Acompáñese con vino.

Acompáñese con vino.
by Jonathan Wolstenholme

martes, 8 de septiembre de 2015

LA DISPERSIÓN. Eugenio Trías


Más allá del ser y de su ausencia, más allá, siempre, épekenia –ahí, en ese ningún allí flota, impávida, LA DISPERSIÓN.

LA DISPERSIÓN: Es una cuestión de gusto, de nervio o víscera. ¡No le busquéis finalidad –que ella la niega, la excede siempre!

No es «lo absoluto» la dispersión sino que brota de su abolición y absolución. Es, pues, lo suelto y lo absuelto.

Un dios inocente y previo es la dispersión, un dios todavía infante que aún flota sobre las aguas en la aurora de un «primer día».

También la dispersión termina dispersándose: esa es su última y suprema trampa y su verdad. Su testamento.

La dispersión es el óxido que deteriora todo pensamiento sustancial.

No hay clausura de un pensamiento disperso.

PENSAMIENTO ENLOQUECIDO.

El pensamiento es una araña enredada en su tela. Sólo la embriaguez del genio la desenreda, y construye una red más basta.

Sólo en tiempos «racionalistas» aparece la locura calificada como «error de juicio» o como «mengua de facultades». Son épocas en las que se amputa a la razón su dimensión indómita y salvaje.

Yo no creo en nada de lo que digo, y por eso lo digo, porque lo he pensado.

DUDA METÓDICA: Si un día llego a creerme eso que pienso y digo, deberé entonces dudar de ello.

La duda, la interrogación, el distanciamiento crítico no son «puntos de partida de la reflexión filosófica», como se suele afirmar una y otra vez. Son armas de combate, bombas que hacen estallar las cadenas del pensamiento.

El exceso de razón es, «normalmente», el signo inequívoco de locura.

Carece de fondo el pensamiento cuando vislumbra el fin o palpa la materia que corre a través de sus arterias: pues es materia incandescente que se expande en destellos o chiribitas y que jamás «cuaja» o se «enfría»…

BAJO EL SIGNO DE INTERROGACIÓN.

¿Cuándo se escribirá una Crítica de la razón interrogativa?

La interrogación es solidaria del deseo (Eros entendido como tendencia o apetencia). La exclamación lo es de un Eros afirmativo entendido como gozo.

La razón interrogativa conduce sin apelación a una RESPUESTA DEFINITIVA: a Dios.

El deseo se trasciende en el orgasmo, umbral de la Muerte… El gozo es eternidad, es juego.

La filosofía intenta reducir todo supuesto; quiere partir de cero: de la ignorancia, de la duda, de la negación.
Sólo queda de negación en negación obtiene lo que secretamente ansiaba: una negación que niega la negación o una duda que ponga en duda la propia duda…

La filosofía es nihilista: construye un sólido edificio sobre el vacío como cimiento. Es un ídolo con pies de barro.

El telos filosófico siempre es un Absoluto secretamente solidario del «punto de partida»: la absoluta Nada.

La filosofía será nihilista mientras mantenga la interrogación como punto de partida.

La filosofía ha creído vanamente que la firmeza de una afirmación dependía de la autosuficiencia del objeto sobre la que ésta recaía. De ahí su búsqueda de un Absoluto.

¿Dónde está la verdad, la tierra firme, lo indudable? Todos los filósofos comienzan «ignorando» esa verdad y su paradero. Dicen «dudar de todo» o practican la «epojé», se sitúan o dicen situarse «fuera de juego».
Sólo algunos tienen la honradez y la gallardía de confesar que su duda es «metódica» y que su ignorancia es «irónica»…
Y a la postre comparece siempre el espectáculo de una tierra prometida: la Diosa abre las puertas… del palacio de la Verdad y en él se instala el filósofo.

La razón interrogativa es pensamiento moralizado: se supone el juicio, la estructura judicial. Supone «sí» y el «no»: la demarcación. Y mantiene una interna y secreta complicidad entre afirmación y negación: ésta es el espectro o sombra aquélla o el negativo del carrete, su otra faz.
La crítica de la razón interrogativa será por tanto, una genealogía de la moral en la filosofía.

NOSTALGIA Y REPETICIÓN

¡Qué gozo! Tomar un espejo y reflejar todas las cosas, divinas y humanas, el cielo y la tierra y los sentimientos y las virtudes… Eso es una filosofía ilusionista y sofística, una filosofía de artistas, en la que se juega con reflejos y con los efectos de luz…

FILOSOFÍA PESIMISTA: Aquella que implica saber y rememorar. Es siempre una ciencia crepuscular y post festum la que se propone. Es la filosofía entendida como Alka-Selkzer del espíritu.

La fuerza del Olvido regula el metabolismo de la vida.

La obsesión neurótica por la novedad «novedad» nos obligaría a una continua creación ex nihilo. Por fortuna eso que llamamos «viejo» de vez en cuando nos repite. En esto, como en todo, el estómago nos salva del infierno.

El infierno sería la repetición mecánica de lo mismo (el suplicio de Sísifo). O también la eterna destrucción de todo acto «ya vivido». Entre esas dos formas infernales se alinean las enfermedades del alma.

La poesía es la verdadera ciencia exacta: esa ciencia de lo «singular» soñada desde Aristóteles.

La poesía invierte el proceso de la ciencia: desmonta recurrencias, las leyes y las descubre, bajo las mismas, excepciones, sorpresas.

LA INOCENCIA

LA MUERTE. Es un espacio en blanco, ese separa, por ejemplo, un aforismo de otro.

Cuando una máscara se nos enquista en la piel y en lugar de despegárnosla pedimos al psiquiatra (si es existencialista) que nos la ajuste de tal modo que llegue a confundirse con la propia piel… a eso llamaría «autenticidad»: a una operación de cirugía estética.

EL ARTE DEL DISIMULO. El hombre «auténtico» se asemeja a esas bailarinas que parecen bailar desnudas… pero que en realidad están «disfrazadas» de desnudo.
Si las toca el censor, puede certificar que no es piel sino un disfraz. Aunque a veces se requiere un tacto muy fino para apreciar la diferencia.

Por favor, quiero cínicos, crueles, malvados, pérfidos, energúmenos y degenerados… todo eso que se llama escoria de la moral o detritus social
Pero apártese de mí esa tentación y esa vecindad: la «buena fe».

Hay una cosa que no tolera ni resiste la «buena fe»: la lucidez.

La mujer no será libre mientras siga considerando secretamente al resto de las mujeres enemigos potenciales. Entre tanto, seguirá siendo un animal resentido.

ESCRITURA

Escribir es inscribir algo en la carne. Es tatuar al que lee.

El criterio de verdad de un enunciado es siempre la amplitud de su capacidad de seducción.

La buena crítica consiste en el reconocimiento de las cicatrices que ha dejado un escrito en el lector.

Hay quienes liberan su frustración de homicidas leyendo… llenan las páginas de exclamaciones, interrogaciones… (Tradúzcase: puñales, bombas…)

Se dice que la letra mata, que el leer es «empobrecerse», que el libro es el cadáver o cementerio de la idea…
     Toda esa estúpida cháchara sobre la «letra impresa» olvida que sólo mata la letra si no se la toma a la letra; si no se le percibe como lo único que es: mancha física, corporeidad, carne y sangre sobre el papel… Si la tomamos literalmente, entonces nos anima y nos hiere, duele o satisface… ¡Vive!

Escribir es un acto fisiológico.

No resisto la pasión de decir al fin quien soy: soy una mano que escribe aquí, ahora, o unos dedos que atienden el momento de instalar el cigarrillo en los labios, unos labios quizás o unos pulmones; o un registro inhábil de cierto olor a humedad o la audición lejana de un lamento marítimo, soy quizás ese recuerdo de una noche de estío, noche de amor. ¿Quizá? O soy… Soy un instante, un santo y dulce instante que dispuso un Dios a su solaz, aquella noche de verano perdida entre recuerdos, pluma en mano, respirando la humedad, fumando y sin poder resistir esa pasión irrefrenable de decir al fin que soy también aquella mano, aquellos dedos, aquellos labios… 

EL HILO DEL DISCURSO

El espacio que separa un aforismo de otro es una invitación a olvidar.

Hay quienes aprenden a no fingir. Y hallan en la lógica o en la «Analítica» un buen sistema para «clarificar»… ¿Clarificar qué? Quizás, si son consecuentes, su propia mentira y fingimiento, esa mentira o ese alivio al que llaman Precisión o Claridad.

LO UNO Y LO MÚLTIPLE

Las filosofías ingenuas asisten al «revelado». Las más lúcidas se hacen previamente con el «negativo» del carrete.

FUGA DE LOS CINCO SENTIDOS

El recuerdo y la evocación están asociados a ese sentido olfativo, el más sutil y sofisticado, el más «espiritual» de nuestros sentidos.

Decimos de una mujer: es rubia, morena, pelirroja; su piel es oscura o pálida. Pero esas descripciones –sobretodo las que hacen referencia a la piel– esconden secretas distinciones y deseos olfativos, gástricos.

El hombre es ese animal que hace de la animalidad su propia sombra.

O un animal enfermo y esperpéntico, capaz de negar su propia animalidad.

Y de negarse a reconocer lo que es: un cuerpo, un cuerpo sensible… 

BAILE DE MÁSCARAS

Podríamos decir que la única diferencia entre el sueño y la «vida despierta» es que en ésta la fabulación es manifiestamente colectiva.

El «yo» es una instancia conceptual que menciona un fenómeno frecuente: la condensación, en una coyuntura determinada, de varias máscaras.

Un conglomerado de almas: eso es el yo.

SENTIDO DEL SENTIDO

Dialogar es intercambiar «efectos». A lo que más se parece un buen diálogo es a una buena sinfonía…

Llamaría el arte «de la mutua seducción» a ese juego del continuo engaño y desengaño al que suele llamarse, con evidente torpeza, «comunicación»… 

La filosofía del absurdo es –como el «teatro del absurdo»- solidaría de la filosofía (y del teatro) del sentido. El problema no se resuelve invirtiendo los términos sino rebasando la oposición, la «barra» (/)… Alcanzar, por tanto, el «grado cero del sentido»… 

PROTOCOLOS

La ciencia «moraliza» la realidad al buscarle leyes. ¡Suerte de la poesía, que la «desmoraliza» a tiempo al detectar excepciones!

La poesía no es «enseñable». El poema sólo podemos aprenderlo de memoria y repetirlo… cantando.

Los términos «desvelar», «examinar», «analizar», «penetrar», «saber» son eufemismos que disimulan otras expresiones más fuertes, son coberturas morales de actos inconfesables como «desgarrar», «amputar», «desmembrar», «violar», «desflorar»…

EL SAGRADO CAOS

El pensamiento es caos, sólo si se deja disperso se ofrece su verdadera imagen, en fragmentos, a pedazos…

LA VIDA COMO ARTE

El peor obstáculo de toda lectura inteligente es ese mal du siècle llamado «conciencia histórica».

UNA CULTURA PATÉTICA. Nuestra sociedad duplica el dolor con una sobrecarga de dolor: lo simboliza, lo hace «expresivo». Ir a cualquier hospital o asilo, hospicio o cárcel o frenopático. Veréis por todas partes, por las pareces, por las esquinas, signos alusivos al dolor. ¿Por qué los hospitales no puedes asemejarse lo más posible a una boïte? ¡Ah! Sólo sugerirlo parece blasfemo, horrísono… porque efectivamente, la propuesta atentaría la simbología del dolor. ¡Y es tan «horrible» pensar que este «valle de lágrimas» pueda convertirse en «jardín de las delicias»!

La poesía toca el cerebro de la piel.
La metafísica toca la piel del cerebro.

El aforismo o el pensamiento en su pura materialidad de escritura.

SUBVERSIÓN Y ESCAPISMO

COMO LOS SOCIALISTAS UTÓPICOS. Quienes tachan a las minorías marginales de «escapistas», ignoran que, a falta de otras fuerzas y posibilidades reales –y mientras no se pueda demostrar con hechos lo contrario- lo más sensato y lo más revolucionario es, de momento, escaparse.

¿QUIÉN PREGUNTA?

¡Conocer las cosas, ir «hacia las cosas mismas»… «Volver hacia las cosas»…! ¡Como si las cosas fueran objeto de saber… en vez de ser, como de hecho son, objetos de comer…!

¿Por qué los filósofos tienden a detener el pensamiento en un punto? ¿Cuándo aprenderán a considerar como un «punto cualquiera» del universo esas «instancias últimas» o «fundamentos» de los que siempre se reclaman?

Orientar la terapia hacia la solidificación del sujeto significa institucionalizar la represión.

TIEMPO DESMORALIZADO

El azar es «eslabón perdido» que articula dos instantáneas.

