Acompáñese con vino.

Acompáñese con vino.
by Jonathan Wolstenholme

viernes, 29 de mayo de 2015

¿CUÁNDO ACABARÁS DE REVENTAR, ASQUEROSA BESTIA? Fiódor Dostoievski


-¡Oh, Lisa! ¡Desde luego, los libros tienen aquí su papel! Aunque este asunto no me concierne, me desagrada. Además, me llega al corazón. Mi alma ha despertado. ¿De veras no te sientes profundamente triste aquí? Se comprende: la costumbre es una gran cosa. Sólo el diablo sabe hasta dónde puede llevar la costumbre al hombre. ¿En serio crees que no envejecerás nunca, que serás siempre bonita y que siempre te querrán tener aquí? No te hablaré de la suciedad que aquí se respira, pero quiero decirte algo sobre lo que va a ser tu vida en esta casa. Ahora eres joven y bonita, y tienes alma, sensibilidad... Sin embargo, cuando he vuelto a la realidad, me ha producido cierta repulsión verte a mi lado. Sólo venimos aquí cuando estamos completamente borrachos. En cambio, si te hubiese conocido en otra parte, si hubieses vivido como viven las personas honradas, es posible que te hubiera hecho la corte, e incluso que me hubiera enamorado de ti; que me hubiera hecho feliz una mirada tuya, y más feliz aún que tus palabras. Te habría esperado a la puerta, habría pasado horas enteras a tus pies, habrías sido mi prometida y habría juzgado este compromiso como un gran honor. No me habría atrevido a ofenderte siquiera con el pensamiento. Aquí, en cambio, me basta darte un silbido para que acudas; aquí estás obligada a obedecerme: has de venir, quieras o no, pues no soy yo quien depende de tu voluntad, sino tú quien dependes de la mía. Cuando un mujik, incluso el más humilde, se contrata para trabajar, no se vende por entero, y, además, sólo por un tiempo determinado. Pero tú... ¿Qué límite tiene tu servicio? Piensa hasta qué punto te vendes aquí, hasta qué extremo llega tu esclavitud. Vendes tu cuerpo y, con él, tu alma. Ya no dispones de tu alma.
     Entregas tu amor al primer borracho que pasa, para que él lo pisotee. Sin embargo, el amor lo es todo. Es un diamante, el tesoro de las muchachas. Hay hombres que para obtener ese amor son capaces de correr peligros de muerte, de perder su alma. Sin embargo, aquí, ¿qué valor tiene el amor? Te compran enteramente. ¿Y para qué quieren tu amor, si lo obtienen todo de ti sin amor? Es la mayor ofensa que se puede inferir a una joven, reconócelo.
     »He oído decir que aquí se os halaga, aprovechándose de vuestra candidez; que se os permite tener amantes. Esto es una farsa, una mentira. Se ríen de vosotras, y vosotras os dejáis engañar. ¿Puede amarre verdaderamente uno de esos amantes? No lo creo. ¿Cómo es posible que te ame sabiendo que te van a llamar de un momento a otro, que tendrás que dejarlo a él por cualquiera? El que consiente estas cosas es un miserable. ¿Qué estimación, por poca cosa que sea, puede tenerte? Se ríe de ti y, encima, te roba. En esto consiste su amor. Y puedes darte por satisfecha si no te vapulea..., cosa que es muy posible que haga. Pregúntale al tuyo (si lo tienes) si quiere casarse contigo. Como respuesta, lanzará una risotada en tus mismas narices, eso si no te escupe a la cara o te da una paliza. Pero ocurre que él no vale ni dos ochavos. ¿Y para qué (piensa en ello) has enterrado aquí tu existencia? Para que te alimenten y te den café. Pero ¿con qué objeto te alimentan? Una mujer distinta, una joven honrada, ni siquiera probaría esos alimentos, pues comprendería el fin con que se los dan. Tú debes ya a la patrona; le deberás todavía más, y tu deuda seguirá aumentando hasta el fin de tu carrera; hasta que los clientes no quieran ya saber nada de ti. Esto ocurrirá pronto. No confíes en tu juventud. Aquí el tiempo galopa. Cuando ya no sirvas, te echarán a la calle. Y, antes de echarte, te colmarán de reproches e insultos, como si no hubieses entregado a tu 'patrona tu juventud, tu salud e incluso tu alma. Te dirán que eres la ruina de la casa; te hablarán como si hubieses robado, como si hubieses sumido en la miseria a tu patrona. Y no esperes ayuda de nadie. Las demás, tus compañeras, irán también en contra tuya para adular a la patrona, pues aquí todas, todas son esclavas y han perdido hace ya mucho tiempo la conciencia y la compasión. Son cobardes y lanzarán sobre ti los insultos más groseros, más viles y más crueles. Lo dejarás aquí todo sin darte cuenta: la salud, la juventud, tus encantos, tus esperanzas, y a los veintidós años tendrás el aspecto de una mujer de treinta. Y da gracias a Dios si no te pones enferma. Te imaginas (estoy seguro) que no trabajas, que estás en continuas vacaciones. Pero no hay, no ha habido jamás trabajo más penoso que el tuyo, tanto, que tu corazón debería fundirse en lágrimas.
     »No te atreverás a pronunciar una sola palabra, ni siquiera media, cuando te echen de aquí. Te marcharás encorvada como una culpable. Irás a otra casa, luego a otra, todavía volverás a cambiar, y, finalmente, irás a parar a la plaza del Heno. Y allí recibirás paliza tras paliza, por nada, por costumbre. Así se hace siempre en aquel lugar. Ningún cliente te besará sin antes darte un buen vapuleo. ¿Te resistes a creer en tanto horror? Ve a la plaza del Heno y lo verás por tus propios ojos. 
     »Yo vi una vez, una víspera de Año Nuevo, a una de esas desgraciadas. La habían echado a la calle, a modo de broma, para "calmarla", porque gritaba demasiado, y habían cerrado la puerta tras ella. A las nueve de la mañana estaba ya completamente borracha. Iba desmelenada y medio desnuda. Su cuerpo mostraba huellas de golpes. Llevaba la cara pintada y cubierta de polvos, bajo sus ojos destacaban dos grandes manchas negras y su boca y su nariz sangraban. El causante de todo aquello había sido un cochero de fiacre. Estaba sentada en los peldaños de piedra de la escalinata y tenía en la mano un pescado en salmuera. Gritaba, repetía con obstinación las mismas frases sobre su infortunio y golpeaba los escalones con el pescado. Estaba rodeada de cocheros y soldados borrachos, que se reían de ella y se divertían excitándola. Tú no quieres admitir que te ocurrirá lo mismo que a esa mujer. Tampoco yo lo quiero creer. Pero ¿qué sabes tú de eso? Ocho o diez años atrás, llegó de no sé dónde, fresca como una rosa, inocente, limpia, ignorante de todo lo malo, ruborizándose a cada momento. Tal vez era semejante a ti: orgullosa y susceptible, de mirada altiva, y persuadida de que el hombre que la amase y a quien ella amara gozaría de una felicidad inmensa. Sin embargo, ya ves cómo terminó.
     »Y piensa que acaso en el momento mismo en que golpeaba los escalones de piedra con su pescado en salmuera, borracha y desmelenada, acudieron a su memoria los años pasados en la casa paterna, aquellos años en que, pura como un ángel, iba al colegio, y el hijo del vecino la esperaba en la carretera para jurarle que la amaría eternamente y le dedicaría su vida entera, lo que terminó con la mutua promesa de quererse siempre y casarse tan pronto como fuesen mayores...
     »¡Créeme, Lisa! Sería una felicidad para ti, sí, una felicidad, morir en un rincón, en un sótano, como aquella tísica de la que te he hablado hace poco. Has mencionado el hospital. ¡Tendrías suerte si te llevaran a un hospital! Pero piensa que tu patrona te necesitará todavía. La tisis no es un simple acceso de fiebre. El enfermo conserva la esperanza hasta el último minuto y siempre dice que se siente bien. Se engaña a sí mismo, y la patrona se aprovecha de ello. Sí, así es. Le vendiste tu alma y, además, le debes dinero. Ya no puedes, por lo tanto, replicarle. Y cuando estás agonizando, todos se apartarán de ti y te abandonarán, porque ¿para qué puedes servirles en esos momentos? Y todavía te echarán en cara el sitio que ocupas y la poca prisa con que te mueres. Ni siquiera podrás obtener un poco de agua, y, si te la dan, lo harán injuriándote:
