Acompáñese con vino.

Acompáñese con vino.
by Jonathan Wolstenholme

viernes, 28 de marzo de 2014

INSTRUCCIONES PARA LA VIDA. Conde de Lautréamont


¡Qué niño tan gracioso está sentado en un banco del jardín de las Tullerías! Sus ojos audaces miran fijamente a lo lejos, en el espacio, algún objeto invisible. No debe tener más de ocho años pero, no obstante, no se divierte como sería normal. Al menos, debería reír y pasearse con algún camarada en lugar de estar solo; pero ese no es su carácter.
     ¡Qué niño tan gracioso está sentado en un banco del jardín de las Tullerías! Un hombre, con aspecto equívoco, movido por deseo oculto viene a sentarse en el mismo banco. ¿Quién es? No necesito decíroslo pues le reconoceréis por su conversación tortuosa. Escuchemos, sin molestarles.
     —Niño, ¿en qué piensas?
     —Pensaba en el cielo.
     —No es necesario que pienses en el cielo; es suficiente ya con pensar en la tierra. ¿Estás fatigado de vivir, tú que apenas acabas de nacer?
     —No, pero todos prefieren el cielo a la tierra.
     —Bueno, yo no. Pues si el cielo ha sido hecho por Dios, lo mismo que la tierra, ten la seguridad que encontrar allí los mismos males que acá abajo. Después de tu muerte, no serás recompensado por tus méritos, pues si cometen injusticias contigo en esta tierra (como comprobarás, por experiencia, más tarde), no hay razones para que, en la otra vida, no se cometan también. Lo mejor que puedes hacer es no pensar en Dios y hacerte justicia tú mismo, ya que te la niegan. Si uno de tus camaradas te ofendiese, ¿no te gustaría matarlo?
     —Está prohibido.
     —No está tan prohibido como piensas. Se trata solamente de no dejarse atrapar. La justicia que proporcionan las leyes no vale nada; es la jurisprudencia del ofendido la que cuenta. Si detestases a uno de tus camaradas, ¿no serías desdichado por soñar que a cada instante tienes su pensamiento delante de tus ojos?
     —Es verdad.
     —He aquí entonces a uno de tus camaradas que te hará desdichado durante toda la vida; pues viendo que tu odio siempre será pasivo no dejaría de burlarse de ti y de hacerte daño impunemente. Sólo existe un medio de terminar con esta situación: desembarazarse del enemigo. Hasta aquí quería llegar para hacerte comprender sobre qué bases se funda nuestra sociedad. Cada uno debe tomarse la justicia por sí mismo, salvo que sea un imbécil. El que obtiene la victoria sobre sus semejantes es el más astuto y el más fuerte. ¿Es que no querrás algún día dominar a tus semejantes?
     —Sí, sí.
     —Sé, pues, el más fuerte y el más astuto. Todavía eres muy joven para ser el más fuerte. Pero puedes, desde hoy, emplear la astucia, la más bella herramienta de los hombres de genio. Cuando el pastor David alcanzó en la frente al gigante Goliat con una piedra lanzada con su honda, ¿no es admirable observar que sólo con la astucia David venció a su rival y que, por el contrario, si hubiera luchado cuerpo a cuerpo, el gigante lo habría aplastado como a una mosca? Igual te pasaría a ti. A guerra abierta jamás podrás vencer a los hombres, sobre los cuales estás deseando imponer tu voluntad; sin embargo, con astucia, podrás luchar solo contra todos. ¿Deseas riquezas, hermosos palacios y la gloria? ¿O me has engañado cuando mantenías estas nobles pretensiones?