No hay continuidad que asegure el «discurrir» del caos. Sus coordinadas se hayan también plagadas de vacíos o resquebrajaduras.

La ocurrencia está siempre más allá del bien y del mal.

Siempre fracasan las relaciones amorosas por culpa de las generalizaciones. Porque intercambiamos en los juicios o en las apreciaciones expresiones como «siempre» o «nunca», o porque utilizamos con profusión el verbo ser («tú eres», «yo soy»). O también y sobre todo porque todavía juzgamos. Y es un error de juicio juzgar.

Nietzsche era desde luego el Anticristo. Nadie hizo tan a fondo la misma experiencia de Cristo en Getsemaní. Nadie sufrió tanto en su cuerpo y en su alma. Ningún cuerpo se hallaba en situación tan idónea para negarse a tiempo y afirmarse fuera del tiempo…

DEMARCACIÓN Y DIFERENCIA

ESTRAGOS DE UNA ESTÉTICA. No nos exhibimos tal como presentimos ser, por miedo a ser o aparecer poco monstruosos.

Y, sin embargo, la alteridad fascina del mismo modo como fascinan secretamente los monstruos.

Toda cuestión implica siempre una respuesta, en la que el «sí» es secretamente cómplice del «no».

— Eugenio Trías, La dispersión (Ediciones Destino: Barcelona, 1991)

martes, 1 de septiembre de 2015

FRAGMENTOS QUIMÉRICOS. E. M. Cioran



La tragedia del hombre es no poder vivir en, sino sólo más acá o más allá.

Para los que, sin querer, han rebasado la vida, la filosofía significa muy poco.

No hay escapatoria al sufrimiento mientras vivamos; pero la muerte no es una solución, porque, al resolverlo todo, no resuelve absolutamente nada.

Es absurdo renunciar a la comida; pero igual de absurdo resulta eliminar la experiencia temporal del hambre con lo que ésta comporta de goce y de inmaterialidad.

Que la locura sea nuestra única sabiduría.

Despertemos con frenesí la ignorancia que nos esconde esa verdad, que la vida es una larga enfermedad.

He aquí lo que me diferencia de los demás: que yo he muerto innumerables veces, mientras ellos no han muerto nunca.

Sólo la muerte da profundidad a los actos de la vida. 

Una única sonrisa de mujer valdría más que tres cuartas partes del pensamiento humano si en esa sonrisa viéramos sonreír la vida.

La tragedia: la vida como límite de la muerte.

La nada es primordial (por eso, en el fondo, todo es nada); el Eros se hace; la conciencia es derivada.

Epígrafe a una autobiografía: soy un Raskólnikov sin la excusa del crimen.

Quien nunca deseó destruir la música, nunca la ha amado.

Sensaciones celestiales: como si los instantes se desgajaran del curso del tiempo para traerme un beso.

Entre los que rechazan la vida y no pueden amarla, no existe ni uno que no la haya amado o que no quisiera amarla.

Juramento a la vida. 
Nunca te traicionaré del todo;
aunque te he traicionado
y te traicionaré a cada paso;
Cuando te he odiado
no te he podido olvidar.
Te he maldecido para soportarte;
Te he rechazado para que cambies;
Te he llamado y no has venido;
He llorado y no has aliviado mis lágrimas.
Desierto has sido para mis súplicas,
tumba para mi voz.
Silencio para mis tormentos
y páramo para mis soledades.
He matado
en el pensamiento
el primer instante de vida.
He querido
veneno para tus raíces.
Te juro que nunca conocerás
mi gran traición.
Juro por todo lo más sagrado
que pueda haber;
por tu sonrisa,
que nunca me separaré de ti.

El rechazo de la liberación tiene su origen en un amor secreto por la tragedia.

Todos los filósofos tendrían que terminar a los pies de la pitonisa. No hay más que una filosofía: la de los momentos únicos.

Todos los hombres tienen que destruir su vida. Y según la manera como lo hagan se llamarán triunfadores o fracasados.

La música expresa todo lo que es caos en el cosmos: por eso únicamente existe una música de los principios y una música de los finales…

No entiendo cómo los hombres pueden creer en Dios, aunque pienso todos los días en él.

COMO LA VIDA SE CONVIERTE EN EL VALOR SUPREMO: la veneración por las mujeres; la rehabilitación del Eros como divinidad; salud natural, transfigurada por la delicadeza; el fervor de la danza en todos los actos de la vida; gracia en lugar de pesar; sonrisa en vez de pensamiento; entusiasmo en lugar de pasión; la lejanía como finitud; la vida como único Dios, única realidad y único culto; el pecado como crimen y la muerte como vergüenza. 
     … Lo demás es filosofía, cristianismo y otras formas de caída.

REGLAS PARA VENCER EL PESIMISMO PERO NO EL SUFRIMIENTO.
acompañar el más delicado estremecimiento del alma
con una tensión premeditada;
estar lúcido en la disolución interior;
vigilar la fascinación musical;
estar triste con método;
leer la Biblia con interés político,
y a los poetas 
para verificar la propia resistencia;
servirse de las nostalgias
para los pensamientos o hechos;
robárselas al alma;
crearse un centro exterior:
un país, un paisaje,
ligar los pensamientos al espacio;
mantener artificialmente el odio contra lo que sea:
contra una nación, una ciudad, 
un individuo, un recuerdo;
amar la fuerza después del sueño:
ser brutal 
después de lo que es puro y sublime;
aprender una táctica del alma;
conquistar los estados de ánimo;
no aprender nada de los hombres;
solamente la naturaleza es dueña de la duda;
anular el miedo con el movimiento;
con la fuga; cuando nos paramos, 
las cosas callan y la nada nos llama;
hacer de la quimera un sistema.

EL ARTE DE EVITAR LA SANTIDAD.
Aprende a considerar:
las ilusiones como virtudes; la tristeza como elegancia; el miedo como pretexto; el amor como olvido; la separación como un lujo; al hombre como recuerdo; la vida como balanceo; el sufrimiento como ejercicio; la muerte en la plenitud como la meta; la existencia como fruslería.

¿Qué soy yo sino una ocasión en medio de las infinitas probabilidades de no haber sido?

La sexualidad no tiene otro sentido que vencer lo infinito desde el Eros.

Una piedra, una flor y un gusano son más que todo el pensamiento humano.

Hay actos bondadosos que son mil veces más rastreros que cualquier gesto bestial.

El amor es por esencia pesimista. A los optimistas sólo les queda formar un círculo en torno al odio.

…la filosofía no dispone de verdad alguna, pero nadie entrará en el mundo de las verdades sin pasar por la filosofía.

A menudo me parece que el más insignificante poeta sabe más que el mayor de los filósofos.

Sólo hay una cosa que podría envanecerme: llegar a ser alguien de quien los poetas pudieran aprender algo.

El hombre es una paradoja de la naturaleza, porque ninguna condición le parece natural.

La mujer no perdona ninguna inocencia, como la vida no perdona lucidez alguna.

El pensamiento tiene que ser virulento, semejante a una gota de veneno, o reconfortante como la lágrima de un ángel.

— E. M. Cioran, El libro de las quimeras, trad. Joaquín Garrigós (Tusquets: México, 2013)

viernes, 19 de junio de 2015

DETESTABLE ATRACCIÓN. Fiódor Dostoievski


-¿Por qué has venido? ¡Respóndeme! ¡Contesta! -grité fuera de mí-. Mira, yo mismo te lo voy a decir. Has venido porque aquel día te dije paroles touchantes. Te enterneciste, y hoy quieres oír más palabras enternecedoras. Pero has de saber que aquel día me burlaba de ti. Y hoy me sigo burlando. ¿Por qué tiemblas? ¡Sí, me burlé de ti! Me habían insultado durante la cena los mismos que llegaron a tu casa antes que yo. Fui allí para vengarme de uno de ellos, de un oficial, pero no me fue posible: ya se habían marchado. Tenía que descargar mi irritación sobre alguien; apareciste tú en aquel momento, y me vengué en ti, me reí de ti. Me humillaron y quise demostrar mi superioridad ante alguien. Esto fue lo que ocurrió. Pero tú creíste que yo había ido allí sólo para salvarte. ¿No es así? ¿Verdad que te lo imaginaste? Estaba seguro de que Lisa era incapaz de comprender con todo detalle lo que estaba diciendo, pero captaría lo esencial. Así ocurrió. Se puso pálida como la cera y trató de hablar. Sus labios se torcieron como en una mueca de dolor. Luego se desplomó en su silla como si hubiera recibido un hachazo. Siguió escuchándome con la boca abierta y los ojos inmóviles, temblando de miedo. El cinismo, el atroz cinismo de mis palabras la había aniquilado.
-¡Salvarte! -exclamé, levantándome de la silla y empezando a ir y venir, presuroso, de la habitación-. ¿Salvarte de qué? ¡Pero si es muy posible que yo sea peor que tú! ¿Por qué cuando te hablaba de moral no me lanza esta réplica a la cara?: «¿Y tú a qué has venido aquí? ¿a darnos un curso de moral?» Lo que necesitaba entonces era ejercer mi poder sobre alguien; también me hacía fe divertirme con tus lágrimas, con tu humillación, con ataque de nervios. Eso era lo que necesitaba. Pero no tuve valor para llevar mi juego hasta el fin, porque no soy más que un guiñapo. Tuve miedo y te di mi dirección, eludía saber por qué. Y no había vuelto aún a casa, y ya te estaba insultando y maldiciendo por haberte dicho dónde vivo. Te odiaba porque te había mentido. Me gusta jugar con palabras, me gusta soñar. Pero ¿sabes lo que realmente deseo? ¡Que os vayáis todos al diablo! Con eso me basta Necesito tranquilidad. Vendería el universo entero por un copec, con tal que me dejaran tranquilo. Si me dicen que el mundo entero se hundirá a menos que yo deje de tomar mi té, mi respuesta será: «¡Que se hunda el mundo, con tal que yo pueda tomar té!» ¿Sabías todo esto? Pues yo sé que soy un canalla, un miserable, un holgazán, un egoísta. Desde hace tres días estoy temblando ante el temor de que vinieras. Pero ¿sabes lo que más me preocupaba estos últimos días? El hecho de que aparecí ante ti como un héroe, y pronto me verías sucio y mísero, con mi viejo y desgastado batín. Te dije que no me avergonzaba de mi pobreza pero has de saber que, por el contrario, me avergüenzo de ella más que de nada en el mundo, incluso de robar, y que además, la temo, pues soy tan vanidoso que me siento como el hombre al que hubiesen arrancado la piel y le hace sufrir el solo contacto con el aire. Jamás te perdonaré que me hayas visto (y con este batín) lanzarme como un coyote contra Apolonio. ¡El salvador, el héroe, se precipita como un perro sarnoso sobre su criado, que se burla de él! Tampoco te perdonaré las lágrimas que no he podido reprimir, como una viejecita impresionable. Y lo mismo te digo de estas confesiones. Sí, tú sola, tú sola deberás responder de todo esto, porque te has puesto bajo mi mano, y soy un miserable, el más vil, el más ridículo, el más mezquino, el más estúpido, el más envidioso de los gusanos que se arrastran sobre la tierra. Estos gusanos no valen más que yo, pero, el diablo sabe por qué, no pierden nunca su temple, y yo, en cambio, estaré recibiendo toda mi vida papirotazos del más insignificante de los insectos. Pero ¿qué importa que no comprendas lo que estoy diciendo? Y ¿qué tengo que ver contigo y qué me importa que perezcas o no? ¿Comprendes ahora, después de todo lo que te he dicho, hasta qué punto te odiaré? Sólo una vez en su vida puede hablar con tanta franqueza un hombre de nervios enfermos... Por lo tanto, ¿qué pretendes todavía de mí? Después de lo que te he dicho, ¿por qué sigues ahí, ante mí, sin moverte? ¿Por qué no te vas? Pero entonces ocurrió algo extraordinario. Ya estaba tan habituado a pensar y a soñar de acuerdo con los libros, y a ver las cosas tal como las había creado previamente en mis sueños, que en el primer instante ni siquiera me di cuenta de lo que ocurría. He aquí lo que sucedió: Lisa, a la que había ofendido y pisoteado, captó mucho más de lo que yo esperaba. De todo lo que le había dicho, comprendió lo que comprende la mujer cuando ama sinceramente: que yo era desgraciado.
     El temor, la dignidad ultrajada que se leía en su semblante cedieron pronto su puesto a un amargo estupor. Y cuando empecé a insultarme a mí mismo, a llamarme «canalla» y «miserable»; cuando me eché a llorar (todo el discurso tuvo un acompañamiento de lágrimas), su cara se alteró de pronto. Varias veces estuvo a punto de levantarse, de detenerme, y cuando hube terminado, advertí que había prestado atención no a mis palabras insultantes («¿por qué estás aquí?, ¿por qué no te vas?»), sino al esfuerzo terrible que había hecho para pronunciarlas. Además: pobre estaba profundamente aturdida. Se consideraba infinitamente inferior a mí. ¿Cómo, pues, podía enfadarse sentirse ofendida? Lo que hizo fue levantarse de un salto y, temblorosa, tenderme los brazos, pero sin atreverse acercarse a mí. Entonces sentí que el corazón se me fundía en el pecho: Lisa se arrojó al fin sobre mí, me rodeó estrechamente, cuello con sus brazos y se echó a llorar en silencio. Ya no pude resistir, y empecé a sollozar como nunca había sollozado.
     -¡No puedo... no puedo ser bueno! -articulé penosamente.
     Luego me acerqué al diván, poco menos que a rastras me eché en él boca abajo y seguí llorando durante un cuarto de hora largo, presa de una terrible crisis de nervios Lisa se acercó a mí, me rodeó con sus brazos y así permaneció, sin hacer el menor movimiento. Pero mi ataque de nervios había de tener un final, y es era lo peor. Echado en el diván, con la cabeza hundida en los cojines de cuero (confieso esta innoble verdad), empecé a pensar, al principio vaga e involuntariamente, que no iba a ser muy violento levantar la cabeza y mirar a Lisa los ojos. ¿De qué podía avergonzarme? No lo sabía, pero me daba vergüenza. Me dije también que nuestros papeles se habían invertido, que en aquel momento era ella la heroína, y yo el humillado, el aplastado, exactamente como ella se había mostrado a mis ojos cuatro días atrás. Así pensaba, echado en el diván con la cabeza escondida entre los cojines de cuero. «¡Dios mío! ¿Será que la envidio... ?» Todavía no he podido contestar a esta pregunta, y en aquellos momentos estaba, naturalmente, más incapacitado aún para contestarla. No puedo vivir sin ejercer mi poder sobre alguien..., sin tiranizar a alguien... Pero los razonamientos no explican nada; por lo tanto, es preferible no razonar. No obstante, conseguí dominarme y levanté la cabeza. Había que hacerlo y entonces -estoy seguro de ello-, precisamente porque me dio vergüenza mirarla, se inflamó en mí un sentimiento completamente distinto que abrasó mi alma. Era un sentimiento de dominación y de posesión. La pasión iluminó mis ojos, y estreché violentamente sus manos con las mías. ¡Cómo la detestaba en aquel momento y cómo me atraía! Un sentimiento reforzaba al otro. Aquello parecía una venganza. Su rostro reflejó al principio cierta perplejidad que tenía algo de temor. Pero esto sólo duró un instante: al punto me estrechó entre sus brazos con ardiente alegría. 