     «¿Cuándo acabarás de reventar, asquerosa bestia? Con tus gemidos nos impides dormir y molestas a los clientes». Sí, así sucede. Yo mismo he oído lanzar reproches semejantes. Cuando estés medio muerta, te echarán en el rincón más sombrío y hediondo de un sótano, donde sólo habrá humedad y tinieblas. ¿En qué pensarás cuando estés allí, tendida, sola? Y, ya muerta al fin, manos extrañas te amortajarán a toda prisa, con impaciencia, lanzando juramentos. Nadie pensará en ti suspirando, nadie acudirá a tu lado para bendecir tu cuerpo. Sólo pensarán en librarse de ti lo antes posible. Comprarán un burdo ataúd y se te llevarán como se llevaron a aquella desgraciada. Y luego irán a echar un trago en memoria tuya. La fosa estará llena de barro, de nieve derretida. Pero para ti no hay contemplaciones. "¡Ven, Vania: la bajaremos por aquí! ¡Es su sitio! Pero también por aquí baja patas arriba... ¡Sujeta bien las cuerdas, animal! ¡Ahora va bien! Pero ¿no ves que la has puesto de costado? Al fin y al cabo, era un ser humano. Bueno, no importa: cúbrela ya de tierra." Ni siquiera querrán disputar sobre ti. Te cubrirán lo antes posible de una capa de tierra fangosa y se irán a la taberna. Así terminarás. Después, nadie se acordará de ti. Junto a las demás tumbas hay hijos, padres, esposos, pero junto a la tuya, ni una lágrima, ni un suspiro. Y nadie, absolutamente nadie, se acercará jamás a tus restos. Tu nombre desaparecerá de la superficie de la tierra como si no hubieses existido nunca, como si ni siquiera hubieras nacido. Lodo, pantanos... Golpea cuanto quieras la tapa de tu ataúd por la noche, a la hora en que se levantan los muertos. "¡Dejadme salir, buena gente! ¡Quiero ver la luz! He vivido sin vivir; mi vida ha sido una alfombra para los pies de los hombres. La devoraron y terminó en la plaza del Heno. ¡Dejadme salir, buena gente! ¡Quiero volver a vivir!"
     Estaba exaltado, mi garganta se contraía en sacudidas espasmódicas. De pronto, me detuve, inquieto; me incorporé en la cama, incliné la cabeza con el corazón palpitante de temor y agucé el oído: había motivo más que suficiente para sentirse intranquilo.
Yo sospechaba desde hacía unos momentos que había trastornado su alma y destrozado su corazón, pero cuanto más seguro estaba de ello, mayor era mi deseo de obtener una victoria rápida y completa. Este juego me arrastraba. Pero no era únicamente un juego...
     Me daba perfecta cuenta de que estaba hablando sin espontaneidad, tediosamente, en un estilo literario. Pero esto no me importaba. Tenía la seguridad de que ella me comprendía y de que mi estilo literario era para mí una gran ayuda en aquel momento. Pero cuando hube logrado mi propósito, tuve miedo.
     Nunca, nunca fui testigo de una desesperación tan profunda. Lisa tenía la cara hundida en la almohada, a la que estrechaba entre sus brazos. El llanto desgarraba su pecho. Todo su joven cuerpo temblaba, convulso. Los sollozos que se amasaban en su garganta y que la ahogaban, se convertían de pronto en gritos, en ladridos. Entonces hundía aún más la cabeza en la almohada: no quería que nadie de aquella casa supiera que lloraba y sufría. Mordía la almohada, y una vez se mordió el brazo hasta hacerse sangre, como comprobé luego. Otra vez introdujo los dedos en su dispersa cabellera y permaneció inmóvil, en un esfuerzo atroz, conteniendo la respiración, apretando los dientes. Me dispuse a decirle algo, a pedirle que se calmara, pero advertí que no tenía valor para hablarle, y de pronto, presa de pánico, me levanté, a fin de vestirme a tientas y huir. La oscuridad era completa. Mis esfuerzos por ir de prisa eran inútiles. En esto, mi mano tropezó con una caja de cerillas y un candelero con una vela entera. Apenas la encendí, Lisa se sentó de un salto en la cama. Tenía el rostro contraído y me miró con sonrisa de loca, con un gesto de extravío. Me senté a su lado y me apoderé de sus manos. Entonces volvió en sí, se lanzó sobre mí, fue a rodearme con sus brazos, pero no se atrevió y bajó lentamente la cabeza.
     - Lisa, amiga mía, me he equivocado... Perdóname -empecé a decir.
     Pero ella apretó tan fuertemente mis manos con las suyas, que comprendí que estaba diciendo algo inconveniente, y me callé.
     -Aquí tienes mi dirección, Lisa. Ven a verme.
     -Iré -murmuró la joven resueltamente, pero sin levantar la cabeza.
     -Ahora me voy. ¡Adiós! ¡Hasta la vista!
     Me levanté. Lisa se levantó también. Luego, de pronto, se sonrojó, tuvo un sobresalto, se apoderó de una pañoleta que había en una silla y se cubrió con ella los hombros y el cuello hasta la barbilla. Hecho esto, tuvo una sonrisa forzada, volvió a enrojecer y me miró extrañamente. Esto me inquietó. Me urgía salir de allí, desaparecer.
     -Espere un momento -me dijo Lisa de pronto en la antecámara, ya cerca de la puerta, reteniéndome por el borde de la capa.
     Dejó la bujía y salió corriendo. Indudablemente había olvidado algo que quería mostrarme. Su cara era de un matiz sonrosado, le brillaban los ojos, sonreía. ¿Qué me quería enseñar? Esperé. Volvió al cabo de un minuto. Su mirada parecía excusarse. Su semblante era distinto. En sus ojos no había ya aquella expresión sombría suspicaz y obstinada; ahora su mirada era dulce, implorante, y también confiada, acariciadora y tímida. Miraba como miran los niños a aquellos a quienes quieren y a los que piden algo. Sus ojos, de un castaño claro, eran hermosos, vivos y sabían expresar tanto el amor como el odio. Juzgando inútil explicarme nada, como si yo fuera un ser superior, capaz de comprenderlo todo sin explicaciones, me tendió un plieguecillo de papel. Todo su rostro se iluminó en aquel instante con una alegría ingenua, casi infantil. Tomé el papel. Era una carta dirigida a ella por un estudiante de Medicina: una declaración de amor, solemne, florida y extremadamente respetuosa.
     He olvidado las frases, pero recuerdo perfectamente que bajo el estilo ampuloso, sentí palpitar un sentimiento tan lleno de sinceridad, que no cabía pensar en la ficción. Cuando hube terminado la lectura, vi clavada en mí la mirada de Lisa, una mirada ardiente impaciente y curiosa como la de un niño. Sus ojos estaban fijos en los míos; Lisa esperaba con avidez mi opinión sobre la carta. Breve y apresuradamente, pero con una especie de gozoso orgullo, Lisa, me explicó que la habían invitado a una velada en casa de una familia respetable que «no sabía nada, absolutament rien» (porque no hacía mucho tiempo que había llegado, sólo para explorar, y estaba decidida a no quedarse, pues en cuanto hubiese pagado su deuda se iría). Y el estudiante fue también a esa velada; fue su pareja en todos los bailes y resultó que ya se habían conocido en Riga, cuando los dos eran niños aún, y que habían jugado juntos. ¡Pero hacía tanto tiempo de aquello! Él conocía también a los padres de Lisa. Pero no sabía nada de su situación, absolutamente nada, y no tenía la menor sospecha sobre este punto. Y he aquí que al día siguiente (hacía tres días) le había enviado aquella carta por conducto de una amiga que había ido con ella a la velada. «Y... bueno, esto es todo.»
     Cuando terminó su relato, bajó confusa, sus centelleantes ojos. La pobre conservaba aquella carta como un objeto precioso -el único que poseía- y me lo había enseñado para que yo, antes de marcharme supiera que se la podía querer honradamente, sinceramente, y que se le podía escribir en tono respetuoso. Desde luego, el destino de aquella carta era permanecer guardada como un recuerdo y ninguna otra la seguiría. Pero esto poco importa: estoy seguro de que la conservó toda su vida como una joya. Era su orgullo, su justificación. Lisa se había acordado de su tesoro improviso y me lo había mostrado con ingenuo orgullo, para recobrar mi estimación, para que la felicitara. Pero no le dije nada; le estreché la mano y me fui. ¡Tenía tantas ganas de marcharme! Volví a casa a pie, aunque la nieve seguía cayendo en grandes copos. Sufría, me sentía aniquilado y confundido. Pero, a través de esta confusión, entreveía ya la verdad..., una verdad sumamente desagradable. 