     —No, no os engañaba. Pero quisiera conseguir lo que deseo por otros medios.
     —Entonces no conseguirás nada absolutamente. Los medios virtuosos y bonachones no conducen a nada. Es necesario poner en movimiento palancas más enérgicas e intrigas más hábiles. Antes de que consigas la celebridad por tu virtud, mientras alcanzas la meta, mucha gente habrá tenido tiempo de hacer cabriolas por encima de tus hombros, llegando antes que tú al final de la carrera, de tal forma, que ya no habrá sitio allí para tus ideas mezquinas. Es preciso saber abarcar con más grandeza el horizonte del tiempo presente. Por ejemplo, ¿alguna vez has oído hablar de la gloria inmensa que aportan las victorias? Pero las victorias no se hacen solas. Es necesario verter sangre, mucha sangre, para engendrarlas y depositarlas a los pies de los conquistadores. Sin los cadáveres y miembros esparcidos que se descubres en la llanura, donde se ha efectuado súbitamente carnicería, no habría guerra y, sin guerra, no habría victoria. Estás comprobando que cuando se desea ser célebre, es necesario zambullirse con gallardía en ríos de sangre alimentados por la carne de cañón. El fin justifica los medios. La primera cosa que se necesita, para ser célebre, es tener dinero. Ahora bien, como tú no lo tienes, necesitas asesinar para conseguirlo; pero como no eres bastante fuerte para manejar el puñal, hazte ladrón, a la espera de que tus miembros se hayan robustecido. Y para que se robustezcan más rápido te recomiendo hacer gimnasia, dos veces al día, una hora por la mañana y otra por la tarde. De esta forma podrás intentar el crimen, con cierto éxito, desde la edad de quince años, sin tener que esperar hasta los veinte. ¡El amor a la gloria lo excusa todo y tal vez, más tarde, dueño de tus semejantes, les harás casi tanto bien como mal les has hecho al comienzo!...
     Maldoror observa que la sangre hierve en la cabeza de su joven interlocutor; las ventanas de su nariz se hinchan y de sus labios brota una ligera espuma blanca. Le toma el pulso y sus pulsaciones son aceleradas. La fiebre se ha hecho dueña de este cuerpo delicado. Teme continuar hablando; el infeliz se escabulle contrariado por no haber podido conversar más tiempo con ese niño. Si en la edad madura es difícil controlar las pasiones, oscilando entre el bien y el mal, ¿qué pasará en un espíritu todavía inexperto? ¿Cuánta más energía necesitará? El niño se recuperará guardando cama tres días. ¡Quiera el cielo que el contacto maternal lleve la paz a esa flor sensible, frágil envoltura de una hermosa alma! 

