de ellas. Los breves estanques que se formaban entre las rocas le fascinaban, pero habían sido ya cubiertos por la marea y no tenía nada en que interesarse hasta que la marea bajase de nuevo. Al cabo de un rato, viendo a Ralph bajo las palmeras, fue a sentarse junto a él.
      Piggy vestía los restos de unos pantalones cortos; su cuerpo regordete estaba tostado por el sol y sus gafas seguían lanzado destellos cada vez que miraba algo. Era el único muchacho en la isla cuyo pelo no parecía crecer jamás. Todos los demás tenían la cabeza poblada de greñas, pero el pelo de Piggy se repartía en finos mechones sobre su cabeza como si la calvicie fuese su estado natural y aquella cubierta rala estuviese a punto de desaparecer igual que el vello de las astas de un cervatillo.
      —He estado pensado -dijo- en un reloj. Podíamos hacer un reloj de sol. Se podía hacer con un palo en la arena, y luego...
      El esfuerzo para expresar el proceso matemático correspondiente resultó demasiado duro. Se limitó a dar unos pasos.
      —Y un avión y un televisor -dijo Ralph con amargura- y una máquina de vapor.
      Piggy negó con la cabeza.
      —Para eso se necesita mucho metal -dijo-, y no tenemos nada de metal. Pero sí que tenemos un palo.
     Ralph se volvió y tuvo que sonreír. Piggy era un pelma; su gordura, su asma y sus ideas prácticas resultaban aburridísimas. Pero siempre producía cierto placer tomarle el pelo, aunque se hiciese sin querer.
      Piggy advirtió la sonrisa y, equivocadamente, la tomó como señal de simpatía. Se había extendido entre los mayores de manera tácita la idea de que Piggy no era uno de los suyos, no sólo por su forma de hablar, que en realidad no importaba, sino por su gordura, el asma y las gafas y una cierta aversión hacia el trabajo manual. Ahora, al ver que Ralph sonreía por algo que él había dicho, se alegró y trató de sacar ventaja.
      —Tenemos muchos palos. Podríamos tener cada uno nuestro reloj de sol. Así sabríamos la hora que es.
      —Pues sí que nos ayudaría eso mucho.
      —Tú mismo dijiste que debíamos hacer cosas. Para que vengan a rescatarnos.
      —Anda, cierra la boca.
      De un salto, Ralph se puso en pie y corrió hacia la poza, en el preciso momento en que Maurice se tiraba torpemente al agua. Se alegró al encontrar la ocasión de cambiar de tema. Cuando Maurice salió a la superficie, gritó:
      —¡Has caído de barriga! ¡Has caído de barriga!
      Maurice sonrió con la mirada a Ralph, que se deslizó en el agua con destreza. De todos los muchachos, era él quien se sentía más a sus anchas allá dentro; pero aquel día, molesto por la mención del rescate, la inútil y estúpida mención del rescate, ni siquiera las verdes profundidades del agua ni el dorado sol, roto en ella en pedazos, podían ofrecerle bálsamo alguno. En vez de quedarse allí a jugar, nadó con seguras brazadas por debajo de Simón y salió a gatas por el otro lado de la poza para tumbarse allí, brillante y húmedo como una foca. Piggy, siempre inoportuno, se levantó y fue a su lado, por lo que Ralph dio media vuelta y fingió, boca abajo, no verle. Los espejismos habían desaparecido y con tristeza su mirada recorrió la línea azul y tensa del horizonte.
      Se levantó de un salto repentino y gritó:
      —¡Humo!  ¡Humo!
     Simón, aún dentro de la poza, intentó incorporarse y se tragó una bocanada de agua. Maurice, que estaba a punto de lanzarse al agua, retrocedió y salió corriendo hacia la plataforma, pero finalmente dio la vuelta y se dirigió hacia la hierba bajo las palmeras. Allí trató de ponerse los andrajosos pantalones, a fin de estar listo para cualquier eventualidad.
      Ralph, en pie, se sujetaba el pelo con una mano mientras mantenía la otra firmemente cerrada. Simón se disponía a salir del agua. Piggy se limpiaba las gafas con los pantalones y entornaba los ojos dirigiendo la mirada al mar. Maurice había metido ambas piernas en una misma pernera. Ralph era el único de los muchachos que no se movía.