— Fiódor Dostoievski, Memorias del subsuelo, trad. Bela Martinova (Madrid: Cátedra, 2005), 164-171.

viernes, 22 de mayo de 2015

LA NOCHE DE MARGARET ROSE. Francisco Tario


Decía la carta, escrita poco menos que ilegiblemente:

X. X. Esq.,
97 Cromwell Road.
Londres S. W. 7.
Margaret Rose Lane, inglesa, de 28 años, casada con un multimillonario yanqui, lo invita a usted muy íntimamente a jugar al ajedrez el sábado en la noche.

     Y al pie, con caracteres de imprenta, aparecía una serie de indicaciones muy minuciosas referentes a la situación exacta de la finca, sobre la ruta de Brighton, a unos veinticinco kilómetros de la costa.
Margaret Rose Lane, en mis borrosos recuerdos, se reducía exclusivamente a esto: a una chiquilla muy pálida, etérea, vestida de verde y que jugaba al ajedrez admirablemente.
      Escarbando en la memoria, logré, no obstante, reconstruir más tarde determinados pormenores.
    Nos conocimos en Roma —no acierto a precisar con ocasión de qué sencillo incidente— en la iglesia de San Sebastián, momentos antes de descender a las catacumbas. La acompañaba, creo, una institutriz francesa, présbita o algo por el estilo, y la chiquilla debía contar por aquel entonces diecisiete o dieciocho años. Recuerdo con singular perfección, por cierto, la figura de ella en el antro subterráneo, un poco adelante de mí, portando la misteriosa vela encendida, y cuyos reflejos azules o grises temblaban sobre su cabellera negra como una lengua de fuego sobre cualquier superficie húmeda. Resultaba indescriptiblemente sugestivo el contraste de los dos personajes que precedían: el guía —un carmelita de cabellos rizosos y nariz aguileña— y aquella espiritual muchacha, silenciosa, tímida, frecuentemente suspirante, que caminaba altivamente por entre las fosas abiertas y los cráneos diseminados.
    Tres veces más nos encontramos. Una, fortuitamente, en el Foro Romano, y las restantes, de común acuerdo, en su propio hotel —¿Hotel Londres?— acompañada de sus familiares. (No recuerdo en qué número, pero tres probablemente.) Durante estas dos últimas entrevistas me fue dado comprobar con natural sorpresa la habilidad poco común de la joven para jugar al ajedrez. Creo que no logré ganarle una sola partida.
     Ya a punto de despedirnos la última noche —ellos zarpaban de Nápoles próximamente— recuerdo muy bien que me dijo:
     —Pronto, muy pronto, Mr. X, se olvidará usted de Margaret Rose…
     Esto no tiene mayor importancia y lo habría olvidado sin lugar a dudas, a no ser por lo que ocurrió a continuación.
     Nos hallábamos ambos en la sala de lectura del hotel, sentados ante una mesita cuadrada, con mi rey en jaque mate, cuando la joven tendió su mano sobre el tablero y añadió compungidamente:
     —¿Por qué es tan ingrata la gente, Mr. X?
     Yo aduje no sé qué falso y estúpido razonamiento, pretendiendo disuadirla de tan amarga verdad, mas contra lo que podría esperarse, su reacción fue de lo más inusitado. Retiró el brazo lentamente, palideció de un modo angustioso, clavó en mí sus ojos febriles y balbució con un acento, diré de justo sonambulismo:
     —Está bien. Sí, no nos volveremos a ver más…
      Acto seguido se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar desconsoladamente.
Apareció la dama francesa, y he aquí lo más singular del caso. Lejos de mostrarse sorprendida o alarmada, se aproximó silenciosamente a la chiquilla, la ayudó a incorporarse ofreciéndole la mano y procedió a secar sus lágrimas, según se hace con una criatura. Entonces, dirigiéndose a mí, con la gravedad más embarazosa, suplicó:
     —Disculpe usted, caballero. Creo que le sea fácil comprender.
      Las vi alejarse rumbo al vestíbulo y nunca más volví a ver a Miss Margaret Rose.
     Yo regresé a América, y veinte días después de mi llegada a Nueva York recibí inesperadamente una tarjeta postal desde Londres. Margaret Rose me recordaba, «agradeciendo infinitamente los excelentes ratos que le había deparado en Italia».
     Ésta, su imprevista y extraña misiva de hoy, es, a partir de aquella fecha, la primera noticia suya.
¡Cuán sensacional e insospechada es a pesar de todo la vida!
     A mis cincuenta años, con el cabello blanco y roído el espíritu por un sinfín de achaques físicos y morales, me satisface plenamente percatarme de las reservas de optimismo y vigor que aún conservo bajo estos huesos. No es común ni mucho menos que un hombre en semejantes condiciones logre hallar algo realmente interesante o atractivo en las sencillas y melancólicas cosas que nos rodean. El amor, la perfecta salud física, la avidez por tanto placer ignorado, exageran las bellezas existentes. Un día azul y cálido nos exalta; una luna redonda y limpia nos conmueve; sentimos, como parte de nuestra circulación sanguínea, el flujo y reflujo de la marea; la música nos arranca lágrimas o gritos de insensato júbilo; el alcohol remueve nuestros más profundos instintos; la noche nos place por obscura y propicia; el día, por luminoso y alegre. Y ese vibrar de nuestros músculos, ese estampido continuo de nuestro corazón, esa hambre insaciable de todas nuestras potencias físicas e intelectuales, dotan a la realidad de un ropaje opulento de lozanía, transparencia y ardor. De un ropaje que, por desdicha, va destiñéndose lamentablemente a medida que el tiempo avanza, hasta que definitivamente, inexorablemente, como una bella tarde que concluye o un cacharro que se rompe, nos encontramos rodeados de una inanición, una frialdad y unas espantosas tinieblas.
    A través de la ventanilla del ferrocarril, contemplo ahora el campo fecundado por los transportes de la primavera. Una dulce y variable brisa mece los juncos, los tallos vivos de las flores, las ramas irisadas de los árboles, la ropa blanca puesta a secar sobre las piedras de los corrales. Pasta o abreva el ganado, sumergidas sus pezuñas en el corazón húmedo de la hierba. Cruzan ligeras y alegres las golondrinas, chillando estridentemente. Los arroyos tiemblan con un temblor divinamente musical y tierno. El humo azul o pardo del carbón se tiende alto, alto, bajo el firmamento metálico, desgarrándose en fragmentos —nubes sin coordinación, inconsistentes, absorbidas fatalmente por esa inmensidad solemne y luminosa—.
      Y yo experimento, en virtud de estos nada sensacionales y siempre repetidos acontecimientos, una impresión de impaciencia que recuerda la del sediento frente a un manantial de agua pura y susurrante. Como un genuino adolescente o un ser que jamás ha rebasado los linderos de sus comarcas, presto una atención desmedida a cuanto se desarrolla a mi alrededor. Lógico sería, no obstante, que tras recorrer la mitad del mundo y presenciar —y sufrir también— hechos por demás dolorosos, esta campiña inglesa tan lisa, tan insubstancial, tan flemática, me impulsara a desdoblar el diario y apartar mi vista de lo que mi vista ha contemplado innúmeras veces. Pero lejos de ser así, miro al sol bajar, bajar allá en el horizonte, y en mi interior algo también desciende, se ensombrece, calla, y temo —algún día necesariamente ha de ser— que fenezca.