— Conde de Lautréamont, Los cantos de Maldoror. Trad. Ángel Pariente. Alianza: Madrid, 2009., p. 84-88

lunes, 24 de marzo de 2014

UN PACTO CON EL DIABLO. Juan José Arreola


Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.
     —Perdone usted le —dije—, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?
     —Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.
     —Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?
     —Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.
     —¿Siete nomás?
     —El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.
     Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:
     —En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?
     —El diablo.
     —¿Cómo es eso? —repliqué sorprendido.
     —El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.
     —Entonces el diablo...
     —Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted.
     Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió:
     —Ya llegarás al séptimo año, ya.
     Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar:
     —Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?
     El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme:
     —Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?
     —Siendo así...
     —En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.
     Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos:
     —Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?
     —El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.
     —¿Y si Daniel se arrepiente?...
     Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí:
     —Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces...
     —No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato.
     —Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta.
     —¿Qué dice usted?
     —Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para explicarme.
     —Por ejemplo... -y mi vecino hizo una pausa llena de interés.
     —Aquí está Daniel Brown —contesté—. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.
     A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones.
     —Perdóneme —dijo—, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.
     —Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.
     —Usted, ¿cumpliría?
     No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!
     Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos.
Hice un esfuerzo y dije:
     —Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.
     —Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?
     —Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.
     —¿Su alma?
     Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo:
     —¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.
     No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.
     Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos.
     —Usted, ¿es pobre?
     Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme:
     —Usted, ¿es muy pobre?
     —En este día —le contesté—, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.
     —Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?
     —Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.
     —Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta semana le encargaré un par de trajes.
     —Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.
     —Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra...
     —Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina...
     —Piense usted bien, hay algo que quizás olvida...
     Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña:
     —Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo...
     Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta:
     —A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes.
     Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma:
     —Aquí, en la cartera, llevo un documento que...
     Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma?
     Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.
     "Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí:
     —Trato hecho. Sólo pongo una condición.
     El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado:
     —¿Qué condición?
     —Me gustaría ver el final de la película —contesté.
     —¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.
     La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió:
     —Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.
     Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía:
     —Necesito ver el final de la película. Después firmaré.
     —¿Me da usted su palabra?
     —Sí.
     Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.
     En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.
     Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso.
     Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de la casa, preguntó:
     —Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos?
     La mujer respondió lentamente:
     —Tu alma vale más que todo eso, Daniel...
     El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.
     Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.
     Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.
     Paulina me esperaba.
     Echándome los brazos al cuello, me dijo:
     —Pareces agitado.
     —No, nada, es que...
     —¿No te ha gustado la película?
     —Sí, pero...
     Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche:
     —¿Es posible que te hayas dormido?
     Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté:
     —Es verdad, me he dormido.
     Y luego, en son de disculpa, añadí:
     —Tuve un sueño, y voy a contártelo.
     Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho.
     Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.