— Fiódor Dostoievski, Memorias del subsuelo, trad. Bela Martinova, (Madrid: Cátedra, 2005) 185-189.

viernes, 12 de junio de 2015

LA NOCHE DEL TRAJE GRIS. Francisco Tario


Sonaban en el reloj del hall las once, cuando mi dueño cerró el libro que leía desde la tarde y se encaminó rumbo a su alcoba. Una vez allí dio dos vueltas a la llave, entreabrió un poco la ventana —puesto que es primavera— y comenzó a desnudarse con mayor calma que de costumbre.
Mi dueño es un hombre hercúleo, algo infernal y muy alegre, a quien las mujeres miran siempre pecaminosamente y los hombres con envidia. Se viste a la última moda, no piensa jamás en la muerte, ni por asomos frecuenta la iglesia y a menudo sale de viaje. Cuando esto último ocurre, me lleva indefectiblemente sobre sus espaldas, no sin enviarme de antemano a la planchaduría. También me adorna entonces con una camisa blanca, un pañuelo del mismo color y una corbata de seda, poblada de lunares rojos. En especialísimas circunstancias usa guantes: unos guantes de color vainilla, con los pespuntes negros, y siempre desabrochados, dejando visible el reloj de oro sobre la muñeca velluda y sólida.
Puedo afirmar ante todo que se trata de un hombre riquísimo —tal vez un millonario— porque así lo demuestran mil vanidades distintas: el palacio en que vive, los criados que lo sirven, el perfume con que se peina y el automóvil que tripula. Frecuenta la ópera, los balnearios equívocos, los casinos de juego y los cabarets más inmundos. Durante el día hace deporte —monta a caballo, juega tenis y nada—; almuerza en restaurantes llenos de espejos, acompañado generalmente de bellas pecadoras impúdicas; charla, juega al póker y da un paseo en canoa o en auto. Por la noche se viste de etiqueta y baila, o bien acude a algún concierto sinfónico si se interpreta a Beethoven.
Gran parte de estos pormenores los he observado por mí mismo; otros, en cambio, los aprendí de labios de mis compañeros. ¡Ah!, prisioneros en el armario, cuando todo calla en la residencia, dialogamos los trajes sabrosamente, mas con cautela, cuidando de no ser sorprendidos. Cierta noche, por ejemplo, uno de mis vecinos —un traje beige con unos cuadros tan estupendos que más parece una jaula— no supo contener la risa. Eran aproximadamente las cuatro de la mañana y el amo se despertó. Dio la luz, mirando sobrecogido a todas partes. Atisbó, con la cabeza de lado. Mas no conforme con esto, se levantó rápidamente, se echó encima un batín y empuñó el revólver. Así lo vi salir de la estancia, apuntando con el cañón a los rincones.
A partir de incidente tan bochornoso, nos cuidamos, digo, de provocar escándalo alguno, lo cual, dicho sea de paso, no es tarea fácil, ya que existen trajes dotados de prodigioso humorismo que relatan los episodios más dramáticos del modo más cómico de la Tierra.
Preferentemente, como es lógico suponer, nuestras conversaciones versan sobre asuntos de nuestro propio mundillo: solapas, costuras, bolsillos… Los bolsillos son nuestros órganos capitales: el hígado, los pulmones, el corazón, el estómago. Las costuras, nuestras arterias. Nuestras solapas, el rostro. De ahí que cuando deseemos conocer la edad, salud o condición moral de un individuo, fijemos nuestra atención en éstas: las arrugas, la calvicie y el artritismo se reflejan inevitablemente en ellas. Y lo propio sucede con la herejía, la piedad, la avaricia y la mansedumbre. Hablamos, insisto, de nuestras experiencias diarias, de nuestras contingencias, de nuestros reprobables deslices con algún vestido de señora. Quien narra una cita de amor; quien un acto de caridad; quien una vulgar extravagancia o una riña.
—Entre estos brazos que aquí veis —nos reveló en cierta ocasión un compañero bastante malvado— he estrechado delirantemente los tules del vestidito más subyugante y apetecible que hayáis visto jamás…
Otro, evocando un desaguisado, comentó:
—El automóvil del amo —que me odia con un rencor inextinguible— diome artera puñalada. Aconteció frente al casino, durante un crepúsculo de mayo… Me la tiró aquí, sobre el omoplato y era mortal de necesidad. Pero gracias a mi pericia, conseguí verificar una maniobra muy hábil y apenas si alcanzó a herirme en un brazo. ¡Oh, fue una verdadera fortuna!
Hay trajes cristianos y altruistas —mis exclusivos amigos— capaces de la más heroica renuncia; trajes que, por ejemplo, sacrifican gustosamente su excursión casual, con objeto de cedérsela a un camarada enfermo. Sucede así: durante la noche se estrujan, se refriegan, se comprimen como sardinas. A la mañana siguiente, el amo los extrae de su escondrijo y comienza a vomitar improperios. Entonces, requiere al criado; y lo amonesta; y lo zarandea. Al fin, elige otro traje. De ordinario, como era de esperarse, el que más se asemeja al primero.
No obstante, según debe ocurrir también entre los hombres, existen trajes impuros, ofensivos y viles. Trajes que se entretienen, mientras dormimos, en descomponer nuestra figura o en afear nuestros semblantes; trajes canallas y fanfarrones que se mofan de nuestras desventuras, de nuestra morigeración, de nuestros temores religiosos. Trajes libertinos y execrables —verdaderos candidatos al averno— que, aun de viejos, se atildan repugnantemente, con la ilusión grosera de alguna sórdida aventura. Por castigo del cielo suelen ser éstos los negros o aquellos cuyo color no acertaría a descifrar el pintor más ducho en matices. Se les distingue muy fácilmente por la expresión malsana de sus ojos, por la rigidez de sus piernas —víctimas incurables de alguna enfermedad abyecta—, por los ademanes tardíos de sus brazos, por la calvicie prematura.
No es extraño oírles vanagloriarse:
—Hoy violé a una niña…
Y nos refieren con todo lujo de detalles, la pornográfica historieta de cierto uniforme de colegiala sacrificado en la planchaduría durante la noche.
Pues bien. Mi amo esta vez ha procedido a desnudarse con toda calma, ordenando celosamente mis tres piezas sobre una silla, cual si se propusiera utilizarme de nuevo mañana. Ya ha quitado la luz, y lo siento revolverse entre las sábanas. Todo está en sombras, recogido, expectante. Del jardín asciende, a impulsos del aire, el perfume de los claveles, las mimosas y los rosales. Escucho el gotear del agua en la fuente de piedra y el canto de los grillos. También, de tiempo en tiempo, viene hasta mí el rumor del reloj en la planta baja del edificio y, regularmente, sus campanadas siniestras, profundas, alarmantes.
«El tiempo huye», pienso encomendándome a Dios. Pero acude el diablo.
Y por primera vez en mi existencia piadosa —involuntariamente, lo juro— comienzo a ser víctima de los más atroces pensamientos, de las alucinaciones más tenebrosas. Uno a uno, desfilan ante mis ojos con minuciosidad insufrible los episodios más salientes de mi vida; uno a uno, como espectros, danzan alrededor mío, dilatan sus sombras, exageran su contenido, huyen, vuelven y se dispersan, abrumándome con su espantosa monotonía. Nada, nada hay en ellos de interesante, sensacional o misterioso. Todo es gris, gris, como el color que llevo a cuestas: románticos e infructuosos amores; sacrificios estériles; titubeos irreparables; exaltaciones ridículas; prolongados y horrendos encierros en la obscuridad pavorosa del armario; ensueños…
Oigo, no sé dónde, una voz que me interroga:
«¿Qué sentido tiene, pues, tu vida?»
Me santiguo y pienso en Dios, en la Gloria, en el Fuego Eterno. Pretendo balbucir mis rezos. Invoco a los mártires, a las santas. Repito en voz baja los mandamientos. Pero nada ni nadie me auxilia; nada ni nadie acude en mi ayuda. Estoy solo, inexorablemente abandonado, como el más primitivo de los impíos.
Y la voz insiste:
«¡Oh, tu vida es tonta, tonta, inútil! Muy pronto envejecerás y todo habrá concluido. Como un miserable perro, merodearás por los tugurios, por las iglesias, por los basureros públicos. Se extinguirá tu virilidad, se embotará tu cerebro, la corriente en tus venas será cada día menos impetuosa. Y un cúmulo de fracasos, de recuerdos ingratos, de arrepentimientos tardíos te aplastará bajo su peso. ¡Hay que vivir, vivir! —prorrumpe la voz ya a gritos—. ¡Vuestro deber es vivir! ¿Aún nadie lo ha comprendido?»
—¡Yo lo comprendo! —grito también, obsesionado por el péndulo—. Y me arranco una enorme cana: la única. A continuación recuerdo fríamente:
«Hoy he ido al Banco.»
En efecto: aquí está la cartera del amo, repleta de billetes de todas clases.
Estiro piernas y brazos; me visto el chaleco; enderezo la espalda; me incorporo, hecho un hombre. Distingo mi sombra en el muro, proyectada por cierto fulgor invisible, y me sobrecojo un poco.
«Es la novedad», me consuelo.
Avanzo en dirección al amo, inclinándome sobre su cabeza. Pero duerme, duerme el pobrecito como un patriarca o un gato, y estoy a punto de retractarme al considerarlo tan débil.
—¡Fuera prejuicios! —exclamo, sacudiendo un brazo.
Y bebiéndome las lágrimas, me descuelgo por el balcón.
Un vientecillo risueño y fresco mece los árboles. La luna, las estrellas, las pequeñas nubes, de cara al vacío, tiemblan ante las explosiones de la primavera. ¡Cómo huelen los frutos, la tierra, las plantas! ¡Cómo susurran las hojas, el agua, la hiedra…!
Luego de ajustarme brevemente el chaleco y de tirarme en debida forma de la americana, avanzo hasta la reja y me deslizo por entre los barrotes.
—¡Ya soy libre, libre, libre! —prorrumpo en la calle, manoseando la cartera.
Y me lanzo cuesta abajo por una avenida muy amplia que se bifurca graciosamente. Por todas partes crecen los robles, los abedules, las hayas, y en sus ramas duermen los pájaros. Las ramas son muy exuberantes, se entrelazan caprichosamente y adoptan posturas ingenuas: ora es un hombre a horcajadas sobre una serpiente; una bruja anciana junto a un pozo; una joven peinándose; un diablo; un apóstol…
Camino, camino, y el tiempo transcurre irremediablemente. La ciudad está aún lejos. ¿Tan lejos que nunca podré alcanzarla? Por lo pronto, héme aquí en la carretera. De tarde en tarde cruza un automóvil y yo me oculto entre la maleza, temeroso de que el amo haya descubierto mi fuga y se dirija hacia acá con la pistola en la mano. De improviso, observo que a lo lejos un hombre se aproxima. No me inmuto lo más mínimo y prosigo mi marcha: gallardo, triunfante, resuelto, como atañe a un traje gris, rico y libre.
«Debe ser un miserable tahonero aburrido de su familia», deduzco con sorna.
Pero ocurre que cuando estoy a regular distancia de él, le veo detenerse, titubear, llevarse las manos a los ojos y huir, lanzando gritos angustiosos.