      —No veo ningún humo -dijo Piggy con incredulidad-. No veo ningún humo, Ralph, ¿dónde está?
      Ralph no dijo nada. Mantenía ahora sus dos puños sobre la frente para apartar de los ojos el pelo. Se inclinaba hacia delante; ya la sal comenzaba a blanquear su cuerpo.
      —Ralph... ¿dónde está el barco?
      Simón permanecía cerca, mirando alternativamente a Ralph y al horizonte. Los pantalones de Maurice se abrieron con un quejido y cayeron hechos pedazos; los abandonó allí, corrió hacia el bosque, pero retrocedió.
      El humo era un diminuto nudo en el horizonte, que iba deshaciéndose poco a poco. Debajo del humo se veía un punto que podría ser una chimenea. Ralph palideció mientras se decía a sí mismo:
      —Van a ver nuestro humo.
      Piggy por fin acertó con la dirección exacta.
      —No parece gran cosa.
    Dio la vuelta y alzó los ojos hacia la montaña. Ralph siguió contemplando el barco como si quisiera devorarlo con la mirada. El color volvía a su rostro. Simón, silencioso, seguía a su lado.
       —Ya sé que no veo muy bien -dijo Piggy-, pero ¿nos queda algo de humo?
      Ralph se movió impaciente, sus ojos clavados aún en el barco.
      —El humo de la montaña.
      Maurice llegó corriendo y miró al mar. Simon y Piggy miraban, ambos, hacia la montaña. Piggy fruncía el rostro para concentrar la mirada, pero Simón lanzó un grito como si algo le hubiese herido.
-      Ralph! ¡Ralph!
      El tono de la llamada hizo girar a Ralph en la arena.
       —Dímelo tú -dijo Piggy lleno de ansiedad-: ¿Tenemos alguna señal?
     Ralph volvió a mirar el humo que iba dispersándose en el horizonte y luego hacia la montaña.
      —¡Ralph..., por favor! ¿Tenemos alguna señal?
      Simón alargó el brazo tímidamente para alcanzar a Ralph; pero Ralph echó a correr, salpicando el agua del extremo menos hondo de la poza, a través de la blanca y cálida arena y bajo las palmeras. Pronto se encontró forcejando con la maleza que comenzaba ya a cubrir la desgarradura del terreno. Simón corrió tras él; después Maurice. Piggy gritaba:
      —¡Ralph!  ¡Por favor..., Ralph!
     Empezó a correr también, tropezando con los pantalones abandonados de Maurice antes de lograr cruzar la terraza. Detrás de los cuatro muchachos el humo se movía suavemente a lo largo del horizonte; en la playa, Henry y Johnny arrojaban arena a Percival, que volvía a lloriquear, ignorantes los tres por completo de la excitación desencadenada.
      Cuando Ralph alcanzó el extremo más alejado del desgarrón ya había gastado en insultos buena parte del necesario aliento. Desesperado, violentaba de tal manera contra las ásperas trepadoras su cuerpo desnudo, que la sangre empezó a resbalar por él. Se detuvo al llegar a la empinada cuesta de la montaña. Maurice se hallaba tan sólo a unos cuantos metros detrás.
      —¡Las gafas de Piggy! -gritó Ralph-. Si el fuego se ha apagado las vamos a necesitar...
     Dejó de gritar y se movió indeciso. Piggy subía trabajosamente por la playa y apenas podía vérsele. Ralph contempló el horizonte, luego la montaña. ¿Sería mejor ir por las gafas de Piggy o se habría ya ido el barco para entonces? Y si seguía escalando, ¿qué pasaría si no había ningún fuego encendido y tenía que quedarse viendo cómo se arrastraba Piggy hacia arriba mientras se hundía el barco en el horizonte? Inseguro en la cumbre de la urgencia, en la agonía de la indecisión, Ralph gritó:
     —¡Oh Dios, oh Dios!
      Simón, que luchaba con los matorrales, se detuvo para recobrar el aliento. Tenía el rostro alterado. Ralph siguió como pudo, desgarrándose la piel mientras el rizo de humo seguía su camino.
      El fuego estaba apagado. Lo vieron en seguida; vieron lo que en realidad habían sabido allá en la playa cuando el humo del hogar familiar les había llamado desde el mar. El fuego estaba completamente apagado, sin humo, muerto. Los vigilantes se habían ido. Un montón de leña se hallaba listo para su empleo.