— Juan José Arreola. Tres días y un cenicero y otros cuentos. Punto de lectura: México, 2009., p. 175-186

viernes, 21 de marzo de 2014

¿CONOCES EL PAÍS DONDE FLORECEN LOS CAÑONES? Erich Kästner


¿Conoces el país donde florecen los cañones? 
¿No lo conoces? ¡Lo conocerás! 
Allí están los apoderados orgullosos y audaces 
En las oficinas, como si fueran cuarteles.

Allí crecen botones de soldados debajo de la corbata. 
Y se llevan cascos invisibles. 
Allí se tiene cara pero no cabeza. 
Y el que va a la cama, ¡se reproduce inmediatamente!

Allí cuando un jefe quiere algo 
- y es su profesión querer algo - 
la razón primero se cuadra y segundo se pone firmes. 
¡Vista a la derecha! ¡Y la cabeza agachada!

Los niños nacen allí con pequeñas espuelas. 
Y la raya hecha. 
Allí no se nace civil. 
Allí se asciende al que se calla. 
¿Conoces ese pais? Podría ser feliz. 
¡Podría ser feliz y hacer feliz! 
Allí hay campos, acero y piedra 
y empeño y fuerza y otras cosas bonitas.

¡Incluso espíritu y bondad hay allí a veces! 
Y verdadero heroísmo. Pero no en muchos. 
En cada segundo hombre hay un niño 
que quiere jugar con soldados de plomo.

Allí la libertad no madura. Allí se queda verde. 
Cualquier cosa que se quiera construir, acaba saliendo un cuartel.
¿Conoces el país donde florecen los cañones? 
¿No lo conoces? ¡Lo conocerás! 


— Erich Kästner, WAS NICHT IN EUREN LESEBÜCHERN STEHT (Lo que no está en vuestros libros de lectura, 1968), una recopilación de textos del autor.
[Vía: http://www.antimilitaristas.org/]

lunes, 17 de marzo de 2014

EL ARTE DE SER MACHO. Pedro Juan Gutiérrez



     —Las mujeres no soportan a los jóvenes, ni a los tontos, ni a los gordos, ni a los bonitos. Ese tipo de hombres no les ofrecen seguridad. Ellas quieren seguridad.
     —Eso sería en la época de las cavernas, hoy en día…
     —No me interrumpas y atiende. Para gustar a las mujeres hay que ser feo, flaco y serio, y tener un poco de dinero y autoridad. Y además, darle pinga todos los días, diciéndoles algo al oído. Cochinás y cosas bonitas, alternativamente. 
     —Yo no tengo dinero ni autoridad.
     —Pero puedes dar pinga veinticuatro horas sin parar, jajajá. Eso equilibra la fórmula. Cuando ya no puedas dar tanto rabo, trata de tener dinero y autoridad. Y si no tienes nada, renuncia a las mujeres. Mírame a mí
     —Las mujeres de hoy son modernas, Pedro Pablo. En tu época…
     —No hay épocas. Somos animalitos. No creas el cuento de la modernidad.
     —Tu fórmula es muy complicada.
     —El arte de ser macho. Experiencia personal, Pedrito. Tú me ves ahora, viejo y abandonado, pero yo tuve cientos de mujeres. Hay que hacerles un nido y que se sientan protegidas. Quieren un macho eficiente. Es simple. 
[…]
     —No me convences, la mujer de hoy es más independiente.
     —Cuentos. Mentira. Las manipulan con esas ideas. Las que se lo creen al final terminan en el siquiatra. Llegan a los cuarenta años solas, sin hijos y con la sensación de que han vivido equivocadas. No obedecieron a la naturaleza y de cabeza para la consulta de siquiatra. 