—¡Se espantó! —razono muy satisfecho—. Un traje gris que camina solo, camina, camina… no debe ser grato.
      Me desternillo de risa y al punto la sangre se hiela en mis venas.
—¡Pero entonces no podré ir a ninguna parte!
Siento que el corazón me sofoca, que algo áspero y frío me desciende por la espina y que la tierra gira a mis pies como una rueda. Mediante un esfuerzo sobrehumano del que nunca me consideré capaz, sigo adelante, dando pronto con la solución más cómoda.
«Es menester adjudicarse un hombre.»
Me pierdo en la enramada y salgo con una estaca en la mano. Ya tiemblan las luces de la ciudad cercana. Comienzan a aparecer las mansiones, señoriales, inmaculadas, la mayor parte en tinieblas. El cielo es ahora rojo, cuadrado y tremendo… Pero no hay un alma viviente a la vista.
Por fortuna, al doblar una esquina descubro a la víctima caminando sobre la misma acera que yo. Veo sus espaldas fornidas, temibles, iluminadas oblicuamente por los farolones de gas. Percibo sus pasos burdos, huecos, igual que los de un policía o un caballo. Me apresuro y llego tan cerca de él que distingo con precisión absoluta la canción que tararea entre dientes. Pienso en mil cosas concretas y alegres. En mí.
«Un traje gris que camina, camina…»
Y cuando susurra:
«Ven a mis brazos, amada…»
Alzo la estaca y lo mato de un solo golpe. Debí fracturarle el cráneo. El hombre enmudece amadaaa—, se tambalea sobre un pie, me mira ya muerto, lanza una especie de mugido y se desploma contra el asfalto, reblagado y estúpido.
Sin pérdida de tiempo lo desnudo, vistiéndolo a continuación con mis ropas. Los pantalones le son un tanto cortos, pero las demás prendas le sientan a maravilla. No pesa demasiado… Rompo a andar más optimista que nunca, y en aquel preciso momento comienza a aullar un perro. Dobla una campana en lo alto, anunciando la hora: las tres. Ahora sí distingo mis pisadas con estos zapatotes que llevo…
—¿Qué procede hacer? —me pregunto.
¡Oh! Transcurre la noche sin que nada interesante se me ocurra. Cruzo ante cabarets, restaurantes, hoteles, toda suerte de mazmorras. Nada me atrae. Compro, por distraerme, un habano y se lo meto en la boca al muerto. En una taberna le ofrezco una copa de ron; otra; otra. Me parece que va perdiendo el equilibrio. Así es: en una esquina me suplica me detenga y se aprieta el estómago con verdadera furia. Un líquido caliente y agrio, semejante a un chorro de alquitrán, surge bajo sus bigotes embadurnados.
«Ahora voy más ligero», admito, mirando de reojo al pozo de sangre.
Y el panorama persiste horrible: garitos, hospitales, templos, comercios, hogares en penumbra.
«¡Cuánta ruina en la vida de los hombres! —medito—. Cuánta complicada inmundicia! ¡Ni un simple traje gris como yo alcanza a hallar en todo esto aliciente alguno!»
Penetro en un casino de juego y arriesgo unas monedas a la ruleta. Después, un buen puñado de billetes. La bolita salta y rueda y me produce risa. Cuando me levanto, porto en los bolsillos una monstruosa fortuna.
«Se creen demasiado listos», pienso, observando atodos aquellos seres asustados y pálidos, de ojos hipócritas.
Aunque convengo allí mismo:
«¿Y de qué me sirven tantos miles?»
Lanzo al espacio los billetes, y los hombres, a su vez, se lanzan en pos de aquéllos, desgarrándose el frac y otras cosas. Derriban sillas y mesas, se acometen bárbaramente, se congestionan de ansiedad, ruedan unos sobre otros como piedras.
Así los dejo y salgo a la intemperie, poseído del aburrimiento más atroz. El mar suena en alguna parte y su murmullo me deprime hasta lo indecible, sugiriéndome ideas nefastas. Ideas que, de ser yo un hombre, me impulsarían irremediablemente a incendiar todos aquellos edificios, con sus criados, sus perros, sus amos y sus caballos. Entreveo las olas negras, coronadas de espuma, lamiendo la costa recia. Distingo el olor saludable y fresco del mar… Llego a la playa y me paseo a obscuras, muy pensativo, con las manos atrás. Totalmente desolado, dejo que el viento rice mis cabellos, que alivie si es posible mi confusión.
—¡Oh, los hombres, los hombres, los hombres!
Los tropiezo a cientos, todos absurdamente iguales; todos me desesperan. Unos son policías y portan amenazadoramente una linterna en la mano. Otros van borrachos y eructan, apestando el aire puro. Otros deben ser millonarios y abordan sus tumbas con ruedas. Otros son músicos, gigolós, reverendos, ministros. ¡No hay diferencia entre ellos! Sin embargo, ellos piensan que sí.
«¿Y para esto se multiplican? —cavilo—. ¿Y para esto defienden con semejante furor sus vidas? ¿Y paraesto se mandan a hacer trajes caros, cuando podrían andar perfectamente en cueros?»
Fatigado, con el corazón maltrecho, decepcionado de la noche, de los billetes, de Lucifer y del regocijo humano, me dejo caer sobre el césped húmedo de un parque. Me tumbo, al cabo, cuan largo soy, y pronto advierto por entre los troncos de los árboles a dos mujeres que avanzan perezosamente. Examino con curiosidad sus figuritas flexibles, sus rostros de niñas anémicas, sus ancas repletas de yegua. Visten admirablemente y se adornan con joyas exquisitas. Me pongo en pie, sin titubeos. Las abordo, y ellas pretenden gritar, pidiendo auxilio, mas yo las tranquilizo al punto, como se tranquiliza a cualquier criatura mortal por desdichada que sea. Esto es, mostrándole muchos papeles de Banco. Azoradas, cambian entre sí miradas de pasmo, calculando tal vez con sus cabezas cuadradas que se trata de un bandolero o un lunático. Reaccionan en suma.
—¿Vamos? —las invito, sin ningún preámbulo.
—¡Vamos!
Detengo a un taxi y nos hundimos en su penumbra sucia. Las mujercitas, poco a poco, comienzan a insinuárseme, manoseando la barbilla del muerto o palmoteándole sobre el vientre. El pecho, a ratos, amenaza con escapárseles por el descote. Sus muslos tiemblan prometedora y ansiosamente. Hay no sé qué húmedo, criminal y tristón en sus ojos. Mas nada de esto me interesa.
—Aprovéchate si quieres —aconsejo al cadáver.
Pero él qué ha de aprovecharse. Ahí va quieto, mudo, duro como un garrote.
Transcurridos unos minutos, nos apeamos frente a un hotel de los más célebres por cuyas terrazas en sombra discurren grupos de hombres y mujeres sospechosamente. La playa está cercana y el agua sigue sonando, sonando… A poco, ya estamos los tres instalados en el mejor aposento del edificio. La atmósferaes en extremo tibia, perfumada y propicia. Una gran colcha de damasco cubre el lecho, y los muebles están construidos de maderas claras. La noche, tras los visillos, se muestra ahora más limitada y benigna.
Dan principio los galanteos, las caricias, los besos: toda esa serie de explosiones groseras y cínicas, tan poco saludables, a que se entregan los hombres en cuanto se sienten contentos.
—Desnudáos las dos —ordeno.
Proceden a quitarse las ropas mientras yo las contemplo de cerca. De un golpe, saltan ambas al lecho, cual si en realidad mi presencia las intimidara profundamente. Por el contrario, ríen de un modo histérico, pellizcándose las ancas.
«Se suponen tentadoras», pienso con burla.
Y me siento con el muerto en una silla. Ahí sigue: tieso, de gris, solemne; las piernas, velludas y azules; el vientre, repleto de intestinos muertos. Quito la luz y las mujeres flirtean.
—¿Por qué nos dejas a obscuras si nuestros cuerpecitos son tan lindos? ¿O es que no te gusta mirarnos?
Por respuesta, tomo al cadáver por los sobacos, me desembarazo de él y se lo arrojo a ellas con todas mis fuerzas. Suenan reír y protestar a un tiempo.
—¡Bruto! —chilla una amigablemente, al recibir sobre su carne desnuda la mole fría y patética del desdichado.
Y sin perder un segundo me apodero de los vestiditos de las mujeres galantes, saliendo a toda prisa de la alcoba. En el pasillo, una dama al verme, se desmaya, exhibiendo sus ligas violeta. Más adelante un botones se estrella, en su pánico, contra el muro.
Cruzo el vestíbulo, como un endemoniado. Salgo a la calle. Me precipito contra un transeúnte que lleva a cuestas un contrabajo y desaparezco en un taxi. Huyo, huyo, ahora sí, con la sangre envenenada de deseo.
Primeramente los vestiditos desconfían, pretenden llorar, suplican piedad en silencio.
—¡No lloréis! —les digo a propósito—: no temáis que sea yo un bandolero o un sádico. No soy ningún delincuente. Por el contrario, soy un millonario de las mejores costumbres que ha salido a divertirse.
Ya ríen ellas, entreabriendo sus boquitas húmedas. Ya me miran complacientemente, agitando sus juveniles miembros.
«Se me entregarán sin lucha», comprendo.
Y echo mano a la obra, rodeando sus cinturitas traviesas, sus dedos ardientes, sus primorosos velos. Desfalleciente, con una insoportable angustia en las rodillas, ordeno al chofer:
—¡Deténgase!
Bajamos, no lejos de la mansión de mi amo. Por entre la fronda azul asoman sus terrazas fatales, sus paredes inicuas, sus cristales malditos. A lo largo de una vereda, bajo las ramas sollozantes de los sauces, nos dirigimos al lago. Vamos los tres del brazo, lo mismo que tres adolescentes prófugos: locuaces, risueños, excitantes. Yo voy cortando flores para mis amiguitas lindas y ellas las van deshojando entre sus dedos, cubriendo la tierra de pétalos. ¡Cómo nos amamos!
—¿Verdad que nos amamos? —indago.
Pero, de súbito, se ponen tristes, palidecen y no quieren más flores. Están, creo, al borde de echarse allorar. Yo las invito entonces a pasear en lancha, y pronto el agua nos circunda, una luz diáfana y extraña nos envuelve, y la canción misteriosa de la noche, cálida, sugerente, se difunde a través de mil invisibles gargantas.
—¿Verdad, verdad que nos amamos?
Por respuesta, un hedor inconfundible, enteramente inesperada, salobre, mensual, se me agarra a la garganta. ¡Oh dolor!
En la orilla cabecean los sauces, multiplicados por las ondas. Las ondas son amplias, elásticas, y se despliegan cada vez más cautivantes, formando una inmensa copa frágil. La luna riela, auscultando la tierra…
¡Oh dolor, dolor, dolor!
Y la desesperación hace presa en mí. Reniego de mi mala estrella.
—¡Si tuviera a mano un laúd! —prorrumpo, en el colmo del erotismo frustrado.
Las pupilas de ellas se iluminan.
—¿Eres músico? —inquiere una muy tiernamente.
—¡Soy un desdichado! —grito, escupiendo con asco.
Y agrego a poco, mesándome los cabellos:
—¡Suicidémonos!
—¡Suicidémonos! —responden a dúo.
Casi amanece cuando nos lanzamos al agua. Nos lanzamos los tres de la mano, con suavidad, suspirando amargamente, temblando de pasión y frío, cada cual con una flor en la mano: tristes, tristes, tristes…

— Francisco Tario, ‘La noche del traje gris’ en Algunas noches, algunos fantasmas. FCE: México, 2004. 