      Ralph se volvió hacia el mar. De un lado a otro se extendía el horizonte, indiferente de nuevo, sin otra cosa que una ligerísima huella de humo. Ralph corrió a tropezones por las rocas hasta llegar al borde mismo del acantilado rosa y gritó al barco:
     —¡Vuelve! ¡Vuelve!
      Corrió de un lado a otro, vuelto siempre el rostro hacia el mar, y alzó la voz enloquecida:
     —¡Vuelve! ¡Vuelve!
     Llegaron Simon y Maurice. Ralph les miró sin pestañear. Simón se volvió para secarse las lágrimas. Ralph buscó dentro de sí la palabra más fea que conocía.
     —Han dejado apagar ese maldito fuego.
       Miró hacia abajo, por el lado hostil de la montaña. Piggy llegaba jadeando y lloriqueando como uno de los pequeños. Ralph cerró los puños y enrojeció. No necesitaba señalar, ya lo hacían por él la intensidad de su mirada y la amargura de su voz.
     —Ahí están.
     A lo lejos, abajo, entre las piedras y los guijarros rosados junto a la orilla, aparecía una procesión. Algunos de los muchachos llevaban gorras negras, pero iban casi desnudos. Cuando llegaban a un punto menos escabroso todos alzaban los palos a la vez. Cantaban algo referente al bulto que los inseguros mellizos llevaban con tanto cuidado.
     Ralph distinguió fácilmente a Jack, incluso a aquella distancia: alto, pelirrojo y, como siempre, a la cabeza de la procesión.
     La mirada de Simón iba ahora de Ralph a Jack, como antes pasara de Ralph al horizonte, y lo que vio pareció atemorizarle. Ralph no volvió a decir nada; aguardaba mientras la procesión se iba acercando. Oían la cantinela, pero desde aquella distancia no llegaban las palabras. Los mellizos caminaban detrás de Jack, cargando sobre sus hombros una gran estaca. El cuerpo destripado de un cerdo se balanceaba pesadamente en la estaca mientras los mellizos caminaban con gran esfuerzo por el escabroso terreno. La cabeza del cerdo colgaba del hendido cuello y parecía buscar algo en la tierra. Las palabras del canto flotaron por fin hasta ellos, a través de la cárcava cubierta de maderas ennegrecidas y cenizas.
     —Mata al jabalí. Córtale el cuello. Derrama su sangre.
      Pero cuando las palabras se hicieron perceptibles la procesión había llegado ya a la parte más empinada de la montaña y muy poco después se desvaneció la cantinela. Piggy lloriqueaba y Simón se apresuró a mandarle callar, como si hubiese alzado la voz en una iglesia.
    Jack, con el rostro embadurnado de diversos colores, fue el primero en alcanzar la cima y saludó, excitado, a Ralph con la lanza alzada al aire.
     —¡Mira! Hemos matado un jabalí... le sorprendimos... formamos un círculo...
      Los cazadores interrumpieron a voces:
     —Formamos un círculo...
     —Nos arrastramos...
     —El jabalí empezó a chillar...
      Los mellizos permanecieron quietos, sosteniendo al cerdo que se balanceaba entre ambos y goteaba negros grumos sobre la roca. Parecían compartir una misma sonrisa amplia y extasiada. Jack tenía demasiadas cosas que contarle a Ralph, y todas a la vez. Pero, en lugar de hacerlo, dio un par de saltos de alegría, hasta acordarse de su dignidad; se paró con una alegre sonrisa. Al fijarse en la sangre que cubría sus manos hizo un gesto de desagrado y buscó algo para limpiarlas. Las frotó en sus pantalones y rió.
     —Habéis dejado que se apague el fuego -dijo Ralph.
    Jack se quedó cortado, irritado ligeramente por aquella tontería, pero demasiado contento para preocuparse mucho.
   Ya lo encenderemos luego. Oye, Ralph, debías haber venido con nosotros. Pasamos un rato estupendo. Tumbó a los mellizos...
     —Le dimos al jabalí...
     —...Yo caí encima...
     —Yo le corté el cuello -dijo Jack, con orgullo, pero todavía estremeciéndose al decirlo.
     —Ralph, ¿me prestas el tuyo para hacer una muesca en el puño?
      Los muchachos charlaban y danzaban. Los mellizos seguían sonriendo.