—Pedro Juan Gutiérrez, El nido de la serpiente. Barcelona: Anagrama, 2006., p. 137-138

jueves, 13 de marzo de 2014

PARA ENTRAR EN EL JARDÍN. Juan José Arreola


Tome en sus brazos a la mujer amada y extiéndala con un rodillo sobre la cama, después de amasarla perfectamente con besos y caricias. No deje parte alguna sin humedecer, palpar ni olfatear. Colóquela en decúbito prono (ventral), para que no pueda meter las manos y arañarlo. Incorpórese con ella cuando esté a punto de caramelo, cuidando de no empalagarse. En el momento supremo, apriétele el pescuezo con las dos manos y toda la energía restante.
     Para facilitar la operación se recomienda embestir de frente sobre la nuca para que no pueda oírse un monosílabo. Suéltela y sepárese de ella cuando el corazón haya dejado de latir y no haya feas sospechas de necrofilia. Colóquela ahora en decúbito supino (dorsal) y compruebe el reflejo de pupila. Por las dudas, auscúltela con el estetoscopio que habrá pedido prestado a su vecino, el estudiante de medicina. Ciérrele los ojos, sáquela de la cama y déjela enfriar, arrastrándola hasta el cuarto de baño. Si tiene a mano un espejo, póngaselo sobre la cara y no la vea más.
     Previamente habrá usted diluido en agua tres partes iguales de arena, grava (confitillo) y cemento rápido, de preferencia blanco, dentro de un recipiente apropiado, batiendo el todo hasta que forme una pasta espesa y homogénea. Si es preciso, pida el consejo de un albañil experimentado. Tome un molde rectangular de esos que pueden adquirirse fácilmente en el barrio, o improvise usted mismo una adobera con tablas de pino sin cepillar, porque resulta más barato. Sea precavido y deje un margen de diez centímetros de cada lado para que ella pueda caber holgadamente. Usted sabe las medidas de memoria: tanto más cuanto de pies a cabeza, tanto menos cuanto de busto, cintura y caderas. No hace falta la tapa.
     Acuérdese de los vendajes, porque ahora va usted a momificarla sin embalsamamiento previo. Use la banda ortopédica enyesada de cinco centímetros de ancho y conforme a las instrucciones que vienen en el paquete humedézcala y empiece por la punta de los pies siguiendo el método de la dieciochoava o más bien décimooctava dinastía faraónica, procurando que el conjunto quede lo más apretado posible: la crisálida en su capullo eterno que ya no podrá volar más que en su memoria, si usted puede permitirse ese lujo. Cuando el yeso esté completamente seco, lije toda la superficie hasta que casi desaparezcan los bordes superpuestos de las bandas. Dele una mano gruesa de sellador instantáneo, con brocha de dos pulgadas, común y corriente. Después aplique con pistola de aire, o en su defecto, con brocha de pelo de marta, varias manos de laca epóxica, que es dura como el cristal. Una vez que ha secado, gracias a sus componentes, en cosa de minutos, cerciórese de que no quede poro alguno al descubierto, de tela ni yeso. El todo debe constituir una cápsula perfectamente hermética, donde no puedan entrar ni la humedad ni las sales del cemento.
     Llene ahora el molde hasta una tercera parte de su altura, más o menos, y póngase a reposar un rato para que la masa repose también. Medite entonces si puede acerca de lo largo del amor y lo corto del olvido o vicevesa. Cuando ella, usted y la pasta vayan adquiriendo la suficiente firmeza, coloque el cuerpo dentro del molde con la mayor exactitud. Una vez calculada la resistencia de los materiales empleados, vierta sobre ella el resto del concreto fresco, después de agitarlo muy bien.
     (Aquí se recomienda arrodillarse y modular una canción de cuna con trémolo bajo y profundo, o el salmo penitencial que más sea de su agrado.)
     Si es posible, hay que utilizar un vibrador eléctrico. Si no, plana y cuchara. Antes de que ella desaparezca para siempre, usted puede, naturalmente, darle el último adiós. Sobre todo para comprobar que sus labios y sus ojos ya no le dicen nada, debidamente vendados y amordazados como están.
     Cuando el molde esté a punto de desbordarse, déjelo a la intemperie y váyase a dormir bien abrigado porque tendrá que madrugar.
     Al día siguiente y antes de salir el sol, cave una fosa al ras del suelo a la entrada del jardín, justamente en el umbral, y ponga en ella el lingote de cemento, sirviéndose para el traslado solitario de plataforma, cuerdas y rodillos. Con piedritas de río o con teselas de mosaico italiano, puede hacerse una verdadera obra de arte, según el gusto de cada quien: la palabra Welcome es la más aconsejable, siempre que esté rodeada de flores y palomas alusivas, para que la entiendan y la pisen al pasar.
     Precaución: procure, en la medida de lo posible, que la policía no ponga los pies sobre esta lápida amorosa, hasta que la superficie esté completamente seca. Y si lo interrogan, diga la verdad: Ella se fue de la casa en traje sastre, color beige y zapatos cafés. Llevaba una cara de pocos amigos, y aretes de brillantes...

