Fui huésped en la casa de los muertos. Era una cripta grande y limpia, ya había algunos ataúdes, aunque todavía quedaba mucho sitio. Dos ataúdes estaban abiertos, el interior ofrecía el aspecto como de camas deshechas que hubieran sido abandonadas recientemente. Situada en un lado, de tal modo que no pude darme cuenta al principio, se hallaba una mesa de escritorio a la que se sentaba un hombre de cuerpo poderoso. En su mano derecha sostenía una pluma; parecía como si hubiera escrito algo y se hubiera detenido en ese mismo instante. La mano izquierda jugaba en el chaleco con una espléndida cadena de reloj y su cabeza se inclinaba profundamente sobre ella. Una sirvienta limpiaba aunque no había nada que limpiar.
Tiré con curiosidad del pañuelo que cubría su cabeza y que ensombrecía su rostro. Entonces pude verla. Era una muchacha judía que había conocido antaño. Tenía un rostro exuberante y blanco, así como ojos negros y esbeltos. Cuando me sonrió desde sus harapos, que la hacían parecer una anciana, dije: «Todo lo que usted hace aquí es un poco de comedia.» «Sí —dijo ella—,un poco, ¡cómo lo sabes!» Entonces señaló al hombre sentado en el escritorio y dijo: «Ahora ve y saluda a aquel señor. Mientras no le saludes, en realidad no puedo hablar contigo.» «¿Quién es?», le pregunté en voz baja. «Un noble francés —dijo—, creo que se llama De Poitin.» «¿Cómo ha venido hasta aquí?», pregunté. «No lo sé —dijo ella—, aquí hay una gran confusión. Esperamos a alguien que ponga orden, ¿eres tú?» «No, no», dije yo. «Eso es muy razonable —dijo ella—, pero ahora preséntate al señor.»
Fui hacia él y me incliné. Cómo él no levantó la cabeza —sólo podía ver su pelo blanco y revuelto—, le deseé las buenas noches. Siguió sin moverse, un gato pequeño recorrió el borde de la mesa, había saltado del regazo del señor y volvió a desaparecer por el mismo sitio. Quizá no miraba la cadena del reloj, sino bajo la mesa. Yo sólo quería aclarar cómo había venido, pero mi conocida me tiró de la chaqueta y murmuró: «Ya es suficiente.»
Yo quedé muy satisfecho, me volví hacia ella y fuimos cogidos del brazo por la cripta. La escoba me estorbaba. «Tira la escoba», dije. «No, por favor —dijo ella—, deja que me la quede. Que limpiar aquí no me causa ningún esfuerzo, ya lo ves, ¿verdad? Bien, pero aquí disfruto de ciertas ventajas a las que no quiero renunciar. ¿Quieres, por lo demás, quedarte aquí?», dijo desviando la conversación. «Por ti me quedaría aquí encantado», dije lentamente. En ese momento íbamos estrechándonos mutuamente como una pareja de enamorados. «Quédate, quédate —dijo ella—, cómo he anhelado tu llegada. No es tan malo estar aquí como tú quizá temes. Y qué nos importa a los dos lo que hay a nuestro alrededor.» Fuimos un rato en silencio, habíamos desenlazado los brazos que ahora ceñían nuestros cuerpos. Seguimos por el camino principal, había ataúdes a la derecha y a la izquierda, la cripta era muy grande, al menos muy larga. Estaba oscuro, pero no del todo, era como un crepúsculo que, sin embargo, todavía iluminaba algo el lugar en que nos hallábamos y un pequeño círculo a nuestro alrededor. De repente dijo: «Ven, te enseñare mi ataúd.» Me quedé sorprendido. «Pero tú no estás muerta», dije. «No —dijo ella—, pero para ser sincera, no conozco mucho este lugar, por eso estoy tan contenta de que hayas venido. Lo entenderás en poco tiempo. Ahora lo ves todo probablemente más claro que yo. En todo caso: tengo un ataúd.» Torcimos a la derecha en un camino lateral, otra vez entre dos hileras de ataúdes. Por la disposición del lugar y el ambiente me recordaba a una gran bodega que había visto. Siguiendo el camino pasamos por un pequeño arroyo, apenas de un metro de ancho, que corría con rapidez. Después llegamos al ataúd de la muchacha. Disponía de bellos cojines guarnecidos. Se sentó en el interior y me hizo una señal, menos con el dedo que con la mirada, para que yo también la acompañara. «Querida niña» —dije yo, retirándole el pañuelo de la cabeza y poniendo mi mano en su sedosa cabellera—. Todavía no puedo permanecer contigo. Hay alguien en la cripta con el que debo hablar. ¿No quieres ayudarme a buscarle?» «¿Tienes que hablar con él? Aquí no existen obligaciones», dijo ella. «Pero yo no soy de aquí.» «¿Crees que podrás salir todavía de aquí?» «Seguro», dije yo. «Razón de más para que no pierdas el tiempo», dijo ella. Buscó entre los cojines y sacó una camisa. «Ésta es mi camisa de muerta —dijo, y a continuación me la alcanzó—, pero yo no la llevo.»
(En: Fragmentos póstumos)
— Franz Kafka, Aforismos, visiones y sueños. 2ª ed. Trad. y pról. José Rafael Hernández Arias. Valdemar: Madrid, 1999., p. 83-86
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