     —Había sangre por todas partes -dijo Jack riendo estremecido-. Deberías haberlo visto.
     —Iremos de caza todos los días...
      Volvió a hablar Ralph, con voz enronquecida. No se había movido.
     —Habéis dejado que se apague el fuego.
      La insistencia incomodó a Jack. Miró a los mellizos y luego de nuevo a Ralph.
     —Les necesitábamos para la caza -dijo-, no hubiéramos sido bastantes para formar el círculo.
      Se turbó al reconocer su falta.
     —El fuego sólo ha estado apagado una hora o dos. Podemos encenderlo otra vez...
      Advirtió la erosionada desnudez de Ralph y el sombrío silencio de los cuatro. Su alegría le hacía sentir un generoso deseo de hacerles compartir lo que había sucedido. Su mente estaba llena de recuerdos: los recuerdos de la revelación al acorralar a aquel jabalí combativo; la revelación de haber vencido a un ser vivo, de haberle impuesto su voluntad, de haberle arrancado la vida, con la satisfacción de quien sacia una larga sed.
      Abrió los brazos:
     —¡Tenías que haber visto la sangre!
      Los cazadores estaban ahora más silenciosos, pero al oír .aquello hubo un nuevo susurro. Ralph se echó el pelo hacia atrás. Señaló el vacío horizonte con un brazo. Habló con voz alta y violenta, y su impacto obligó al silencio.
     —Ha pasado un barco.
      Jack, enfrentado de repente con tantas terribles implicaciones, trató de esquivarlas. Puso una mano sobre el cerdo y sacó su cuchillo. Ralph bajó el brazo, cerrado el puño, y le tembló la voz:
    —Vimos un barco allá afuera. ¡Dijiste que te ocuparías de tener la hoguera encendida y has dejado que se apague!
      Dio un paso hacia Jack, que se volvió y se enfrentó con él.
     —Podrían habernos visto. Nos podríamos haber ido a casa...
      Aquello era demasiado amargo para Piggy, que ante el dolor de lo perdido, olvidó su timidez. Empezó a gritar con voz aguda:
     —¡Tú y tu sangre, Jack Merridew! ¡Tú y tu caza! Nos podríamos haber ido a casa...
      Ralph apartó a Piggy de un empujón.
    —Yo era el jefe, y vosotros ibais a hacer lo que yo dijese. Tú, mucho hablar; pero ni siquiera sois capaces de construir unas cabañas... luego os vais por ahí a cazar y dejáis que se apague el fuego...
      Se dio la vuelta, silencioso unos instantes. Después volvió a oírse su voz emocionada:
     —Vimos un barco...
     Uno de los cazadores más jóvenes comenzó a sollozar. La triste realidad comenzaba a invadirles a todos. Jack se puso rojo mientras hundía en el jabalí el cuchillo.
     —Era demasiado trabajo. Necesitábamos a todos. Ralph se adelantó.
     —Te podías haber llevado a todos cuando acabásemos los refugios. Pero tú tenías que cazar...
     —Necesitábamos carne.
      Jack se irguió al decir aquello, con su cuchillo ensangrentado en la mano. Los dos muchachos se miraron cara a cara. Allí estaba el mundo deslumbrante de la caza, la táctica, la destreza y la alegría salvaje; y allí estaba también el mundo de las añoranzas y el sentido común desconcertado. Jack se pasó el cuchillo a la mano izquierda y se manchó de sangre la frente al apartarse el pelo pegajoso.
      Piggy empezó de nuevo:
     —¿Por qué has dejao que se apague el fuego? Dijiste que te ibas a ocupar del humo...
      Esas palabras de Piggy y los sollozos solidarios de algunos de los cazadores arrastraron a Jack a la violencia. Aquella mirada suya que parecía dispararse volvió a sus ojos azules. Dio un paso, y al verse por fin capaz de golpear a alguien, lanzó un puñetazo al estómago de Piggy. Cayó éste sentado, con un quejido. Jack permanecía erguido ante él y, con voz llena de rencor por la humillación, dijo:
     —¿Conque sí, eh, gordo?
      Ralph dio un paso hacia delante y Jack golpeó a Piggy en la cabeza.
      Las gafas de Piggy volaron por el aire y tintinearon en las rocas. Piggy gritó aterrorizado:
     —¡Mis gafas! 