— Juan José Arreola. Tres días y un cenicero y otros cuentos. Punto de lectura: México, 2009., p. 15-19

lunes, 10 de marzo de 2014

¡ESTRANGULÉ A HÉLÈNE! Louis Althusser




Es probable que consideren sorprendente que no me resigne al silencio después de la acción que cometí, y, también, del no ha lugar que la sancionó y del que, como se suele decir, me he beneficiado.
     Sin embargo, de no haber tenido tal beneficio, hubiera debido comparecer, y si hubiera comparecido habría tenido que responder.
     Este libro es la respuesta a la que, en otras circunstancias, habría estado obligado. Y cuanto pido, es que se me conceda; que se me conceda ahora lo que entonces habría sido una obligación.
     Naturalmente, tengo conciencia de que la respuesta que intento aquí no sigue ni las reglas de una comparecencia, que no tuvo lugar, ni la forma en que se habría desarrollado. No obstante, me pregunto si la ausencia de dicha comparecencia, pasada y para siempre, de sus reglas y su forma, no muestra, en definitiva, más aún lo que yo había intentado decir para la evaluación pública y su libertad. En cualquier caso, así lo deseo. Es mi destino no pensar en calmar una inquietud más que exponiéndome indefinidamente a otras.
     Tal y como he conservado el recuerdo intacto y preciso hasta sus mínimos detalles, grabado en mí a través de todas mis pruebas y para siempre, entre dos noches, aquella en la que entraría, ya diré cuándo y cómo: he aquí la escena del homicidio tal y como lo viví.
     De pronto me veo levantado, en bata, al pie de la cama en mi departamento de l’Ecole Normale. Una luz gris de noviembre –era el domingo 16, hacia las nueve de la mañana– entra por la izquierda, por una ventana alta, encuadrada desde hace años por unas cortinas muy viejas, rojo imperio, desgarradas por el tiempo y quemadas por el sol, e ilumina los pies de mi cama.
     Frente a mí: Hélène, tumbada de espaldas, también en bata.
     Sus caderas sobre el borde de la cama, las piernas abandonadas sobre la alfombra del suelo.
     Arrodillado muy cerca de ella, inclinado sobre su cuerpo, estoy dándole un masaje en el cuello. A menudo le doy masajes en silencio, en la nuca, la espalda y los riñones: aprendí la técnica de un camarada de cautiverio, el amigo Clerc, un futbolista profesional, experto en todo.
     Pero en esta ocasión, el masaje es en la parte delantera de su cuello. Apoyo los dos pulgares en el hueco de la carne que bordea lo alto del esternón y voy llegando lentamente, un pulgar hacia la derecha, otro un poco sesgado hacia la izquierda, hasta la zona más dura encima de las orejas. El masaje es en V. Siento una gran fatiga muscular en los antebrazos: es verdad, dar masajes siempre me produce dolor en el antebrazo.
     La cara de Hélène está inmóvil y serena, sus ojos abiertos, miran al techo.
     Y, de repente, me sacude el terror: sus ojos están interminablemente fijos y, sobre todo, la punta de la lengua reposa, insólita y apacible, entre sus dientes y labios.
     Ciertamente, ya había visto muertos, pero en mi vida había visto el rostro de una estrangulada. Y, no obstante, sé que es una estrangulada. Pero, ¿cómo? Me levanto y grito: ¡Estrangulé a Hélène!
     Me precipito y, en un estado de intenso pánico, corriendo con todas mis fuerzas, atravieso el departamento, bajo la escalera con pasamanos de hierro que lleva al patio delantero con rejas altas y me dirijo, siempre corriendo, hacia la enfermería donde sabía que podría encontrar al doctor Étienne, que vive en el primer piso. No me cruzo con nadie, es domingo, la École está medio vacía y aún duerme. Siempre gritando, subo la escalera del médico de cuatro en cuatro: “¡Estrangulé a Hélène!”.
     Llamo con violencia a la puerta del médico, quien, también él en bata, termina por abrir, sorprendido. Grito sin parar que estrangulé a Hélène, agarro al médico por el cuello de la bata: que venga urgentemente a verla, si no prenderé fuego a la École. Étienne no me cree, “es imposible”.
     Bajamos a toda prisa y henos aquí a los dos frente a Hélène. Sigue con los mismos ojos fijos y aquel poco de lengua entre los dientes y los labios. Étienne la ausculta: “No hay nada que hacer, es demasiado tarde”. Y yo: “Pero, ¿no se puede reanimar?”. “No”.
     Entonces Étienne me pide algunos minutos y me deja solo. Más tarde comprendería que debió llamar al director, al hospital, a la comisaría, ¿qué sé yo? Espero, con un temblor interminable.
     Las largas cortinas rojas desgarradas y a jirones cuelgan de los dos lados de la ventana, una de ellas, la de la derecha, totalmente contra el bajo de la cama. Vuelvo a ver a nuestro amigo Jacques Martin a quien, un día de agosto de 1964, encontraron muerto en su minúscula habitación del distrito XVI, tendido en la cama desde hacía varios días y con el largo tallo de una rosa escarlata sobre el pecho: un mensaje silencioso para los dos, que lo apreciábamos desde hacía veinte años, en recuerdo de Beloyannis, un mensaje de ultratumba. Entonces tomo una de las estrechas partes desgarradas de la alta cortina roja y, sin romperla, la pongo sobre el pecho de Hélène, donde reposará sesgada, del saliente del hombro derecho hasta el seno izquierdo.
     Vuelve Étienne. Aquí todo se nubla. Me pone, según parece, una inyección, vuelvo con él a mi despacho y veo a alguien (no sé a quién) recogiendo libros prestados de la biblioteca de la École. Étienne habla del hospital. Y yo me hundo en la noche. Me “despertaría”, no sé cuándo, en Sainte-Anne.