viernes, 5 de junio de 2015

EN LAS NARICES DE LA GENTE. Henry Miller


He de decir que Francie era de buena pasta. Desde luego, no era católica y si tenía moral alguna, era del orden de los reptiles. Era una de esas chicas nacidas para follar. No tenía aspiraciones ni grandes deseos, no se mostraba celosa, no guardaba rencores, siempre estaba alegre y no carecía de inteligencia. Por las noches, cuando estábamos sentados en el porche a oscuras hablando con los invitados, se me acercaba y se me sentaba en las rodillas sin nada debajo del vestido, y yo se la metía mientras ella reía y hablaba con los otros. Creo que habría actuado con el mismo descaro delante del Papa, si hubiera tenido oportunidad. De regreso en la ciudad, cuando iba a visitarla a su casa, usaba el mismo truco delante de su madre que, afortunadamente, estaba perdiendo la vista. Si íbamos a bailar y se ponía demasiado cachonda, me arrastraba hasta una cabina telefónica y la muy chiflada se ponía a hablar de verdad con alguien, con alguien como Agnes, por ejemplo, mientras le dábamos al asunto: Parecía darle un placer especial hacerlo en las narices de la gente, decía que era más divertido, si no pensabas demasiado en ello. En el metro abarrotado de gente, al volver a casa de la playa, pongamos por caso, se corría el vestido para que la abertura quedara en el medio, me cogía la mano y se la colocaba en pleno coño. Si el tren iba repleto y estábamos encajados a salvo en un rincón, me sacaba la picha de la bragueta y la cogía con las manos, como si fuera un pájaro. A veces se ponía juguetona y colgaba su bolso de ella como para demostrar que no había el menor peligro. Otra cosa suya era que no fingía que yo fuera el único tío al que tenía sorbido el seso. No sé si me contaba todo, pero desde luego me contaba muchas cosas. Me contaba sus aventuras riéndose, mientras estaba subiéndome encima o cuando se la tenía metida, o justo cuando estaba a punto de correrme. Me contaba lo que hacían, si la tenían grande o pequeña, lo que decían cuando se excitaban y esto y lo otro, dándome todos los detalles posibles, como si fuera yo a escribir un libro de texto sobre el tema. No parecía sentir el menor respeto por su cuerpo ni por sus sentimientos ni por nada relacionado con ella. «Francie, cachondona», solía decirle yo, «tienes la moral de una almeja». «Pero te gusto, ¿verdad?», respondía ella. «A los hombres les gusta joder, y a las mujeres también. No hace daño a nadie y no significa que tengas que amar a toda la gente con la que folles, ¿no? No quisiera estar enamorada; debe de ser terrible tener que joder con el mismo hombre todo el tiempo, ¿no crees ? Oye, si sólo follaras conmigo todo el tiempo, te cansarías de mí en seguida, ¿no? A veces es bonito dejarse joder por alguien que no conoces en absoluto. Sí, creo que eso es lo mejor», añadió, «no hay complicaciones, ni números de teléfono, ni cartas de amor, ni restos ¡vamos! Oye, ¿crees que está mal lo que te voy a contar? Una vez intenté hacer que mi hermano me follara; ya sabes lo sarasa que es... no hay quien lo aguante. Ya no recuerdo exactamente cómo fue, pero el caso es que estábamos en casa solos y aquel día me sentía ardiente. Vino a mi habitación a preguntarme por algo. Estaba allí tumbada con las faldas levantadas, pensando en el asunto y deseándolo terriblemente, y cuando entró, me importó un comino que fuera mi hermano, simplemente lo vi como un hombre, así que seguí tumbada con las faldas levantadas y le dije que no me sentía bien, que me dolía el estómago. Quiso salir al instante a comprarme algo, pero le dije que no, que me diera friegas en el estómago, que eso me calmaría. Me abrí la blusa y le hice darme friegas en la piel desnuda. Intentaba mantener los ojos fijos en la pared, el muy idiota, y me frotaba como si fuera un leño. "No es ahí, zoquete", dije, "es más abajo... ¿de qué tienes miedo?" Y fingí que me dolía mucho. Por fin, me tocó accidentalmente. "¡Eso! ¡Ahí!", exclamé. "Oh, restriégame ahí! ¡Qué bien sienta!" ¿Y sabes que el muy lelo estuvo dándome masajes durante cinco minutos sin darse cuenta de que era un simple juego? Me exasperó tanto, que le dije que se fuera a hacer puñetas y me dejase tranquila. "Eres un eunuco" dije, pero era tan lelo, que no creo que supiera lo que significaba esa palabra.» Se rió pensando en lo tontorrón que era su hermano. Dijo que probablemente fuese virgen todavía. ¿Qué me parecía... había hecho muy mal? Naturalmente, sabía que yo no pensaría nada semejante. «Oye, Francie», dije, «¿le has contado alguna vez esa historia al poli con el que estás liada?» Le parecía que no. «Eso me parece a mí también», dije. «Si oyera alguna vez esa historia, te iba a dar para el pelo.» «Ya me ha pegado», respondió al instante. «¡Cómo!», dije, «¿le dejas que te pegue?» «No se lo pido», dijo, «pero ya sabes lo irascible que es. No dejo que nadie me pegue pero, no sé por qué, viniendo de él no me importa tanto. A veces me hace sentirme bien por dentro... no sé, quizá la mujer necesite que le den una somanta de vez en cuando. No duele tanto, si te gusta el tipo de verdad. Y después es tan dulce... casi me siento avergonzada...» 

— Henry Miller, Trópico de Capricornio, trad. Carlos Manzano (México: Punto de lectura, 2011) 328-331 pp.