      Tal noción de lo inevitable y la luz que se va extinguiendo ocasionan, como de costumbre, que mi ánimo decline y mis pensamientos sean más densos.
     Tiro, pues, de la cortinilla, y en el solitario compartimiento del express me entrego a otro género de reflexiones.
    Margaret Rose… Margaret Rose… ¡Cuán lejano y obscuro se me representa aquel encuentro! Como si hubieran caído otros diez años a partir del día en que recibí su última carta, escasamente logro ahora revivir el más insignificante detalle. Sin embargo, no he dejado de pensar en todo ello durante los últimos días; no he cejado, hasta obtener de mi memoria una información conveniente. Y repito, hoy, ahora más intensamente que nunca, la existencia y proximidad de semejante mujer se me antoja absurda.
     Leo y releo su incomprensible mensaje, que conservo en el bolsillo.
     Margaret Rose… Cierro los ojos, con objeto de acoplar bien sus rasgos fisonómicos y, en cambio, evoco intempestivamente un ademán suyo, olvidado por completo: aquel de extender su mano fina y blanca hacia una pieza del ajedrez, tocarla después por la punta y hacerla al fin deslizarse sobre el tablero con un movimiento raudamente misterioso… Margaret Rose… singular y extraña criatura, siempre vestida de verde, a quien veo ahora reclinada contra un árbol, exhausta, sofocada por el tórrido sol italiano, observando cuanto la rodea con una expresión peculiar de insensibilidad o desconfianza… Margaret Rose… en la actualidad casada con un multimillonario yanqui…
     El tren da una brusca sacudida, se detiene ruidosamente, y cruzan por el pasillo en ese instante gran número de viajeros con su exiguo equipaje en la mano.
     … ¿Una chocante aventura de amor? ¿Un candoroso e inocente rapto de sentimentalismo? ¿Una excentricidad, entre infantil y enfermiza, de una mujer rica y joven que se aburre? ¿Un propósito secreto, una necesidad urgente y grave de ayuda, insoluble para mí, pero angustiosa e intransferible para ella? ¿Un chantaje? ¿Una cobarde venganza de mis numerosos enemigos…?
     Cuando echo pie a tierra, un hombrecillo azafranado se me acerca en el andén de la estación e inquiere mi nombre. Tan luego me identifica toma mi maleta decididamente, invitándome con un gesto a seguirlo. Él delante, yo detrás, cruzamos la sala de espera, descendemos unos peldaños negruzcos y llegamos hasta un espléndido carruaje tirado por un magnífico tronco de caballos blancos.
     De la obscuridad total de la noche emergen a ambos lados del camino aisladas luces muy débiles, a cuyo resplandor, sin embargo, el follaje adquiere una vivacidad submarina y misteriosa. Los caballos, en pleno galope, se internan por regiones profundas, inusitadamente sombrías, y cuyo murmullo es en extremo agradable. Las curvas son numerosas, a veces muy pronunciadas, y yo tengo que asirme fuertemente del vehículo a fin de no salir despedido. Percibo, casi a intervalos iguales, el golpe del látigo en el aire. Croan las ranas en un próximo estanque que adivino, desaparecen ocasionalmente los faroles, los caballos aceleran su marcha y, arriba, un puñado de insignificantes estrellas tiembla sobre el cielo cárdeno y compacto.
    De pronto, las luces de una casa que a simple vista me parece gigantesca se destacan sobre las copas de los árboles, a regular distancia. Nos detenemos frente a una gran verja, cubierta a tramos por floridas y exuberantes enredaderas. En el edificio —simultáneamente a nuestra llegada— se van apagando las luces, hasta quedar una sola ventana iluminada en la planta alta. Se apea el cochero y yo lo imito, disponiéndome a seguirlo. Enciende una lamparilla eléctrica. Durante diez minutos, más o menos, bordeamos la enorme huerta, bajo una imponente masa de fronda que el viento arrulla blandamente. Una pequeña puerta ojival, empotrada en el espeso muro a manera de cripta, parece ser de momento nuestro destino. Mi acompañante posa la maleta, extrae una llave del bolsillo, introduce ésta en la cerradura y la puerta cede, no sin cierta resistencia. En el interior la luz es escasa, algo amarillenta y titubeante. Ascendemos a tientas a lo largo de una empinada escalera de caracol que trepa hacia las tinieblas. Las paredes desnudas, la ausencia total de mobiliario y cierto olor penetrante a guisos y especias, me advierten que nos hallamos en la zona de servicio. Empero, no se escucha ruido o voz alguna, cual si la casa estuviese deshabitada o todos sus moradores durmieran.
     Ya arriba, cruzamos un vasto corredor de piedra, que cubre raída alfombra escarlata. Otra puerta que franqueamos. Un pequeño recibidor, totalmente a obscuras, y una puerta más, contra la cual el cochero golpea enérgicamente. Pretendo, a un tiempo, hacer aceptar a éste una propina, dando por terminado mi viaje, pero él rehusa una vez y otra. Desaparece al cabo con mi equipaje y yo distingo los pasos blandos de alguien que se aproxima en la silenciosa estancia. La puerta, en efecto, se abre, y me encuentro de manos a boca con Margaret Rose Lane en persona.
      Margaret Rose —ahora sí recuerdo— exactamente igual a como la conocí hace diez años. Igual de lánguida, de pálida, tal vez un poco más frágil, con sus dos ojos negros, fenomenales —¡no sé cómo haberlos llegado a olvidar tan fácilmente!— y su cabellera negra, lacia, recogida sobre la nuca.
Permanecemos en pie uno frente a otro, en silencio, mirándonos atentamente. Ella esboza una sonrisa y yo, sin explicarme la causa, no encuentro nada oportuno que decir. Lo intento en vano repetidas veces.
      —Margaret… —articulo al cabo trabajosamente.
      Muy grave, muy aérea, con su bata verde hasta los tobillos, cierra la puerta con llave y me muestra un asiento.
     Ocupo el sillón, exageradamente mullido y amplio, del cual emerge mi tronco como el de un exiguo arbusto en una gran zanja. Se sienta ella frente a mí, con una extraña impasibilidad en el rostro. Nos separa una mesita de ajedrez con las piezas listas. Arde —no sé por qué razón en primavera— un fuego gigantesco en la chimenea de piedra. El salón parece inmenso, dando la impresión de hallarse vacío.
     —Margaret… —prorrumpo de nuevo; y mi voz es tan lejana que me sorprendo de ser yo mismo quien esté hablando—. ¿Es todo esto acaso un sueño?
      Ella sonríe, fijas, fijas sus fenomenales pupilas en mí.
     —¿Es esto un sueño? —repito instintivamente, tratando de provocar otra vez aquel terrible eco que se escurre por los muros, casi corpóreo.
      Ríe y no habla, tal vez complacida de mi turbación.