—Louis Althusser, L’avenir dure longtemps, op. Cit., pp. 11 y 12 [trad. Esp.: pp. 27 y 28].

domingo, 9 de marzo de 2014

UNA MUJER AMAESTRADA. Juan José Arreola



...et nunc manet in te...

Hoy me detuve a contemplar este curioso espectáculo: en una plaza de las afueras, un saltimbanqui polvoriento exhibía una mujer amaestrada. Aunque la función se daba a ras del suelo y en plena calle, el hombre concedía la mayor importancia al círculo de tiza previamente trazado, según él, con permiso de las autoridades. Una y otra vez hizo retroceder a los espectadores que rebasaban los límites de esa pista improvisada. La cadena que iba de su mano izquierda al cuello de la mujer, no pasaba de ser un símbolo, ya que el menor esfuerzo habría bastado para romperla. Mucho más impresionante resultaba el látigo de seda floja que el saltimbanqui sacudía por los aires, orgulloso, pero sin lograr un chasquido.
     Un pequeño monstruo de edad indefinida completaba el elenco. Golpeando su tamboril daba fondo musical a los actos de la mujer, que se reducían a caminar en posición erecta, a salvar algunos obstáculos de papel y a resolver cuestiones de aritmética elemental. Cada vez que una moneda rodaba por el suelo, había un breve paréntesis teatral a cargo del público. «¡ Besos!», ordenaba el saltimbanqui. «No. A ése no. Al caballero que arrojó la moneda.» La mujer no acertaba, y una media docena de individuos se dejaba besar, con los pelos de punta, entre risas y aplausos. Un guardia se acercó diciendo que aquello estaba prohibido. El domador le tendió un papel mugriento con sellos oficiales, y el policía se fue malhumorado, encogiéndose de hombros.
     A decir verdad, las gracias de la mujer no eran cosa del otro mundo. Pero acusaban una paciencia infinita, francamente anormal, por parte del hombre. Y el público sabe agradecer siempre tales esfuerzos. Paga por ver una pulga vestida; y no tanto por la belleza del traje, sino por el trabajo que ha costado ponérselo. Yo mismo he quedado largo rato viendo con admiración a un inválido que hacía con los pies lo que muy pocos podrían hacer con las manos.
     Guiado por un ciego impulso de solidaridad, desatendí a la mujer y puse toda mi atención en el hombre. No cabe duda de que el tipo sufría. Mientras más difíciles eran las suertes, más trabajo le costaba disimular y reír. Cada vez que ella cometía una torpeza, el hombre temblaba angustiado. Yo comprendí que la mujer no le era del todo indiferente, y que se había encariñado con ella, tal vez en los años de su tedioso aprendizaje. Entre ambos existía una relación, íntima y degradante, que iba más allá del domador y la fiera. Quien profundice en ella, llegará indudablemente a una conclusión obscena.
     El público, inocente por naturaleza, no se da cuenta de nada y pierde los pormenores que saltan a la vista del observador destacado. Admira al autor de un prodigio, pero no le importan sus dolores de cabeza ni los detalles monstruosos que puede haber en su vida privada. Se atiene simplemente a los resultados, y cuando se le da gusto, no escatima su aplauso.
     Lo único que yo puedo decir con certeza es que el saltimbanqui, a juzgar por sus reacciones, se sentía orgulloso y culpable. Evidentemente, nadie podría negarle el mérito de haber amaestrado a la mujer; pero nadie tampoco podría atenuar la idea de su propia vileza. (En este punto de mi meditación, la mujer daba vueltas de carnero en una angosta alfombra de terciopelo desvaído.)
     El guardián del orden público se acercó nuevamente a hostilizar al saltimbanqui. Según él, estábamos entorpeciendo la circulación, el ritmo casi, de la vida normal. «¿Una mujer amaestrada? Váyanse todos ustedes al circo.» El acusado respondió otra vez con argumentos de papel sucio, que el policía leyó de lejos con asco. (La mujer, entre tanto, recogía monedas en su gorra le lentejuelas. Algunos héroes se dejaban besar; otros se apartaban modestamente, entre dignos y avergonzados.)
     El representante de las autoridades se fue para siempre, mediante la suscripción popular de un soborno. El saltimbanqui, fingiendo la mayor felicidad, ordenó al enano del tamboril que tocara un ritmo tropical. La mujer, que estaba preparándose para un número matemático, sacudía como pandero el ábaco de colores. Empezó a bailar con descompuestos ademanes difícilmente procaces. Su director se sentía defraudado a más no poder, ya que en el fondo de su corazón cifraba todas sus esperanzas en la cárcel. Abatido y furioso, increpaba la lentitud de la bailarina con adjetivos sangrientos. El público empezó a contagiarse de su falso entusiasmo, y quien más, quien menos, todos batían palmas y meneaban el cuerpo.
     Para completar el efecto, y queriendo sacar de la situación el mejor partido posible, el hombre se puso a golpear a la mujer con su látigo de mentiras. Entonces me di cuenta del error que yo estaba cometiendo. Puse mis ojos en ella, sencillamente, como todos los demás. Dejé de mirarlo a él, cualquiera que fuese su tragedia. (En ese momento, las lágrimas surcaban su rostro enharinado.)
     Resuelto a desmentir ante todos mis ideas de compasión y de crítica, buscando en vano con los ojos la venia del saltimbanqui, y antes de que otro arrepentido me tomara la delantera, salté por encima de la línea de tiza al círculo de contorsiones y cabriolas.
     Azuzado por su padre, el enano del tamboril dio rienda suelta a su instrumento, en un crescendo de percusiones increíbles. Alentada por tan espontánea compañía, la mujer se superó a sí misma y obtuvo un éxito estruendoso. Yo acompasé mi ritmo con el suyo y no perdí pie ni pisada de aquel improvisado movimiento perpetuo, hasta que el niño dejó de tocar.
     Como actitud final, nada me pareció más adecuado que caer bruscamente de rodillas.

— Juan José Arreola. Tres días y un cenicero y otros cuentos. Punto de lectura: México, 2009., p. 175-179