viernes, 29 de mayo de 2015

¿CUÁNDO ACABARÁS DE REVENTAR, ASQUEROSA BESTIA? Fiódor Dostoievski


-¡Oh, Lisa! ¡Desde luego, los libros tienen aquí su papel! Aunque este asunto no me concierne, me desagrada. Además, me llega al corazón. Mi alma ha despertado. ¿De veras no te sientes profundamente triste aquí? Se comprende: la costumbre es una gran cosa. Sólo el diablo sabe hasta dónde puede llevar la costumbre al hombre. ¿En serio crees que no envejecerás nunca, que serás siempre bonita y que siempre te querrán tener aquí? No te hablaré de la suciedad que aquí se respira, pero quiero decirte algo sobre lo que va a ser tu vida en esta casa. Ahora eres joven y bonita, y tienes alma, sensibilidad... Sin embargo, cuando he vuelto a la realidad, me ha producido cierta repulsión verte a mi lado. Sólo venimos aquí cuando estamos completamente borrachos. En cambio, si te hubiese conocido en otra parte, si hubieses vivido como viven las personas honradas, es posible que te hubiera hecho la corte, e incluso que me hubiera enamorado de ti; que me hubiera hecho feliz una mirada tuya, y más feliz aún que tus palabras. Te habría esperado a la puerta, habría pasado horas enteras a tus pies, habrías sido mi prometida y habría juzgado este compromiso como un gran honor. No me habría atrevido a ofenderte siquiera con el pensamiento. Aquí, en cambio, me basta darte un silbido para que acudas; aquí estás obligada a obedecerme: has de venir, quieras o no, pues no soy yo quien depende de tu voluntad, sino tú quien dependes de la mía. Cuando un mujik, incluso el más humilde, se contrata para trabajar, no se vende por entero, y, además, sólo por un tiempo determinado. Pero tú... ¿Qué límite tiene tu servicio? Piensa hasta qué punto te vendes aquí, hasta qué extremo llega tu esclavitud. Vendes tu cuerpo y, con él, tu alma. Ya no dispones de tu alma.
     Entregas tu amor al primer borracho que pasa, para que él lo pisotee. Sin embargo, el amor lo es todo. Es un diamante, el tesoro de las muchachas. Hay hombres que para obtener ese amor son capaces de correr peligros de muerte, de perder su alma. Sin embargo, aquí, ¿qué valor tiene el amor? Te compran enteramente. ¿Y para qué quieren tu amor, si lo obtienen todo de ti sin amor? Es la mayor ofensa que se puede inferir a una joven, reconócelo.
     »He oído decir que aquí se os halaga, aprovechándose de vuestra candidez; que se os permite tener amantes. Esto es una farsa, una mentira. Se ríen de vosotras, y vosotras os dejáis engañar. ¿Puede amarre verdaderamente uno de esos amantes? No lo creo. ¿Cómo es posible que te ame sabiendo que te van a llamar de un momento a otro, que tendrás que dejarlo a él por cualquiera? El que consiente estas cosas es un miserable. ¿Qué estimación, por poca cosa que sea, puede tenerte? Se ríe de ti y, encima, te roba. En esto consiste su amor. Y puedes darte por satisfecha si no te vapulea..., cosa que es muy posible que haga. Pregúntale al tuyo (si lo tienes) si quiere casarse contigo. Como respuesta, lanzará una risotada en tus mismas narices, eso si no te escupe a la cara o te da una paliza. Pero ocurre que él no vale ni dos ochavos. ¿Y para qué (piensa en ello) has enterrado aquí tu existencia? Para que te alimenten y te den café. Pero ¿con qué objeto te alimentan? Una mujer distinta, una joven honrada, ni siquiera probaría esos alimentos, pues comprendería el fin con que se los dan. Tú debes ya a la patrona; le deberás todavía más, y tu deuda seguirá aumentando hasta el fin de tu carrera; hasta que los clientes no quieran ya saber nada de ti. Esto ocurrirá pronto. No confíes en tu juventud. Aquí el tiempo galopa. Cuando ya no sirvas, te echarán a la calle. Y, antes de echarte, te colmarán de reproches e insultos, como si no hubieses entregado a tu 'patrona tu juventud, tu salud e incluso tu alma. Te dirán que eres la ruina de la casa; te hablarán como si hubieses robado, como si hubieses sumido en la miseria a tu patrona. Y no esperes ayuda de nadie. Las demás, tus compañeras, irán también en contra tuya para adular a la patrona, pues aquí todas, todas son esclavas y han perdido hace ya mucho tiempo la conciencia y la compasión. Son cobardes y lanzarán sobre ti los insultos más groseros, más viles y más crueles. Lo dejarás aquí todo sin darte cuenta: la salud, la juventud, tus encantos, tus esperanzas, y a los veintidós años tendrás el aspecto de una mujer de treinta. Y da gracias a Dios si no te pones enferma. Te imaginas (estoy seguro) que no trabajas, que estás en continuas vacaciones. Pero no hay, no ha habido jamás trabajo más penoso que el tuyo, tanto, que tu corazón debería fundirse en lágrimas.
     »No te atreverás a pronunciar una sola palabra, ni siquiera media, cuando te echen de aquí. Te marcharás encorvada como una culpable. Irás a otra casa, luego a otra, todavía volverás a cambiar, y, finalmente, irás a parar a la plaza del Heno. Y allí recibirás paliza tras paliza, por nada, por costumbre. Así se hace siempre en aquel lugar. Ningún cliente te besará sin antes darte un buen vapuleo. ¿Te resistes a creer en tanto horror? Ve a la plaza del Heno y lo verás por tus propios ojos. 
     »Yo vi una vez, una víspera de Año Nuevo, a una de esas desgraciadas. La habían echado a la calle, a modo de broma, para "calmarla", porque gritaba demasiado, y habían cerrado la puerta tras ella. A las nueve de la mañana estaba ya completamente borracha. Iba desmelenada y medio desnuda. Su cuerpo mostraba huellas de golpes. Llevaba la cara pintada y cubierta de polvos, bajo sus ojos destacaban dos grandes manchas negras y su boca y su nariz sangraban. El causante de todo aquello había sido un cochero de fiacre. Estaba sentada en los peldaños de piedra de la escalinata y tenía en la mano un pescado en salmuera. Gritaba, repetía con obstinación las mismas frases sobre su infortunio y golpeaba los escalones con el pescado. Estaba rodeada de cocheros y soldados borrachos, que se reían de ella y se divertían excitándola. Tú no quieres admitir que te ocurrirá lo mismo que a esa mujer. Tampoco yo lo quiero creer. Pero ¿qué sabes tú de eso? Ocho o diez años atrás, llegó de no sé dónde, fresca como una rosa, inocente, limpia, ignorante de todo lo malo, ruborizándose a cada momento. Tal vez era semejante a ti: orgullosa y susceptible, de mirada altiva, y persuadida de que el hombre que la amase y a quien ella amara gozaría de una felicidad inmensa. Sin embargo, ya ves cómo terminó.
     »Y piensa que acaso en el momento mismo en que golpeaba los escalones de piedra con su pescado en salmuera, borracha y desmelenada, acudieron a su memoria los años pasados en la casa paterna, aquellos años en que, pura como un ángel, iba al colegio, y el hijo del vecino la esperaba en la carretera para jurarle que la amaría eternamente y le dedicaría su vida entera, lo que terminó con la mutua promesa de quererse siempre y casarse tan pronto como fuesen mayores...
     »¡Créeme, Lisa! Sería una felicidad para ti, sí, una felicidad, morir en un rincón, en un sótano, como aquella tísica de la que te he hablado hace poco. Has mencionado el hospital. ¡Tendrías suerte si te llevaran a un hospital! Pero piensa que tu patrona te necesitará todavía. La tisis no es un simple acceso de fiebre. El enfermo conserva la esperanza hasta el último minuto y siempre dice que se siente bien. Se engaña a sí mismo, y la patrona se aprovecha de ello. Sí, así es. Le vendiste tu alma y, además, le debes dinero. Ya no puedes, por lo tanto, replicarle. Y cuando estás agonizando, todos se apartarán de ti y te abandonarán, porque ¿para qué puedes servirles en esos momentos? Y todavía te echarán en cara el sitio que ocupas y la poca prisa con que te mueres. Ni siquiera podrás obtener un poco de agua, y, si te la dan, lo harán injuriándote:
     «¿Cuándo acabarás de reventar, asquerosa bestia? Con tus gemidos nos impides dormir y molestas a los clientes». Sí, así sucede. Yo mismo he oído lanzar reproches semejantes. Cuando estés medio muerta, te echarán en el rincón más sombrío y hediondo de un sótano, donde sólo habrá humedad y tinieblas. ¿En qué pensarás cuando estés allí, tendida, sola? Y, ya muerta al fin, manos extrañas te amortajarán a toda prisa, con impaciencia, lanzando juramentos. Nadie pensará en ti suspirando, nadie acudirá a tu lado para bendecir tu cuerpo. Sólo pensarán en librarse de ti lo antes posible. Comprarán un burdo ataúd y se te llevarán como se llevaron a aquella desgraciada. Y luego irán a echar un trago en memoria tuya. La fosa estará llena de barro, de nieve derretida. Pero para ti no hay contemplaciones. "¡Ven, Vania: la bajaremos por aquí! ¡Es su sitio! Pero también por aquí baja patas arriba... ¡Sujeta bien las cuerdas, animal! ¡Ahora va bien! Pero ¿no ves que la has puesto de costado? Al fin y al cabo, era un ser humano. Bueno, no importa: cúbrela ya de tierra." Ni siquiera querrán disputar sobre ti. Te cubrirán lo antes posible de una capa de tierra fangosa y se irán a la taberna. Así terminarás. Después, nadie se acordará de ti. Junto a las demás tumbas hay hijos, padres, esposos, pero junto a la tuya, ni una lágrima, ni un suspiro. Y nadie, absolutamente nadie, se acercará jamás a tus restos. Tu nombre desaparecerá de la superficie de la tierra como si no hubieses existido nunca, como si ni siquiera hubieras nacido. Lodo, pantanos... Golpea cuanto quieras la tapa de tu ataúd por la noche, a la hora en que se levantan los muertos. "¡Dejadme salir, buena gente! ¡Quiero ver la luz! He vivido sin vivir; mi vida ha sido una alfombra para los pies de los hombres. La devoraron y terminó en la plaza del Heno. ¡Dejadme salir, buena gente! ¡Quiero volver a vivir!"
     Estaba exaltado, mi garganta se contraía en sacudidas espasmódicas. De pronto, me detuve, inquieto; me incorporé en la cama, incliné la cabeza con el corazón palpitante de temor y agucé el oído: había motivo más que suficiente para sentirse intranquilo.
Yo sospechaba desde hacía unos momentos que había trastornado su alma y destrozado su corazón, pero cuanto más seguro estaba de ello, mayor era mi deseo de obtener una victoria rápida y completa. Este juego me arrastraba. Pero no era únicamente un juego...
     Me daba perfecta cuenta de que estaba hablando sin espontaneidad, tediosamente, en un estilo literario. Pero esto no me importaba. Tenía la seguridad de que ella me comprendía y de que mi estilo literario era para mí una gran ayuda en aquel momento. Pero cuando hube logrado mi propósito, tuve miedo.
     Nunca, nunca fui testigo de una desesperación tan profunda. Lisa tenía la cara hundida en la almohada, a la que estrechaba entre sus brazos. El llanto desgarraba su pecho. Todo su joven cuerpo temblaba, convulso. Los sollozos que se amasaban en su garganta y que la ahogaban, se convertían de pronto en gritos, en ladridos. Entonces hundía aún más la cabeza en la almohada: no quería que nadie de aquella casa supiera que lloraba y sufría. Mordía la almohada, y una vez se mordió el brazo hasta hacerse sangre, como comprobé luego. Otra vez introdujo los dedos en su dispersa cabellera y permaneció inmóvil, en un esfuerzo atroz, conteniendo la respiración, apretando los dientes. Me dispuse a decirle algo, a pedirle que se calmara, pero advertí que no tenía valor para hablarle, y de pronto, presa de pánico, me levanté, a fin de vestirme a tientas y huir. La oscuridad era completa. Mis esfuerzos por ir de prisa eran inútiles. En esto, mi mano tropezó con una caja de cerillas y un candelero con una vela entera. Apenas la encendí, Lisa se sentó de un salto en la cama. Tenía el rostro contraído y me miró con sonrisa de loca, con un gesto de extravío. Me senté a su lado y me apoderé de sus manos. Entonces volvió en sí, se lanzó sobre mí, fue a rodearme con sus brazos, pero no se atrevió y bajó lentamente la cabeza.
     - Lisa, amiga mía, me he equivocado... Perdóname -empecé a decir.
     Pero ella apretó tan fuertemente mis manos con las suyas, que comprendí que estaba diciendo algo inconveniente, y me callé.
     -Aquí tienes mi dirección, Lisa. Ven a verme.
     -Iré -murmuró la joven resueltamente, pero sin levantar la cabeza.
     -Ahora me voy. ¡Adiós! ¡Hasta la vista!
     Me levanté. Lisa se levantó también. Luego, de pronto, se sonrojó, tuvo un sobresalto, se apoderó de una pañoleta que había en una silla y se cubrió con ella los hombros y el cuello hasta la barbilla. Hecho esto, tuvo una sonrisa forzada, volvió a enrojecer y me miró extrañamente. Esto me inquietó. Me urgía salir de allí, desaparecer.
     -Espere un momento -me dijo Lisa de pronto en la antecámara, ya cerca de la puerta, reteniéndome por el borde de la capa.
     Dejó la bujía y salió corriendo. Indudablemente había olvidado algo que quería mostrarme. Su cara era de un matiz sonrosado, le brillaban los ojos, sonreía. ¿Qué me quería enseñar? Esperé. Volvió al cabo de un minuto. Su mirada parecía excusarse. Su semblante era distinto. En sus ojos no había ya aquella expresión sombría suspicaz y obstinada; ahora su mirada era dulce, implorante, y también confiada, acariciadora y tímida. Miraba como miran los niños a aquellos a quienes quieren y a los que piden algo. Sus ojos, de un castaño claro, eran hermosos, vivos y sabían expresar tanto el amor como el odio. Juzgando inútil explicarme nada, como si yo fuera un ser superior, capaz de comprenderlo todo sin explicaciones, me tendió un plieguecillo de papel. Todo su rostro se iluminó en aquel instante con una alegría ingenua, casi infantil. Tomé el papel. Era una carta dirigida a ella por un estudiante de Medicina: una declaración de amor, solemne, florida y extremadamente respetuosa.
     He olvidado las frases, pero recuerdo perfectamente que bajo el estilo ampuloso, sentí palpitar un sentimiento tan lleno de sinceridad, que no cabía pensar en la ficción. Cuando hube terminado la lectura, vi clavada en mí la mirada de Lisa, una mirada ardiente impaciente y curiosa como la de un niño. Sus ojos estaban fijos en los míos; Lisa esperaba con avidez mi opinión sobre la carta. Breve y apresuradamente, pero con una especie de gozoso orgullo, Lisa, me explicó que la habían invitado a una velada en casa de una familia respetable que «no sabía nada, absolutament rien» (porque no hacía mucho tiempo que había llegado, sólo para explorar, y estaba decidida a no quedarse, pues en cuanto hubiese pagado su deuda se iría). Y el estudiante fue también a esa velada; fue su pareja en todos los bailes y resultó que ya se habían conocido en Riga, cuando los dos eran niños aún, y que habían jugado juntos. ¡Pero hacía tanto tiempo de aquello! Él conocía también a los padres de Lisa. Pero no sabía nada de su situación, absolutamente nada, y no tenía la menor sospecha sobre este punto. Y he aquí que al día siguiente (hacía tres días) le había enviado aquella carta por conducto de una amiga que había ido con ella a la velada. «Y... bueno, esto es todo.»
     Cuando terminó su relato, bajó confusa, sus centelleantes ojos. La pobre conservaba aquella carta como un objeto precioso -el único que poseía- y me lo había enseñado para que yo, antes de marcharme supiera que se la podía querer honradamente, sinceramente, y que se le podía escribir en tono respetuoso. Desde luego, el destino de aquella carta era permanecer guardada como un recuerdo y ninguna otra la seguiría. Pero esto poco importa: estoy seguro de que la conservó toda su vida como una joya. Era su orgullo, su justificación. Lisa se había acordado de su tesoro improviso y me lo había mostrado con ingenuo orgullo, para recobrar mi estimación, para que la felicitara. Pero no le dije nada; le estreché la mano y me fui. ¡Tenía tantas ganas de marcharme! Volví a casa a pie, aunque la nieve seguía cayendo en grandes copos. Sufría, me sentía aniquilado y confundido. Pero, a través de esta confusión, entreveía ya la verdad..., una verdad sumamente desagradable. 

— Fiódor Dostoievski, Memorias del subsuelo, trad. Bela Martinova (Madrid: Cátedra, 2005), 164-171.

viernes, 22 de mayo de 2015

LA NOCHE DE MARGARET ROSE. Francisco Tario


Decía la carta, escrita poco menos que ilegiblemente:

X. X. Esq.,
97 Cromwell Road.
Londres S. W. 7.
Margaret Rose Lane, inglesa, de 28 años, casada con un multimillonario yanqui, lo invita a usted muy íntimamente a jugar al ajedrez el sábado en la noche.