    Buscó a gatas y a tientas por las rocas; Simón, que se había adelantado, las encontró. Las pasiones giraban con espantosas alas en torno a Simón, sobre la cima de la montaña.
     —Se ha roto uno de los lados.
      Piggy le arrebató las gafas y se las puso. Miró a Jack con aversión.
     —No puedo estar sin las gafas estas. Ahora sólo tengo un ojo. Tú vas a ver...
      Jack iba a lanzarse contra Piggy, pero éste se escabulló hasta esconderse detrás de una gran roca. Sacó la cabeza por encima y miró enfurecido a Jack a través de su único cristal, centelleante.
     —Ahora sólo tengo un ojo. Tú vas a ver... Jack imitó sus quejidos y su huida a gatas.
     —¡Tú vas a ver...!,  ¡Ahhh...!
     Piggy y aquella parodia resultaban tan cómicos que los cazadores se echaron a reír. Jack se sintió alentado. Siguió a gatas hacia él, dando tumbos, y la risa creció hasta convertirse en un vendaval de histeria. Ralph sintió que se le contraían los labios a pesar suyo. Se irritó contra sí mismo por ceder de aquel modo y murmuró:
     —Fue una jugada sucia.
      Jack abandonó sus escarceos y puesto en pie se enfrentó con Ralph. Sus palabras salieron con un grito:
     —¡Bueno, bueno!
      Miró a Piggy, a los cazadores, a Ralph.
     —Lo siento. Lo de la hoguera, quiero decir. Ya está. Quiero...
      Se irguió:
     —... Quiero disculparme.
     El susurro que salió de las bocas de los cazadores estaba lleno de admiración por aquel noble gesto. Evidentemente, ellos pensaban que Jack había hecho lo que era debido, había logrado enmendar su falta con una disculpa generosa y, a la vez, confusamente, pensaban que había puesto a Ralph ahora en evidencia. Esperaban oír una respuesta noble, tal como correspondía.
      Pero los labios de Ralph se negaban a pronunciarla. Le indignaba que Jack añadiese aquel truco verbal a su mal comportamiento. La hoguera estaba apagada; el barco se había ido. ¿Es que no se daban cuenta? Fue cólera y no nobleza lo que salió de su garganta.
     —Esa fue una jugada sucia.
      Permanecieron todos callados en la cima de la montaña; por los ojos de Jack pasó de nuevo aquella violenta ráfaga.
      La palabra final de Ralph fue un murmullo sin elegancia :
     —Bueno, encended la hoguera.
    Disminuyó la tirantez al hallarse frente a una actividad positiva. Ralph no dijo más; no se movió, observaba la ceniza a sus pies. Jack se mostraba activo y excitado. Daba órdenes, cantaba, silbaba, lanzaba comentarios al silencioso Ralph; comentarios que no requerían contestación alguna y no podían, por tanto, provocar un desaire; pero Ralph seguía en silencio. Nadie, ni siquiera Jack, se atrevió a pedirle que se apartase a un lado y acabaron por hacer la hoguera a dos metros del antiguo emplazamiento, en un lugar menos apropiado. Confirmaba así Ralph su caudillaje, y no podría haber elegido modo más eficaz si se lo hubiese propuesto. Jack se encontraba impotente ante aquel arma tan indefinible, pero tan eficaz, y sin saber por qué se encolerizó. Cuando la pila quedó formada, ambos se hallaban ya separados por una alta barrera.
     Preparada la leña surgió una nueva crisis. Jack no tenía con qué encenderla, y entonces, para su sorpresa, Ralph se acercó a Piggy y le quitó las gafas. Ni el mismo Ralph supo cómo se había roto el lazo que le había unido a Jack y cómo había ido a prenderse en otro lugar.
     —Ahora te las traigo.
     —Voy contigo.
      Piggy, aislado en un mar de colores sin sentido, se colocó detrás de Ralph, mientras éste se arrodillaba para enfocar el brillante punto. En cuanto se encendió la hoguera, Piggy alargó sus manos y asió las gafas.
      Ante aquellas flores violetas, rojas y amarillas, tan maravillosamente atractivas, se derritió todo resto de aspereza. Se transformaron en un círculo de muchachos alrededor de la fogata en un campamento, y hasta Piggy y Ralph sintieron su atractivo. Pronto salieron algunos muchachos cuesta abajo en busca de más leña, mientras Jack se encargaba de descuartizar el cerdo. Intentaron sostener la res entera sobre el fuego, colgada de una estaca, pero esta ardió antes de que el cerdo se asara. Acabaron por cortar trozos de carne y mantenerlos sobre las llamas atravesados con palos, y aun así los muchachos se asaban casi tanto como la carne.