     Y en efecto: una desazón agudísima, completamente indescifrable, vase apoderando de mí a cada minuto que transcurre. Una sensación por demás extraña, ni de incomodidad o angustia, ni de ansiedad o sobresalto, ni de pavor o desconfianza, sino propiamente de vacío, de inestabilidad o ausencia, como si mi personalidad, pongo por caso, fuese anulada gradualmente por otra personalidad intrusa que ocupara su lugar. Bien como al despertar de un sueño, bien como al entrar en él…
      —Margaret —insisto; y del techo se desploma una voz que no es la mía—: «Margareeeet».
      Continúo:
     —No sé de qué singular impresión he sido víctima al penetrar en este lugar y encontrarme con usted de nuevo. ¡Discúlpeme! Cuando recibí su carta, hace apenas unos días, me sentí poseído por un vivo afán de recordar, recordar juntos y libremente aquellos lejanos momentos de Italia. Pero ahora, vistas sensatamente las cosas, no sé si deba reprocharme el haber acudido a la cita. No es prudente ser irreflexivo y considero haberlo sido esta vez de sobra…
Ríe, ríe ella; mostrando sus dientes pequeños, cuadrados. Y la risa le agita el cuerpo y se estrella después contra los muros, con un sonido semejante al que produce el granizo golpeando un tejado de lámina.
     —No, no es prudente lo que hemos hecho…
     No cesa de reír, tapándose el rostro con ambas manos, y estoy a punto de saltar sobre ella para hacer cesar de una vez por todas aquella risa.
     —¿Se burla usted de mí? —exclamo reprimiéndome, pero comprendiendo ya que algo más grave y siniestro se esconde tras de aquellos labios convulsos.
Ríe, ríe y me mira, un poco ladeada la cabeza.
     —¿Es para esto, Margaret Rose, es para esto para lo que usted me ha hecho venir a su casa? ¿Es para esto…?
    Una sobreexcitación inaudita se ha apoderado ya de mí. No acierto a coordinar bien mis reflexiones y mucho menos a buscar un medio juicioso de acallar aquella risa que, penetrándome por los oídos, se derrumba en las tinieblas de mi cuerpo resquebrajándome los nervios.
     —¡Basta, basta ya, Margaret! —suplico incorporándome, aunque sin decidirme a ir hasta ella—. Es posible que se halle usted fatigada, un poco enferma… Convendría que se retirara a descansar ¿le parece? ¡Le prometo volver en cuanto usted me lo indique!
     Ríe ahora más escandalosamente, examinándome de arriba abajo. Ríe, y aquella catarata de risa que amenaza con no terminar nunca le ha sonrojado levemente las mejillas y llenado de lágrimas los ojos. Ríe, y en la lóbrega intimidad de la estancia aquella boca abierta, crispada, se ilumina intermitentemente con el fulgor de las llamas. Ríe, ríe, mientras me apresto a salir, encaminándome hacia la puerta. Pero de pronto calla. Y un silencio desmesurado, sobrenatural, se extiende en torno mío; un silencio no semejante a ningún otro, que me hace detenerme. Vuelvo el rostro, temiendo encontrarme con un cuerpo exánime sobre la alfombra y me hallo, en cambio, con un semblante hierático, frío, perfectamente inmóvil, sobre un cuello erizado y firme como la punta de una roca. Nos miramos desconfiadamente, tal vez asustados de nosotros mismos. Permanecemos así largo rato, yo al extremo opuesto de la estancia. El silencio o mi sangre zumba. Llamean los leños. Y, maquinalmente, como si aquella extraña personalidad a que he aludido antes actuara ahora sobre mis músculos, hasta tal punto que todo intento de defensa es vano, giro en redondo, vuelvo sobre mis pasos, torno al sillón, y me siento.
     Enorme, profundo y alucinante es el silencio que reina.
    Pero Margaret Rose echa atrás la cabeza, entrecierra un poco sus fenomenales ojos y musita con una languidez malsana, moviendo rítmicamente los labios:
     —¡Esta estúpida risa!
     Suspira.
     —¡Es horrible esta risa, Mr. X! ¡Horrible horrible esta risa que no sé de dónde me brota…!
     Yace inmóvil, con una visible expresión de tristeza, en un completo abandono, dejando fluir las palabras, dulces, acariciantes, dolorosas.
     —Horrible horrible, porque en las noches, cuando todos duermen y nadie escucha, la risa anda por ahí suelta, golpeándose contra las puertas siempre cerradas. ¡También son horribles las puertas cerradas, Mr. X!
     No sé qué especie de fascinación emana de su rostro, ahora extático.
     —Contra una huerta cerrada uno llama ansiosamente y nadie abre… Contra una puerta cerrada no queda nada qué hacer: sólo reír, reír, y la risa es un tormento. ¡Mas ni aun así se abre! Podemos dejar allí nuestras entrañas, caer sin sentido o volvernos locos, y no hay una sola mano que empuje la puerta… ¿No es esto detestable, Mr. X?
    Más y más su inmovilidad se intensifica, y su mirada se pierde en la bóveda invisible, y sus palabras brotan enervantes, demasiado lentas, como un veneno mortífero aunque de sabor extraordinariamente exquisito.
     —¡Esta maldita risa!
     Otra vez el silencio insufrible.
     Y una idea pavorosa, incomprensiblemente olvidada, se ilumina en mi cerebro. Una idea de cuya naturaleza no había tenido hasta ahora el menor atisbo y que me deja paralizado allí sobre el asiento, en estado poco menos que inconsciente.
     «Margaret Rose Lane había fallecido hace tiempo.»
    ¿Cuánto? No puedo aclararlo en tan espantosos momentos, pero la certeza de tal hecho no ofrece lugar a dudas. Tal vez cinco años, seis… ¿Acaso no recuerdo muy distintamente el momento preciso de recibir la noticia? Un diario en el club, cierta noche…
    —¡Margaret! —exclamo incorporándome bruscamente, con un temblor irreprimible en los labios       —. ¡Margaret! ¿Es cierto?
     Debió sobrecogerla mi voz, el sudor que me arroyaba por las sienes, mi expresión indudablemente diabólica, porque su actitud es por completo distinta a la adoptada hasta ahora. Se incorpora también, avanza sin ruido —como un verdadero fantasma— y muy próxima a mí, hasta hacerme sentir la tibieza de su aliento, pregunta:
     —Mr. X, ¿qué le ocurre? ¿Se siente usted enfermo? ¡Oh, tranquilícese!
   —¡Margaret! ¡Margaret! —prorrumpo retrocediendo, tratando de evitar a toda costa el menor contacto con aquel ser abominable—. ¡Dígame la verdad, es preciso!
     —¿La verdad? —sonríe muy tristemente y, ante mi creciente anonadamiento, reclina con suavidad su cabeza en mi hombro—. La verdad, Mr. X, es que soy muy desdichada…
     Prosigue:
    —¡He pensado en usted como no puede imaginarse! —y dos lentas y amargas lágrimas le arroyan hasta los labios, se le desprenden del rostro y saltan sobre mi hombro—. ¡Mi vida pudo haber sido tan distinta…! Pero era aún una chiquilla, ¿me recuerda usted bien? No tuve valor. ¡Oh! Si aquella misma tarde la tierra se hubiera desplomado y todo hubiese concluido en un segundo habría sido mejor…
    Llora, llora, y ambos, de pie junto a la lámpara encendida, no somos sino dos seres absurdos, especie de ilusiones, cuya presencia habría sobrecogido al ánimo más templado de la tierra.
