En aquel tiempo vivíamos en la calle Zeltner. Justo enfrente había un negocio de confección, ante cuya puerta permanecía siempre una empleada. Arriba paseaba yo de un lado a otro, estudiando con los nervios en tensión el sinfín de cosas absurdas que constituían la materia del primer examen de Estado. Era verano, hacía mucho calor, prácticamente insoportable. Permanecí de pie en la ventana, con la antipática Historia del Derecho romano entre los dientes. Al final nos entendimos por señas. Tenía que recogerla a las ocho de la noche, pero cuando bajé a esa hora ya había otro, aunque este suceso no cambió mucho las cosas, yo tenía miedo de todo el mundo, por lo tanto también de aquel hombre. Si no hubiera estado allí, habría tenido igual miedo de él. La muchacha se colgó del brazo del desconocido, pero me hizo señas para que los siguiera.
Llegamos a la isla Schützen, allí bebimos cerveza, yo en una mesa contigua, y luego nos fuimos lentamente, yo detrás, hasta la casa de la muchacha, en algún lugar cerca del mercado de la carne. El hombre se despidió y la muchacha entró en la casa. Esperé un rato hasta que regresó, y luego nos fuimos a un hotel de la Kleinseite. Ya ante el hotel todo fue excitante, seductor y repugnante. En el interior del hotel no fue distinto. Y cuando regresábamos por la mañana por el puente de Karl -todavía con calor y todo hermoso- me encontraba feliz, pero esa felicidad consistía exclusivamente en que mi cuerpo eternamente quejumbroso por fin había encontrado algo de tranquilidad; pero sobre todo consistía en que el encuentro no había sido todavía más repugnante ni más sucio. Estuve otra vez con la muchacha, creo que dos noches después, y todo fue tan bien como la primera vez, pero cuando después salí y sentí la frescura del verano, cuando jugué fuera un poco con una niña, no pude volver a ver a aquella dependienta en Praga...
— Franz Kafka, Aforismos, visiones y sueños. 2ª ed. Trad. y pról. José Rafael Hernández Arias. Valdemar: Madrid, 1999., pp. 54-55
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