     Y al pie, con caracteres de imprenta, aparecía una serie de indicaciones muy minuciosas referentes a la situación exacta de la finca, sobre la ruta de Brighton, a unos veinticinco kilómetros de la costa.
Margaret Rose Lane, en mis borrosos recuerdos, se reducía exclusivamente a esto: a una chiquilla muy pálida, etérea, vestida de verde y que jugaba al ajedrez admirablemente.
      Escarbando en la memoria, logré, no obstante, reconstruir más tarde determinados pormenores.
    Nos conocimos en Roma —no acierto a precisar con ocasión de qué sencillo incidente— en la iglesia de San Sebastián, momentos antes de descender a las catacumbas. La acompañaba, creo, una institutriz francesa, présbita o algo por el estilo, y la chiquilla debía contar por aquel entonces diecisiete o dieciocho años. Recuerdo con singular perfección, por cierto, la figura de ella en el antro subterráneo, un poco adelante de mí, portando la misteriosa vela encendida, y cuyos reflejos azules o grises temblaban sobre su cabellera negra como una lengua de fuego sobre cualquier superficie húmeda. Resultaba indescriptiblemente sugestivo el contraste de los dos personajes que precedían: el guía —un carmelita de cabellos rizosos y nariz aguileña— y aquella espiritual muchacha, silenciosa, tímida, frecuentemente suspirante, que caminaba altivamente por entre las fosas abiertas y los cráneos diseminados.
    Tres veces más nos encontramos. Una, fortuitamente, en el Foro Romano, y las restantes, de común acuerdo, en su propio hotel —¿Hotel Londres?— acompañada de sus familiares. (No recuerdo en qué número, pero tres probablemente.) Durante estas dos últimas entrevistas me fue dado comprobar con natural sorpresa la habilidad poco común de la joven para jugar al ajedrez. Creo que no logré ganarle una sola partida.
     Ya a punto de despedirnos la última noche —ellos zarpaban de Nápoles próximamente— recuerdo muy bien que me dijo:
     —Pronto, muy pronto, Mr. X, se olvidará usted de Margaret Rose…
     Esto no tiene mayor importancia y lo habría olvidado sin lugar a dudas, a no ser por lo que ocurrió a continuación.
     Nos hallábamos ambos en la sala de lectura del hotel, sentados ante una mesita cuadrada, con mi rey en jaque mate, cuando la joven tendió su mano sobre el tablero y añadió compungidamente:
     —¿Por qué es tan ingrata la gente, Mr. X?
     Yo aduje no sé qué falso y estúpido razonamiento, pretendiendo disuadirla de tan amarga verdad, mas contra lo que podría esperarse, su reacción fue de lo más inusitado. Retiró el brazo lentamente, palideció de un modo angustioso, clavó en mí sus ojos febriles y balbució con un acento, diré de justo sonambulismo:
     —Está bien. Sí, no nos volveremos a ver más…
      Acto seguido se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar desconsoladamente.
Apareció la dama francesa, y he aquí lo más singular del caso. Lejos de mostrarse sorprendida o alarmada, se aproximó silenciosamente a la chiquilla, la ayudó a incorporarse ofreciéndole la mano y procedió a secar sus lágrimas, según se hace con una criatura. Entonces, dirigiéndose a mí, con la gravedad más embarazosa, suplicó:
     —Disculpe usted, caballero. Creo que le sea fácil comprender.
      Las vi alejarse rumbo al vestíbulo y nunca más volví a ver a Miss Margaret Rose.
     Yo regresé a América, y veinte días después de mi llegada a Nueva York recibí inesperadamente una tarjeta postal desde Londres. Margaret Rose me recordaba, «agradeciendo infinitamente los excelentes ratos que le había deparado en Italia».
     Ésta, su imprevista y extraña misiva de hoy, es, a partir de aquella fecha, la primera noticia suya.
¡Cuán sensacional e insospechada es a pesar de todo la vida!
     A mis cincuenta años, con el cabello blanco y roído el espíritu por un sinfín de achaques físicos y morales, me satisface plenamente percatarme de las reservas de optimismo y vigor que aún conservo bajo estos huesos. No es común ni mucho menos que un hombre en semejantes condiciones logre hallar algo realmente interesante o atractivo en las sencillas y melancólicas cosas que nos rodean. El amor, la perfecta salud física, la avidez por tanto placer ignorado, exageran las bellezas existentes. Un día azul y cálido nos exalta; una luna redonda y limpia nos conmueve; sentimos, como parte de nuestra circulación sanguínea, el flujo y reflujo de la marea; la música nos arranca lágrimas o gritos de insensato júbilo; el alcohol remueve nuestros más profundos instintos; la noche nos place por obscura y propicia; el día, por luminoso y alegre. Y ese vibrar de nuestros músculos, ese estampido continuo de nuestro corazón, esa hambre insaciable de todas nuestras potencias físicas e intelectuales, dotan a la realidad de un ropaje opulento de lozanía, transparencia y ardor. De un ropaje que, por desdicha, va destiñéndose lamentablemente a medida que el tiempo avanza, hasta que definitivamente, inexorablemente, como una bella tarde que concluye o un cacharro que se rompe, nos encontramos rodeados de una inanición, una frialdad y unas espantosas tinieblas.
    A través de la ventanilla del ferrocarril, contemplo ahora el campo fecundado por los transportes de la primavera. Una dulce y variable brisa mece los juncos, los tallos vivos de las flores, las ramas irisadas de los árboles, la ropa blanca puesta a secar sobre las piedras de los corrales. Pasta o abreva el ganado, sumergidas sus pezuñas en el corazón húmedo de la hierba. Cruzan ligeras y alegres las golondrinas, chillando estridentemente. Los arroyos tiemblan con un temblor divinamente musical y tierno. El humo azul o pardo del carbón se tiende alto, alto, bajo el firmamento metálico, desgarrándose en fragmentos —nubes sin coordinación, inconsistentes, absorbidas fatalmente por esa inmensidad solemne y luminosa—.
      Y yo experimento, en virtud de estos nada sensacionales y siempre repetidos acontecimientos, una impresión de impaciencia que recuerda la del sediento frente a un manantial de agua pura y susurrante. Como un genuino adolescente o un ser que jamás ha rebasado los linderos de sus comarcas, presto una atención desmedida a cuanto se desarrolla a mi alrededor. Lógico sería, no obstante, que tras recorrer la mitad del mundo y presenciar —y sufrir también— hechos por demás dolorosos, esta campiña inglesa tan lisa, tan insubstancial, tan flemática, me impulsara a desdoblar el diario y apartar mi vista de lo que mi vista ha contemplado innúmeras veces. Pero lejos de ser así, miro al sol bajar, bajar allá en el horizonte, y en mi interior algo también desciende, se ensombrece, calla, y temo —algún día necesariamente ha de ser— que fenezca.
      Tal noción de lo inevitable y la luz que se va extinguiendo ocasionan, como de costumbre, que mi ánimo decline y mis pensamientos sean más densos.
     Tiro, pues, de la cortinilla, y en el solitario compartimiento del express me entrego a otro género de reflexiones.
    Margaret Rose… Margaret Rose… ¡Cuán lejano y obscuro se me representa aquel encuentro! Como si hubieran caído otros diez años a partir del día en que recibí su última carta, escasamente logro ahora revivir el más insignificante detalle. Sin embargo, no he dejado de pensar en todo ello durante los últimos días; no he cejado, hasta obtener de mi memoria una información conveniente. Y repito, hoy, ahora más intensamente que nunca, la existencia y proximidad de semejante mujer se me antoja absurda.
     Leo y releo su incomprensible mensaje, que conservo en el bolsillo.
     Margaret Rose… Cierro los ojos, con objeto de acoplar bien sus rasgos fisonómicos y, en cambio, evoco intempestivamente un ademán suyo, olvidado por completo: aquel de extender su mano fina y blanca hacia una pieza del ajedrez, tocarla después por la punta y hacerla al fin deslizarse sobre el tablero con un movimiento raudamente misterioso… Margaret Rose… singular y extraña criatura, siempre vestida de verde, a quien veo ahora reclinada contra un árbol, exhausta, sofocada por el tórrido sol italiano, observando cuanto la rodea con una expresión peculiar de insensibilidad o desconfianza… Margaret Rose… en la actualidad casada con un multimillonario yanqui…
     El tren da una brusca sacudida, se detiene ruidosamente, y cruzan por el pasillo en ese instante gran número de viajeros con su exiguo equipaje en la mano.
     … ¿Una chocante aventura de amor? ¿Un candoroso e inocente rapto de sentimentalismo? ¿Una excentricidad, entre infantil y enfermiza, de una mujer rica y joven que se aburre? ¿Un propósito secreto, una necesidad urgente y grave de ayuda, insoluble para mí, pero angustiosa e intransferible para ella? ¿Un chantaje? ¿Una cobarde venganza de mis numerosos enemigos…?
     Cuando echo pie a tierra, un hombrecillo azafranado se me acerca en el andén de la estación e inquiere mi nombre. Tan luego me identifica toma mi maleta decididamente, invitándome con un gesto a seguirlo. Él delante, yo detrás, cruzamos la sala de espera, descendemos unos peldaños negruzcos y llegamos hasta un espléndido carruaje tirado por un magnífico tronco de caballos blancos.
     De la obscuridad total de la noche emergen a ambos lados del camino aisladas luces muy débiles, a cuyo resplandor, sin embargo, el follaje adquiere una vivacidad submarina y misteriosa. Los caballos, en pleno galope, se internan por regiones profundas, inusitadamente sombrías, y cuyo murmullo es en extremo agradable. Las curvas son numerosas, a veces muy pronunciadas, y yo tengo que asirme fuertemente del vehículo a fin de no salir despedido. Percibo, casi a intervalos iguales, el golpe del látigo en el aire. Croan las ranas en un próximo estanque que adivino, desaparecen ocasionalmente los faroles, los caballos aceleran su marcha y, arriba, un puñado de insignificantes estrellas tiembla sobre el cielo cárdeno y compacto.
    De pronto, las luces de una casa que a simple vista me parece gigantesca se destacan sobre las copas de los árboles, a regular distancia. Nos detenemos frente a una gran verja, cubierta a tramos por floridas y exuberantes enredaderas. En el edificio —simultáneamente a nuestra llegada— se van apagando las luces, hasta quedar una sola ventana iluminada en la planta alta. Se apea el cochero y yo lo imito, disponiéndome a seguirlo. Enciende una lamparilla eléctrica. Durante diez minutos, más o menos, bordeamos la enorme huerta, bajo una imponente masa de fronda que el viento arrulla blandamente. Una pequeña puerta ojival, empotrada en el espeso muro a manera de cripta, parece ser de momento nuestro destino. Mi acompañante posa la maleta, extrae una llave del bolsillo, introduce ésta en la cerradura y la puerta cede, no sin cierta resistencia. En el interior la luz es escasa, algo amarillenta y titubeante. Ascendemos a tientas a lo largo de una empinada escalera de caracol que trepa hacia las tinieblas. Las paredes desnudas, la ausencia total de mobiliario y cierto olor penetrante a guisos y especias, me advierten que nos hallamos en la zona de servicio. Empero, no se escucha ruido o voz alguna, cual si la casa estuviese deshabitada o todos sus moradores durmieran.
     Ya arriba, cruzamos un vasto corredor de piedra, que cubre raída alfombra escarlata. Otra puerta que franqueamos. Un pequeño recibidor, totalmente a obscuras, y una puerta más, contra la cual el cochero golpea enérgicamente. Pretendo, a un tiempo, hacer aceptar a éste una propina, dando por terminado mi viaje, pero él rehusa una vez y otra. Desaparece al cabo con mi equipaje y yo distingo los pasos blandos de alguien que se aproxima en la silenciosa estancia. La puerta, en efecto, se abre, y me encuentro de manos a boca con Margaret Rose Lane en persona.
      Margaret Rose —ahora sí recuerdo— exactamente igual a como la conocí hace diez años. Igual de lánguida, de pálida, tal vez un poco más frágil, con sus dos ojos negros, fenomenales —¡no sé cómo haberlos llegado a olvidar tan fácilmente!— y su cabellera negra, lacia, recogida sobre la nuca.
Permanecemos en pie uno frente a otro, en silencio, mirándonos atentamente. Ella esboza una sonrisa y yo, sin explicarme la causa, no encuentro nada oportuno que decir. Lo intento en vano repetidas veces.
      —Margaret… —articulo al cabo trabajosamente.
      Muy grave, muy aérea, con su bata verde hasta los tobillos, cierra la puerta con llave y me muestra un asiento.
     Ocupo el sillón, exageradamente mullido y amplio, del cual emerge mi tronco como el de un exiguo arbusto en una gran zanja. Se sienta ella frente a mí, con una extraña impasibilidad en el rostro. Nos separa una mesita de ajedrez con las piezas listas. Arde —no sé por qué razón en primavera— un fuego gigantesco en la chimenea de piedra. El salón parece inmenso, dando la impresión de hallarse vacío.
     —Margaret… —prorrumpo de nuevo; y mi voz es tan lejana que me sorprendo de ser yo mismo quien esté hablando—. ¿Es todo esto acaso un sueño?
      Ella sonríe, fijas, fijas sus fenomenales pupilas en mí.
     —¿Es esto un sueño? —repito instintivamente, tratando de provocar otra vez aquel terrible eco que se escurre por los muros, casi corpóreo.
      Ríe y no habla, tal vez complacida de mi turbación.
     Y en efecto: una desazón agudísima, completamente indescifrable, vase apoderando de mí a cada minuto que transcurre. Una sensación por demás extraña, ni de incomodidad o angustia, ni de ansiedad o sobresalto, ni de pavor o desconfianza, sino propiamente de vacío, de inestabilidad o ausencia, como si mi personalidad, pongo por caso, fuese anulada gradualmente por otra personalidad intrusa que ocupara su lugar. Bien como al despertar de un sueño, bien como al entrar en él…