    —¡Algún día si usted gusta le haré mis confesiones y usted se horrorizará! ¡Qué terrible, oh, qué terrible y espantoso ha sido todo!
     Mira con inquietud repentina a todos lados, como temiendo que esté por presentarse aquello de lo que tan desesperadamente habla.
     —Cuando subíamos de las catacumbas, sobre el último peldaño de la escalera, usted me ofreció su mano. Era ya dentro de la iglesia… El carmelita aguardaba… Mademoiselle Fournier se había quedado un poco atrás… Yo dije: «Lléveme con usted para siempre, se lo ruego». Era mi salvación, la única oportunidad de ser realmente libre. Pero el miedo ahogó mi voz y usted no me oyó, Mr. X. Ni al día siguiente, ni después, volví a atreverme; no, no me atreví. ¡Y el drama no tuvo remedio!
Sus cabellos fríos rozándome el rostro y el temblor convulso de sus brazos alrededor de mi cuello son las dos únicas cosas que percibo con mediana realidad. El resto: aquella voz melodiosa y titubeante; el fuego que vomita la chimenea; los muros altos y ennegrecidos; los muebles en las sombras; las lágrimas ya frías sobre mi carne… son testigos confusos y horripilantes del dolor de una mujer infame que sufre sobrehumanamente, con dolores nada parecidos a los de los hombres.
     —¡El drama no tuvo remedio! ¡El drama no tuvo remedio! —insiste ciñéndose a mí.
     Y otra voz en las alturas, por encima de la gran araña en penumbra, repite melancólicamente: «¡El drama no tuvo remedio!»
     Criatura inconsolable, infinitamente desdichada, víctima tal vez de algún tormento monstruoso y secreto, Margaret Rose vacía su alma en mi alma; y yo, progresivamente, sin esperanza, inevitablemente, como un moribundo en su sopor, voy abandonándome al éxtasis, a cierta especie de ebriedad espiritual —no sé si inconsciente o tácita— y a un desmoronamiento físico, típicamente agónico. No obstante, mediante un segundo de lucidez intensísima capaz de iluminar el cerebro de todos los hombres, logra substraerme al hechizo de aquella voz de ultratumba y me desprendo de la mujer con violencia. La arrojo contra el asiento. Cae ella del primer golpe, su débil cuerpo enrollado como un trozo de serpentina. Negros, fenomenales los ojos, fijos en mí sin expresión alguna.
     Puedo gritar:
     —¡Estás muerta! ¡Estás muerta! ¡No oses moverte más porque estás muerta!
     Y ella calla, infinitamente triste, mirándome bien a los ojos, con una mirada tan semejante a la de un perro, que me estremezco.
     —¡Estás muerta! ¡Estás muerta! —continúo gritando—. ¡Aparta, porque estás muerta!
     De pie, bajo el invisible techo, pregoné mil veces creo durante la noche entera la verdad pavorosa y escalofriante. Y creo también que, durante todo ese tiempo, sus ojos no pestañearon o se movieron, fijos, fijos en mí, fenomenales y negros.
    —¡Estás muerta! ¡Estás muerta!
     Debió ser un rapto de locura mutua, no sé.
    A poco, Margaret Rose tendía graciosamente su mano blanca y larga hacia un alfil del tablero y, haciéndole deslizar por entre las demás piezas, balbucía tiernamente, con su voz cálida y tranquila:
    —Jaque mate.
     De nuevo me derrotaba, y de nuevo iniciábamos otra partida.
    —Jaque mate —otra vez.
     Así repetidas veces.
     —¡Oh, Margaret Rose! juega usted admirablemente.
     Y el humo de nuestros dos cigarrillos se mezclaba en la atmósfera pesada, ascendía hasta el techo, formaba bellas nubes ondulantes y se perdía, perfumado y alegre, en las dulces sombras nocturnas. Y reíamos confiadamente, y evocaba ella con frases interrumpidas tantas y tantas olvidadas reminiscencias: el carmelita austero, de espesos cabellos ensortijados, que pronunciaba el inglés con cierta entonación sollozante; los pinos lánguidos y solitarios de la Vía Apia, semejantes, en los atardeceres romanos, a largas copas de zafiro, rebosantes de un vino denso y escarlata; el Pincio, con sus fuentes espumosas; Santa María la Mayor, San Pietro in Vincoli; el Trevi, el Foro, las negras rejas de encaje… Y las piezas se deslizaban sobre el tablero, gemía muy dulcemente la brisa, asomaba a intervalos la luna, y un bienestar casi voluptuoso me recorría las venas.
     No, no logré derrotarla.
     —Admirablemente, admirable… —exclamo al fin, dándome por vencido.
    Mas, inopinadamente —clarea ya el alba—, Margaret Rose me mira aterrada, pálida como un trozo de mármol. Sus ojos rebasan las órbitas, sus brazos tiemblan convulsamente. No sé qué dentro de ella, como un pájaro endemoniado, comienza a despertar y manifestarse. Chasca los dientes, gime, contrae los músculos del cuello, trata de apartar la mesa con sus piernas rígidas, se endereza un poco, ríe, y, al cabo, lanza un pavoroso grito, increíblemente prolongado que recorre la estancia y después huye por la casa. Fijos, fijos en mí sus fenomenales ojos, parecen no lograr desasirse de algo que los cautiva, que los subyuga, que los espanta y los somete irresistiblemente. Me pongo en pie, sobresaltado, comprendiendo que algo muy grave sucede. La llamo inútilmente por su nombre; la sacudo por los hombros; fríos, fríos están sus brazos y cubierta de sudor su frente…
     Ha transcurrido el tiempo y aún aquel grito se enrosca afuera entre los árboles.
     —¡Margaret! ¡Margaret Rose! —imploro.
    Y los ojos fijos, irracionales.
    —¡Margaret Rose!
   Suenan pasos cercanos y una puerta se abre. De la penumbra, no sé a través de qué cortinajes o sombras, emerge un hombre en pijama, alto, joven, atlético. Viene descalzo y con los cabellos enmarañados sobre la frente. Justamente conturbado, no repara en mí. Por el contrario, cruza a mi lado a toda prisa, en dirección a la joven. La acaricia, la besa, le ordena unos cabellos sueltos tras de la oreja. Se sienta sobre el brazo del sillón.
    —Margaret Rose… Mi pobre Margaret Rose… —le dice persuasiva, doloridamente, pasándole sin cesar la mano por la frente.
     —¡Caballero! —me decido a exclamar, con un febril estremecimiento en los párpados.
Mas el hombre continúa sin advertirme, acariciando aquel exangüe y sudoroso cuerpo. 
    —Margaret Rose, anda a dormir, criatura… Otro día jugarás al ajedrez, ¿te parece? Margaret Rose, obedéceme…
     —¡Caballero! —grito por segunda vez, con todas mis fuerzas—. ¡Caballero!
Margaret Rose abre suavemente los ojos y, al verme de pie frente a ella, torna a gritar tan frenéticamente como antes, señalándome con un dedo.
     —James! ¡Ahí está, ahí…! ¡Míralo!
     Y se desploma sin sentido.
    Su marido mira hacia donde yo estoy —rozándole casi la espalda— y mueve tristemente la cabeza. Luego, con su esposa en brazos, cruza a mi lado misteriosamente. Así los veo desaparecer, lúgubres, silenciosos, lentos, por entre los cortinajes rojos…
     Y yo descubro, alarmado, que no soy ya sino un melancólico y horripilante fantasma.