      A Ralph se le hacía la boca agua. Tenía toda la intención de rehusar la carne, pero su pobre régimen de fruta y nueces, con algún que otro cangrejo o pescado, le instaba a no oponer ninguna resistencia.
      Aceptó un trozo medio crudo de carne y lo devoró como un lobo.
      Piggy, no menos deseoso que Ralph, exclamó:
     —¿Es que a mí no me vais a dar?
      Jack había pensado dejarle en la duda, como una muestra de su autoridad, pero Piggy, al anunciarle la omisión, hacía necesaria una crueldad mayor.
     —Tú no cazaste.
     —Ni tampoco Ralph -dijo Piggy quejoso-, ni Simón.
     Luego, añadió:
     —No hay ni media pizca de carne en un cangrejo.
Ralph se movió disgustado. Simón, sentado entre los mellizos y Piggy, se limpió la boca y deslizó su trozo de carne sobre las rocas, junto a Piggy, que se abalanzó sobre él. Los mellizos se rieron y Simón agachó la cabeza sonrojado.
      Jack se puso entonces en pie de un salto, cortó otro gran trozo de carne y lo arrojó a los pies de Simón.
     —¡Come!  ¡Maldito seas!
      Miró furibundo a  Simón.
     —¡Cógelo!
      Giró sobre sus talones; era el centro de un círculo de asombrados muchachos.
     —¡He traído carne para todos!
     Un sinfín de inexpresables frustraciones se unieron para dar a su furia una fuerza elemental y avasalladora.
     —Me pinté la cara..., me acerqué hasta ellos. Ahora coméis... todos... y yo...
   Lentamente, el silencio en la montaña se fue haciendo tan profundo que los chasquidos de la leña y el suave chisporroteo de la carne al fuego se oían con claridad. Jack miró en torno suyo en busca de comprensión, pero tan sólo encontró respeto. Ralph, con las manos repletas de carne, permanecía de pie sobre las cenizas de la antigua hoguera, silencioso.
      Por fin, Maurice rompió el silencio. Pasó al único tema capaz de reunir de nuevo a la mayoría de los muchachos.
     —¿Dónde encontrasteis el jabalí?
       Roger señaló hacia el lado hostil.
     —Estaban allí..., junto al mar.
      Jack, que había recobrado la tranquilidad, no podía soportar que alguien relatase su propia hazaña. Le interrumpió rápido:
    —Nos fuimos cada uno por un lado. Yo me acerqué a gatas. Ninguna de las lanzas se le quedaba clavada porque no llevaban puntas. Se escapó con un ruido espantoso ...
    —Luego se volvió y se metió en el círculo; estaba sangrando...
      Todos hablaban a la vez, con alivio y animación.
     —Le acorralamos...
      El primer golpe le había paralizado sus cuartos traseros y por eso les resultó fácil a los muchachos cerrar el círculo, acercarse y golpearle una y otra vez...
     —Yo le atravesé la garganta...
      Los mellizos, que aún compartían su idéntica sonrisa, saltaron y comenzaron a correr en redondo uno tras el otro. Los demás se unieron a ellos, imitando los quejidos del cerdo moribundo y gritando:
     —¡Dale uno en el cogote!
     —¡Un buen estacazo!
     Después Maurice, imitando al cerdo, corrió gruñendo hasta el centro; los cazadores, aún en círculo, fingieron golpearle. Cantaban a la vez que bailaban.
     ¡Mata al jabalí! ¡Córtale el cuello! ¡Pártele el cráneo!
      Ralph les contemplaba con envidia y resentimiento. No dijo nada hasta que decayó la animación y se apagó el canto.
     —Voy a convocar una asamblea.
      Uno a uno fueron calmándose todos y se quedaron mirándole.
   —Con la caracola. Voy a convocar una reunión, aunque tenga que durar hasta la noche. Abajo, en la plataforma. En cuanto la haga sonar. Ahora mismo.
      Dio la vuelta y se alejó montaña abajo.

GOLDING, William., El Señor de las Moscas, Alianza Editorial, 2003, México.,  Pp., 71-94