      —Margaret —insisto; y del techo se desploma una voz que no es la mía—: «Margareeeet».
      Continúo:
     —No sé de qué singular impresión he sido víctima al penetrar en este lugar y encontrarme con usted de nuevo. ¡Discúlpeme! Cuando recibí su carta, hace apenas unos días, me sentí poseído por un vivo afán de recordar, recordar juntos y libremente aquellos lejanos momentos de Italia. Pero ahora, vistas sensatamente las cosas, no sé si deba reprocharme el haber acudido a la cita. No es prudente ser irreflexivo y considero haberlo sido esta vez de sobra…
Ríe, ríe ella; mostrando sus dientes pequeños, cuadrados. Y la risa le agita el cuerpo y se estrella después contra los muros, con un sonido semejante al que produce el granizo golpeando un tejado de lámina.
     —No, no es prudente lo que hemos hecho…
     No cesa de reír, tapándose el rostro con ambas manos, y estoy a punto de saltar sobre ella para hacer cesar de una vez por todas aquella risa.
     —¿Se burla usted de mí? —exclamo reprimiéndome, pero comprendiendo ya que algo más grave y siniestro se esconde tras de aquellos labios convulsos.
Ríe, ríe y me mira, un poco ladeada la cabeza.
     —¿Es para esto, Margaret Rose, es para esto para lo que usted me ha hecho venir a su casa? ¿Es para esto…?
    Una sobreexcitación inaudita se ha apoderado ya de mí. No acierto a coordinar bien mis reflexiones y mucho menos a buscar un medio juicioso de acallar aquella risa que, penetrándome por los oídos, se derrumba en las tinieblas de mi cuerpo resquebrajándome los nervios.
     —¡Basta, basta ya, Margaret! —suplico incorporándome, aunque sin decidirme a ir hasta ella—. Es posible que se halle usted fatigada, un poco enferma… Convendría que se retirara a descansar ¿le parece? ¡Le prometo volver en cuanto usted me lo indique!
     Ríe ahora más escandalosamente, examinándome de arriba abajo. Ríe, y aquella catarata de risa que amenaza con no terminar nunca le ha sonrojado levemente las mejillas y llenado de lágrimas los ojos. Ríe, y en la lóbrega intimidad de la estancia aquella boca abierta, crispada, se ilumina intermitentemente con el fulgor de las llamas. Ríe, ríe, mientras me apresto a salir, encaminándome hacia la puerta. Pero de pronto calla. Y un silencio desmesurado, sobrenatural, se extiende en torno mío; un silencio no semejante a ningún otro, que me hace detenerme. Vuelvo el rostro, temiendo encontrarme con un cuerpo exánime sobre la alfombra y me hallo, en cambio, con un semblante hierático, frío, perfectamente inmóvil, sobre un cuello erizado y firme como la punta de una roca. Nos miramos desconfiadamente, tal vez asustados de nosotros mismos. Permanecemos así largo rato, yo al extremo opuesto de la estancia. El silencio o mi sangre zumba. Llamean los leños. Y, maquinalmente, como si aquella extraña personalidad a que he aludido antes actuara ahora sobre mis músculos, hasta tal punto que todo intento de defensa es vano, giro en redondo, vuelvo sobre mis pasos, torno al sillón, y me siento.
     Enorme, profundo y alucinante es el silencio que reina.
    Pero Margaret Rose echa atrás la cabeza, entrecierra un poco sus fenomenales ojos y musita con una languidez malsana, moviendo rítmicamente los labios:
     —¡Esta estúpida risa!
     Suspira.
     —¡Es horrible esta risa, Mr. X! ¡Horrible horrible esta risa que no sé de dónde me brota…!
     Yace inmóvil, con una visible expresión de tristeza, en un completo abandono, dejando fluir las palabras, dulces, acariciantes, dolorosas.
     —Horrible horrible, porque en las noches, cuando todos duermen y nadie escucha, la risa anda por ahí suelta, golpeándose contra las puertas siempre cerradas. ¡También son horribles las puertas cerradas, Mr. X!
     No sé qué especie de fascinación emana de su rostro, ahora extático.
     —Contra una huerta cerrada uno llama ansiosamente y nadie abre… Contra una puerta cerrada no queda nada qué hacer: sólo reír, reír, y la risa es un tormento. ¡Mas ni aun así se abre! Podemos dejar allí nuestras entrañas, caer sin sentido o volvernos locos, y no hay una sola mano que empuje la puerta… ¿No es esto detestable, Mr. X?
    Más y más su inmovilidad se intensifica, y su mirada se pierde en la bóveda invisible, y sus palabras brotan enervantes, demasiado lentas, como un veneno mortífero aunque de sabor extraordinariamente exquisito.
     —¡Esta maldita risa!
     Otra vez el silencio insufrible.
     Y una idea pavorosa, incomprensiblemente olvidada, se ilumina en mi cerebro. Una idea de cuya naturaleza no había tenido hasta ahora el menor atisbo y que me deja paralizado allí sobre el asiento, en estado poco menos que inconsciente.
     «Margaret Rose Lane había fallecido hace tiempo.»
    ¿Cuánto? No puedo aclararlo en tan espantosos momentos, pero la certeza de tal hecho no ofrece lugar a dudas. Tal vez cinco años, seis… ¿Acaso no recuerdo muy distintamente el momento preciso de recibir la noticia? Un diario en el club, cierta noche…
    —¡Margaret! —exclamo incorporándome bruscamente, con un temblor irreprimible en los labios       —. ¡Margaret! ¿Es cierto?
     Debió sobrecogerla mi voz, el sudor que me arroyaba por las sienes, mi expresión indudablemente diabólica, porque su actitud es por completo distinta a la adoptada hasta ahora. Se incorpora también, avanza sin ruido —como un verdadero fantasma— y muy próxima a mí, hasta hacerme sentir la tibieza de su aliento, pregunta:
     —Mr. X, ¿qué le ocurre? ¿Se siente usted enfermo? ¡Oh, tranquilícese!
   —¡Margaret! ¡Margaret! —prorrumpo retrocediendo, tratando de evitar a toda costa el menor contacto con aquel ser abominable—. ¡Dígame la verdad, es preciso!
     —¿La verdad? —sonríe muy tristemente y, ante mi creciente anonadamiento, reclina con suavidad su cabeza en mi hombro—. La verdad, Mr. X, es que soy muy desdichada…
     Prosigue:
    —¡He pensado en usted como no puede imaginarse! —y dos lentas y amargas lágrimas le arroyan hasta los labios, se le desprenden del rostro y saltan sobre mi hombro—. ¡Mi vida pudo haber sido tan distinta…! Pero era aún una chiquilla, ¿me recuerda usted bien? No tuve valor. ¡Oh! Si aquella misma tarde la tierra se hubiera desplomado y todo hubiese concluido en un segundo habría sido mejor…
    Llora, llora, y ambos, de pie junto a la lámpara encendida, no somos sino dos seres absurdos, especie de ilusiones, cuya presencia habría sobrecogido al ánimo más templado de la tierra.
    —¡Algún día si usted gusta le haré mis confesiones y usted se horrorizará! ¡Qué terrible, oh, qué terrible y espantoso ha sido todo!
     Mira con inquietud repentina a todos lados, como temiendo que esté por presentarse aquello de lo que tan desesperadamente habla.
     —Cuando subíamos de las catacumbas, sobre el último peldaño de la escalera, usted me ofreció su mano. Era ya dentro de la iglesia… El carmelita aguardaba… Mademoiselle Fournier se había quedado un poco atrás… Yo dije: «Lléveme con usted para siempre, se lo ruego». Era mi salvación, la única oportunidad de ser realmente libre. Pero el miedo ahogó mi voz y usted no me oyó, Mr. X. Ni al día siguiente, ni después, volví a atreverme; no, no me atreví. ¡Y el drama no tuvo remedio!
Sus cabellos fríos rozándome el rostro y el temblor convulso de sus brazos alrededor de mi cuello son las dos únicas cosas que percibo con mediana realidad. El resto: aquella voz melodiosa y titubeante; el fuego que vomita la chimenea; los muros altos y ennegrecidos; los muebles en las sombras; las lágrimas ya frías sobre mi carne… son testigos confusos y horripilantes del dolor de una mujer infame que sufre sobrehumanamente, con dolores nada parecidos a los de los hombres.
     —¡El drama no tuvo remedio! ¡El drama no tuvo remedio! —insiste ciñéndose a mí.
     Y otra voz en las alturas, por encima de la gran araña en penumbra, repite melancólicamente: «¡El drama no tuvo remedio!»
     Criatura inconsolable, infinitamente desdichada, víctima tal vez de algún tormento monstruoso y secreto, Margaret Rose vacía su alma en mi alma; y yo, progresivamente, sin esperanza, inevitablemente, como un moribundo en su sopor, voy abandonándome al éxtasis, a cierta especie de ebriedad espiritual —no sé si inconsciente o tácita— y a un desmoronamiento físico, típicamente agónico. No obstante, mediante un segundo de lucidez intensísima capaz de iluminar el cerebro de todos los hombres, logra substraerme al hechizo de aquella voz de ultratumba y me desprendo de la mujer con violencia. La arrojo contra el asiento. Cae ella del primer golpe, su débil cuerpo enrollado como un trozo de serpentina. Negros, fenomenales los ojos, fijos en mí sin expresión alguna.
     Puedo gritar:
     —¡Estás muerta! ¡Estás muerta! ¡No oses moverte más porque estás muerta!
     Y ella calla, infinitamente triste, mirándome bien a los ojos, con una mirada tan semejante a la de un perro, que me estremezco.
     —¡Estás muerta! ¡Estás muerta! —continúo gritando—. ¡Aparta, porque estás muerta!
     De pie, bajo el invisible techo, pregoné mil veces creo durante la noche entera la verdad pavorosa y escalofriante. Y creo también que, durante todo ese tiempo, sus ojos no pestañearon o se movieron, fijos, fijos en mí, fenomenales y negros.
    —¡Estás muerta! ¡Estás muerta!
     Debió ser un rapto de locura mutua, no sé.
    A poco, Margaret Rose tendía graciosamente su mano blanca y larga hacia un alfil del tablero y, haciéndole deslizar por entre las demás piezas, balbucía tiernamente, con su voz cálida y tranquila:
    —Jaque mate.
     De nuevo me derrotaba, y de nuevo iniciábamos otra partida.
    —Jaque mate —otra vez.
     Así repetidas veces.
     —¡Oh, Margaret Rose! juega usted admirablemente.
     Y el humo de nuestros dos cigarrillos se mezclaba en la atmósfera pesada, ascendía hasta el techo, formaba bellas nubes ondulantes y se perdía, perfumado y alegre, en las dulces sombras nocturnas. Y reíamos confiadamente, y evocaba ella con frases interrumpidas tantas y tantas olvidadas reminiscencias: el carmelita austero, de espesos cabellos ensortijados, que pronunciaba el inglés con cierta entonación sollozante; los pinos lánguidos y solitarios de la Vía Apia, semejantes, en los atardeceres romanos, a largas copas de zafiro, rebosantes de un vino denso y escarlata; el Pincio, con sus fuentes espumosas; Santa María la Mayor, San Pietro in Vincoli; el Trevi, el Foro, las negras rejas de encaje… Y las piezas se deslizaban sobre el tablero, gemía muy dulcemente la brisa, asomaba a intervalos la luna, y un bienestar casi voluptuoso me recorría las venas.
     No, no logré derrotarla.
     —Admirablemente, admirable… —exclamo al fin, dándome por vencido.
    Mas, inopinadamente —clarea ya el alba—, Margaret Rose me mira aterrada, pálida como un trozo de mármol. Sus ojos rebasan las órbitas, sus brazos tiemblan convulsamente. No sé qué dentro de ella, como un pájaro endemoniado, comienza a despertar y manifestarse. Chasca los dientes, gime, contrae los músculos del cuello, trata de apartar la mesa con sus piernas rígidas, se endereza un poco, ríe, y, al cabo, lanza un pavoroso grito, increíblemente prolongado que recorre la estancia y después huye por la casa. Fijos, fijos en mí sus fenomenales ojos, parecen no lograr desasirse de algo que los cautiva, que los subyuga, que los espanta y los somete irresistiblemente. Me pongo en pie, sobresaltado, comprendiendo que algo muy grave sucede. La llamo inútilmente por su nombre; la sacudo por los hombros; fríos, fríos están sus brazos y cubierta de sudor su frente…
     Ha transcurrido el tiempo y aún aquel grito se enrosca afuera entre los árboles.
     —¡Margaret! ¡Margaret Rose! —imploro.
    Y los ojos fijos, irracionales.
    —¡Margaret Rose!
   Suenan pasos cercanos y una puerta se abre. De la penumbra, no sé a través de qué cortinajes o sombras, emerge un hombre en pijama, alto, joven, atlético. Viene descalzo y con los cabellos enmarañados sobre la frente. Justamente conturbado, no repara en mí. Por el contrario, cruza a mi lado a toda prisa, en dirección a la joven. La acaricia, la besa, le ordena unos cabellos sueltos tras de la oreja. Se sienta sobre el brazo del sillón.
    —Margaret Rose… Mi pobre Margaret Rose… —le dice persuasiva, doloridamente, pasándole sin cesar la mano por la frente.
     —¡Caballero! —me decido a exclamar, con un febril estremecimiento en los párpados.
Mas el hombre continúa sin advertirme, acariciando aquel exangüe y sudoroso cuerpo. 
    —Margaret Rose, anda a dormir, criatura… Otro día jugarás al ajedrez, ¿te parece? Margaret Rose, obedéceme…
     —¡Caballero! —grito por segunda vez, con todas mis fuerzas—. ¡Caballero!
Margaret Rose abre suavemente los ojos y, al verme de pie frente a ella, torna a gritar tan frenéticamente como antes, señalándome con un dedo.
     —James! ¡Ahí está, ahí…! ¡Míralo!
     Y se desploma sin sentido.
    Su marido mira hacia donde yo estoy —rozándole casi la espalda— y mueve tristemente la cabeza. Luego, con su esposa en brazos, cruza a mi lado misteriosamente. Así los veo desaparecer, lúgubres, silenciosos, lentos, por entre los cortinajes rojos…
     Y yo descubro, alarmado, que no soy ya sino un melancólico y horripilante fantasma.

— Francisco Tario, ‘La noche de Margaret Rose’ en Algunas noches, algunos fantasmas (México: FCE, 2004)