— Francisco Tario, ‘La noche de Margaret Rose’ en Algunas noches, algunos fantasmas (México: FCE, 2004)

viernes, 15 de mayo de 2015

LA EVOLUCIÓN CREADORA. Henry Miller


No hay absolutamente ninguna transición desde este sueño, el más agradable que conozco, hasta el meollo de un libro llamado La evolución creadora. En este libro de Henri Bergson, al que llegué con la misma naturalidad que al sueño de la tierra de más allá del límite, vuelvo a estar completamente solo, vuelvo a ser un extranjero, un hombre de edad indeterminada parado ante una puerta de hierro observando una metamorfosis singular por dentro y por fuera. Si este libro no hubiera caído en mis manos en el momento en que lo hizo, quizá me habría vuelto loco. Llegó en un momento en que otro mundo enorme se estaba desmoronando en mis manos. Aunque no hubiese entendido una sola cosa de las escritas en este libro, aunque sólo hubiera preservado el recuerdo de una palabra, creadoras, habría sido suficiente. Esta palabra era mi talismán. Con ella podía desafiar al mundo entero, y sobre todo a mis amigos.
     Hay ocasiones en que tiene uno que romper con sus amigos para entender el significado de la amistad. Puede parecer extraña, pero el descubrimiento de este libro equivalió al descubrimiento de una nueva arma, un instrumento, con el que podía cercenar a todos los amigos que me rodeaban y que ya no significaban nada para mí. Este libro se convirtió en mi amigo porque me enseñó que no tenía necesidad de amigos. Me infundió valor para permanecer solo, me permitió apreciar la soledad. Nunca he entendido el libro; a veces pensaba que estaba a punto de entender, pero nunca llegué a hacerlo verdaderamente. Para mí era más importante no entender. Con este libro en las manos, leyendo en voz alta a los amigos, llegué a entender claramente que no tenía amigos, que estaba solo en el mundo. Porque, al no entender el significado de las palabras, ni yo ni mis amigos, una cosa quedó muy clara y fue que había formas diferentes de no entender y que la diferencia entre la incomprensión de un individuo y la de otro creaba un mundo de tierra firme más sólido que las diferencias de comprensión. Todo lo que antes creía haber entendido se desmoronó e hice borrón y cuenta nueva. En cambio, mis amigos se atrincheraron muy sólidamente en el pequeño pozo de comprensión que se habían acabado para sí mismos. Murieron cómodamente en su camita de comprensión, para convertirse en ciudadanos útiles del mundo. Los compadecí, y muy pronto los abandoné uno a uno sin el menor pesar.
     Entonces, ¿qué es lo que había en ese libro que podía significar tanto para mí y, aun así, parecer oscuro? Vuelvo a la palabra creadora. Estoy seguro de que todo el misterio radica en la comprensión del significado de esta palabra. Cuando pienso ahora en el libro, y en la forma como lo abordé, pienso en un hombre que pasa por ritos de iniciación. La desorientación y reorientación que acompaña a la iniciación en cualquier misterio es la experiencia más maravillosa que se pueda vivir. Todo lo que el cerebro ha trabajado durante toda una vida para asimilar, clasificar y sintetizar tiene que descomponerse y volver a ordenarse. ¡Día conmovedor para el alma! Y, naturalmente, eso se desarrolla, no durante un día, sino durante semanas y meses. Te encuentras por casualidad a un amigo en la calle, a un amigo que no has visto durante varias semanas, y se ha vuelto un absoluto extraño para ti. Le haces señas desde tu nueva posición elevada y, si no las comprende, pasas de largo... para siempre. Es exactamente como limpiar de enemigos el campo de batalla: a todos los que están fuera de combate los rematas con un rápido mazazo. Sigues adelante, hacia nuevos campos de batalla, hacia nuevos triunfos o derrotas. Pero, ¡sigues! Y, a medida que avanzas, el mundo avanza contigo, con espantosa exactitud. Buscas nuevos campos de operaciones, nuevos especímenes de la raza humana a quienes instruyes pacientemente y dotas de nuevos símbolos. A veces escoges a aquellos a quienes antes no habías mirado. Pruebas a todos y todo lo que queda a tu alcance, con tal de que ignoren la revelación.
     Así fue como me encontré sentado en el cuarto de remiendos del establecimiento de mi padre, leyendo en voz alta a los judíos que allí trabajaban. Leyéndoles esa nueva Biblia al modo como Pablo debió de hablar a los discípulos. Con la desventaja adicional, desde luego, de que aquellos pobres diablos judíos no sabían leer en inglés. Principalmente me dirigía a Bunchek el cortador, que tenía inteligencia de rabino. Abría el libro, escogía un pasaje al azar y se lo leía traduciéndolo a un inglés casi tan primitivo como el pidgin. Después intentaba explicárselo, escogiendo como ejemplo y analogía las cosas con las que estaban familiarizados. Me asombraba lo bien que entendían, cuánto mejor entendían, pongamos por caso, que un profesor universitario o un literato o un hombre instruido. Naturalmente, lo que entendían no tenía nada que ver, a fin de cuentas, con el libro de Bergson, en cuanto libro, pero, ¿acaso no era ésa la intención de semejante libro? A mi entender, el significado de un libro radica en que el propio libro desaparezca de la vista, en que se lo mastique vivo, se lo digiera e incorpore al organismo como carne y sangre que, a su vez crean nuevo espíritu y dan nueva forma al mundo. La lectura de ese libro era una gran fiesta de comunión que compartíamos, y el rasgo más destacado era el capítulo sobre el Desorden que, por haberme penetrado hasta los tuétanos, me ha dotado con un sentido del orden tan maravilloso, que, si de repente un cometa se estrellara contra la tierra y sacase todo de su sitio, dejara todo patas arriba, volviese todo del revés, podría orientarme en el nuevo orden en un abrir y cerrar de ojos. Tengo tan poco miedo al desorden como a la muerte y no me hago ilusiones con respecto a ninguno de los dos. El laberinto es mi terreno de caza idóneo y cuanto más profundamente excavo en la confusión, mejor me oriento.
     Con La evolución creadora bajo el brazo, tomo el metro elevado en el Puente de Brooklin después del trabajo e inicio el viaje de regreso al cementerio. A veces entro en la estación de Delancey Street, en pleno corazón del ghetto, después de una larga caminata por las calles atestadas de gente. Entro al metro elevado por la vía subterránea, como un gusano que se ve empujado por los intestinos. Cada vez que ocupo mi lugar entre la multitud que se arremolina por el andén, sé que soy el individuo más excepcional ahí abajo. Contemplo todo lo que está ocurriendo a mi alrededor como un espectador de otro planeta. Mi lenguaje, mi mundo, los llevo bajo el brazo. Soy el guardián de un gran secreto; si abriera la boca y hablase, paralizaría el tráfico. Lo que puedo decir, y lo que me callo cada noche de mi vida en ese viaje de ida y vuelta a la oficina es dinamita pura. Todavía no estoy preparado para lanzar mi cartucho de dinamita. Lo mordisqueo meditativa, reflexiva, persuasivamente. Cinco años más, diez años más quizás, y aniquilaré a esta gente totalmente. Si el tren, al tomar una curva, da un violento bandazo, me digo para mis adentros: «¡Muy bien!¡Descarrrila! ¡Aniquílalos!» Nunca pienso que yo corra peligro, si el tren descarrila. Vamos apretujados como sardinas y toda la carne caliente apretada contra mí distrae mis pensamientos. Me doy cuenta de que tengo las piernas envueltas en las de otra persona. Miro a la chica que está sentada frente a mí, le miro a los ojos directamente, y aprieto las rodillas con más fuerza en sus entrepiernas. Se pone incómoda, se agita en su asiento, y, por fin, se dirige a la chica que va a su lado y se queja de que la estoy molestando. La gente de alrededor me mira con hostilidad. Miro por la ventana como si tal cosa y hago como si no hubiera oído nada. Aunque quisiera retirar las piernas, no puedo. Sin embargo, la chica, poco a poco, empujando y retorciéndose violentamente, consigue desenredar sus piernas de las mías. Me encuentro casi en la misma situación con la chica que está a su lado, aquella a la que dirigía sus quejas. Casi al instante siento un contacto comprensivo y después, para mi sorpresa, le oigo decir a la otra chica que son cosas que no se pueden evitar, que la culpa no es de ese hombre, sino de la compañía por llevarnos apiñados como corderos. Y vuelvo a sentir el estremecimiento de sus piernas contra las mías, una presión cálida, humana, como cuando le estrechan a uno la mano. Con la mano libre me las arreglo para abrir el libro. Mi propósito es doble: primero, quiero que vea qué clase de libro leo; segundo, quiero poder continuar con nuestra comunicación de las piernas sin llamar la atención. Da excelente resultado. Cuando el vagón se vacía un poco, consigo sentarme a su lado y conversar con ella... sobre el libro, naturalmente. Es una judía voluptuosa con enormes ojos claros y la franqueza que da la sensualidad. Cuando llega el momento de salir, caminamos del brazo por las calles, hacia su casa. Estoy casi en los límites del antiguo barrio. Todo me es familiar y, sin embargo, repulsivamente extraño. Hace años que no he paseado por estas calles y ahora voy caminando con una muchacha judía del ghetto, una muchacha bonita con marcado acento judío. Parezco fuera de lugar caminando a su lado. Noto que la gente se vuelve a mirarnos. Soy el intruso, el goi que ha venido al barrio a ligarse a una gachí que está muy rica y que traga. En cambio, ella parece orgullosa de su conquista; va fardando conmigo ante sus amigas. ¡Mirad el ligue que me he echado en el metro! ¡Un goi instruido, refinado! Casi oigo sus pensamientos. Mientras caminamos despacio, voy estudiando el cariz de la situación, todos los detalles prácticos que decidirán si quedaré con ella para después de cenar o no. Ni pensar en invitarla a cenar. La cuestión es a qué hora y dónde encontrarnos y cómo haremos, porque, según me informa antes de llegar al portal, está casada con un viajante de comercio y tiene que andarse con ojo. Quedo en volver y encontrarme con ella en la esquina frente a la pastelería a cierta hora. Si quiero traer a un amigo, ella traerá a una amiga. No, decido verla sola. Quedamos en eso. Me estrecha la mano y sale corriendo por un corredor sucio. Salgo pitando hacia la estación y me apresuro a volver a casa para engullir la comida.
     Es una noche de verano y todo está abierto de par en par. Al volver en el metro a buscarla, todo el pasado desfila caleidoscópicamente. Esta vez he dejado el libro en casa. Ahora vuelvo a buscar a una gachí y no pienso en el libro. Vuelvo a estar a este lado del límite, y a cada estación que pasa volando mi mundo se va volviendo cada vez más diminuto. Para cuando llego a mi destino, soy casi un niño. Soy un niño horrorizado por la metamorfosis que se ha producido. ¿Qué me ha pasado, a mí, un hombre del distrito 14, para bajar en esta estación en busca de una gachí judía? Supongamos que le eche un polvo efectivamente; bueno, ¿y qué? ¿Qué tengo que decir a una chica así? ¿Qué es un polvo, cuando lo que busco es amor?

— Henry Miller, Trópico de Capricornio, trad. Carlos Manzano (México: Punto de lectura, 2011) 275-281 pp.

viernes, 8 de mayo de 2015

ANTE LA LEY. Franz Kafka


Ante la Ley se encuentra un guardián que protege la puerta de entrada. Un hombre procedente del campo se acerca a él y le pide permiso para acceder a la Ley. Pero el guardián dice que en ese momento no le puede permitir la entrada. El hombre piensa y pregunta si podrá entrar más tarde. «Es posible —responde el guardián—, pero ahora no.» Ya que la puerta de acceso a la Ley permanece abierta, como siempre, y el guardián se sitúa a un lado, el hombre se inclina para mirar a través del umbral y ver así qué hay en el interior. Cuando el guardián advierte su propósito, ríe y dice: «Si tanto te tienta, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Ten en cuenta, sin embargo, que soy poderoso y que, además, soy el guardián más ínfimo. Ante cada una de las salas permanece un guardián, el uno más poderoso que el otro. La mirada del tercero es ya para mí insoportable.» El hombre procedente del campo no había contado con tantas dificultades. La Ley, piensa, debe ser accesible a todos y en todo momento, pero al considerar ahora con más exactitud al guardián, cubierto con su abrigo de piel, al observar su enorme y prolongada nariz, la barba negra, fina, larga, tártara, decide que es mejor esperar hasta que reciba el permiso para entrar. El guardián le da un taburete y deja que tome asiento en uno de los lados de la puerta. Allí permanece sentado días y años. Hace muchos intentos para que le inviten a entrar y cansa al guardián con sus súplicas. El guardián le somete a menudo a cortos interrogatorios, le pregunta acerca de su hogar y de otras cosas, pero son preguntas indiferentes, como las que hacen grandes señores, y al final siempre repetía que todavía no podía permitirle la entrada. El hombre, que se había provisto muy bien para el viaje, utiliza todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Éste lo acepta todo, pero al mismo tiempo dice: «Sólo lo acepto para que no creas que has omitido algo.» Durante los muchos años que allí estuvo, el hombre observó al guardián de forma casi ininterrumpida. Olvidó a los otros guardianes y éste le terminó pareciendo el único impedimento para tener acceso a la Ley. Los primeros años maldijo la desgraciada casualidad, más tarde, ya envejecido, sólo murmura para sí. Se vuelve senil, y como ha sometido durante tanto tiempo al guardián a un largo estudio ya es capaz de reconocer a la pulga en el cuello de su abrigo de piel, por lo que solicita a la pulga que le ayude para cambiar la opinión del guardián. Finalmente su vista se torna débil y ya no sabe realmente si oscurece a su alrededor o son sólo los ojos que le engañan. Pero ahora advierte en la oscuridad un brillo que irrumpe indeleble a través de la puerta de la Ley. Ya no vivirá mucho más.     Antes de su muerte se concentran en su cabeza todas las experiencias del tiempo pasado y toman forma en una sola pregunta que hasta ahora no había hecho al guardián. Entonces le guiña un ojo, ya que no puede incorporar su cuerpo entumecido. El guardián tiene que inclinarse hacia él profundamente porque la diferencia de tamaños ha variado en perjuicio del hombre. «¿Qué quieres saber ahora? —Pregunta el guardián—, eres insaciable.» «Todos aspiran a la Ley —dice el hombre—. ¿Cómo es posible que durante tantos años sólo yo haya solicitado la entrada?» El guardián comprueba que el hombre ha llegado a su fin y, para que su débil oído pueda percibirlo, le grita: «Ningún otro podía haber recibido permiso para entrar por esta puerta, pues esta entrada estaba reservada sólo para ti. Yo me voy ahora y cierro la puerta.»
(Ante la Ley)

— Franz Kafka, Aforismos, visiones y sueños, trad. y pról. José Rafael Hernández Arias (Madrid: Valdemar, 1999), 38-40.

viernes, 1 de mayo de 2015

EL PARÁSITO DE LOS POETAS. E. M. Cioran


 I. No puede haber desenlace para la vida de un poeta. Todo lo que no ha emprendido, todos los instantes alimentados con lo inaccesible, le dan su poder. ¿Experimenta el inconveniente de existir? Entonces su facultad de expresión se reafirma, su aliento se dilata.
 Una biografía sólo es legítima si hace evidente la elasticidad de un destino, la suma de variantes que comporta. Pero el poeta sigue una línea de fatalidad cuyo rigor nada flexibiliza. La vida les toca en suerte a los filisteos; y para suplir la que no han tenido se han inventado las biografías de los poetas...
 La poesía expresa la esencia de lo que no podríamos poseer; su significación última: la imposibilidad de toda «actualidad». La alegría no es un sentimiento poético. (Proviene, sin embargo, de un sector del universo lírico donde el azar reúne, en un mismo haz, las llamas y las estupideces.) ¿Se ha visto alguna vez un canto de esperanza que no inspirase una sensación de malestar, incluso de repulsión? Y ¿cómo cantar una presencia cuando incluso lo posible está manchado por una sombra de vulgaridad? Entre la poesía y la esperanza, la incompatibilidad es completa; de este modo el poeta es víctima de una ardiente descomposición. ¿Quién se atrevería a preguntarle cómo ha experimentado la vida, cuando ha vivido gracias a la muerte? Cuando sucumbe a la tentación de felicidad, pertenece a la comedia... Pero si, por el contrario, de sus llagas brotan llamaradas, y canta a la felicidad  esa incandescencia voluptuosa de la desdicha  se sustrae al matiz de vulgaridad inherente a todo acento positivo. Es Hölderlin refugiándose en una Grecia soñada y transfigurando el amor en embriagueces más puras, en las de la irrealidad...
 El poeta sería un tránsfuga odioso de la realidad si en su huida no llevase consigo su desdicha. Al contrario del místico o el sabio, no sabría escapar a sí mismo ni evadirse del centro de su propia obsesión: incluso sus éxtasis son incurables, y signos premonitorios de desastres. Inapto para salvarse, para él todo es posible, salvo su vida...

 II. En esto reconozco a un verdadero poeta: frecuentándole, viviendo largo tiempo en la intimidad de su obra, algo se modifica en mí: no tanto mis inclinaciones o mis gustos como mi misma sangre, como si una dolencia sutil se hubiera introducido en ella para alterar su curso, su espesor y su calidad. Valéry o Stefan George nos dejan allí donde les abordamos, o nos vuelven más exigentes en el plano formal del espíritu: son genios de los que no sentimos necesidad, sólo son artistas. Pero un Shelley, pero un Baudelaire, pero un Rilke intervienen en lo más profundo de nuestro organismo, que se los apropia como lo haría con un vicio. En su proximidad, un cuerpo se fortifica, y luego se ablanda y se desagrega. Pues el poeta es un agente de destrucción, un virus, una enfermedad disfrazada y el peligro más grave, aunque maravillosamente impreciso, para nuestros glóbulos rojos. ¿Vivir en su territorio? Es sentir adelgazarse la sangre, es soñar un paraíso de la anemia, y oír, en las venas, el fluir de las lágrimas...

 III. Mientras que el verso lo permite todo, y en él podéis verter lágrimas, vergüenzas, éxtasis y sobre todo quejas, la prosa os prohíbe expansionaros o lamentaros: repugna a su abstracción convencional. Exige otras verdades: controlables, deducidas, mesuradas. Pero, ¿y si se robasen las de la poesía; si se saquease su tema, y si uno se atreviese a tanto como los poetas? ¿Por qué no insinuar en el discurso nuestras indecencias, nuestras humillaciones, nuestras muecas y nuestros suspiros? ¿Por qué no estar descompuesto, podrido, ser cadáver, ángel o Satán en el lenguaje de lo vulgar, y traicionar patéticamente tantos aéreos y siniestros vuelos? Mucho mejor que en la escuela de los filósofos, es en la de los poetas en la que se aprende el valor de la inteligencia y la audacia de ser uno mismo. Sus «afirmaciones» hacen palidecer los apotegmas más extrañamente impertinentes de los antiguos sofistas. Nadie las adopta: ¿hubo jamás un solo pensador que fuese tan lejos como Baudelaire o que se atreviese a transformar en sistema una fulguración de Lear o un monólogo de Hamlet? Quizá Nietzsche antes de su fin, pero, ay, se obstinaba aún en sus estribillos de profeta... ¿Buscaremos del lado de los santos? Ciertos frenesíes de Teresa de Avila o de Ángeles de Foligno... Pero se encuentra demasiado a menudo a Dios, ese sinsentido consolador que, apuntalando su valor, disminuye su calidad. Pasearse sin convicciones y solo no es propio de un hombre, ni siquiera de un santo; a veces, sin embargo, lo es de un poeta...
 Imagino a un pensador exclamando en un movimiento de orgullo: «¡Me gustaría que un poeta se fabricase un destino con mis pensamientos!». Pero para que su aspiración fuese legítima, haría falta que él mismo frecuentase largo tiempo a los poetas, que sacase de ellos delicias de maldición, y que les devolviese, abstracta y acabada, la imagen de sus propias caídas o de sus propios delirios; haría falta sobre todo que sucumbiese en el umbral del canto, e, himno vivo más allá de la inspiración, que conociese el pesar de no ser poeta, de no estar iniciado en la «ciencia de las lágrimas», en los azotes del corazón, en las orgías formales, en las inmortalidades del instante...
 ...Muchas veces he soñado con un monstruo melancólico y erudito, versado en todos los idiomas, íntimo de todos los versos y de todas las almas y que errase por el mundo para nutrirse de venenos, de fervores, de éxtasis, a través de las Persias, las Chinas, las Indias muertas, y las Europas moribundas, muchas veces he soñado con un amigo de los poetas que los hubiese conocido a todos por desesperación de no ser de los suyos.

— E. M. Cioran, "El parásito de los poetas" en Breviario de podredumbre, trad. Fernando Savater (Madrid: Taurus, 1972), 116-118.