Acompáñese con vino.

Acompáñese con vino.
by Jonathan Wolstenholme

sábado, 31 de enero de 2015

TOCO TU BOCA. Julio Cortázar


Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
     Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

— Julio Cortázar, Rayuela (México: Alfaguara, 2013), 47 p. 

viernes, 30 de enero de 2015

LA NOCHE DEL FÉRETRO. Francisco Tario


     Entró un señor enlutado, con los zapatos muy limpios y los ojos enrojecidos por el llanto. Se aproximó al empleado y dijo:
     —Necesito un féretro.
     Oí distintamente su voz ronca y amarga, seguida por una tos irritante que, de estar yo dormido, me hubiera hecho despertar. Oí también, en aquel preciso momento, el timbre de la puerta en la casa contigua y el ladrido del perro, quien anunciaba así su alegría.
     El empleado dijo:
     —Pase usted.
     Y pasó el hombre sigilosamente, con un poco de asco, mirando a diestra y siniestra, como una reina anciana que visita un hospital. Parecía un tanto avergonzado del espectáculo: de aquellos cajones grises, blancos o negros, que tanto asustan a los hombres, y de aquella luz amarilla y sucia que daba al local cierto aspecto de taberna.
     Mi compañero de abajo se enderezó cuanto pudo para explicarme:
     —El cliente es rico, conque tú serás el elegido.
     La noche era fría, lluviosa, y soplaba un viento de nieve. No apetecía yo, pues, moverme de aquel escondrijo tan tibio, cubiertos mis largos miembros con una suave capita de polvo, y mucho menos aventurarme —Dios sabe con qué rumbo— por esas calles tan húmedas y resbaladizas.
El enlutado seguía tosiendo y examinando uno a uno los féretros. Nos miraba curiosamente, sin aproximarse demasiado, cual si temiera que uno de nosotros, en un momento dado, pudiera abrir la boca y tragarlo. En voz baja, respetando fingidamente el dolor del cliente, iba el empleado elogiando su mercancía, haciendo notar entre otras cosas su sobriedad, duración y comodidad.
     De súbito, advertí sobre mi espina un cosquilleo bien conocido: el empleado me quitaba el polvo ceremoniosamente con un cepillo de gruesas cerdas que me produjo risa. Procuré estrecharme contra el muro, observando de soslayo al enlutado. Vi sus ojos tristes, abultados —verdaderos ojos de rana— que repasaban mi cuerpo de arriba abajo. Escuché de nuevo su voz cavernosa:
     —El finado es robusto, ¿sabe?
     Fue entonces cuando pensé:
     «Me llevará sin duda.»
     En efecto, prorrumpió:
     —Creo que me convenga éste.
    Ajustaron el precio —en mi concepto, irrisorio— y me trasladaron a un automóvil demasiado fúnebre, con las llantas blancas. La lluvia seguía cayendo en aisladas gotas frías. El cierzo me penetraba a través de los poros, helándome la sangre. Una sombra humana, en el interior del vehículo, sollozaba ahogadamente, llevándose con frecuencia el pañuelo a la boca. Otra, más rígida y grave, con el cuello del capote subido, hacía girar extrañamente el volante…
    Cruzamos calles silenciosas y lóbregas, pobladas de perros chorreantes y prostitutas; avenidas iluminadas y alegres donde la gente paseaba con lentitud, bajo los paraguas negros; una plazoleta muy triste en la cual tocaba una banda y los militares lucían sus uniformes nuevos; edificios de ladrillo, tenebrosos, en cuyos interiores adivinaba yo parejas de hombres y mujeres estrujándose frenéticamente…
     En tanto, mi cerebro trabajaba sin descanso:
     «¿Hacia qué lugar me conducirán? ¿Qué clase de destino me aguarda?»
      Es preciso que los hombres sepan que los féretros tenemos una vida interna sumamente intensa, y que en nuestros escasos ratos de buen humor bromeamos o nos chanceamos unos con otros. Ante todo, tenemos nombre: unos, masculinos y, otros, femeninos, naturalmente, de acuerdo con nuestro sexo.
    Mientras permanecemos en el almacén somos célibes. Sin embargo, estamos fatalmente destinados al matrimonio; es decir, a lo que en el mundo común y corriente se designa con otro nombre estúpido: el entierro. Semejante acontecimiento es el más importante de nuestra vida, y de ahí que meditemos tan a menudo acerca del cónyuge que nos deparará la suerte.
     Buena prueba de esto último es que hoy, al salir rumbo al armatoste que me aguarda, un antiguo camarada se despidió de mí de esta forma:
     —Que el destino te conceda buena hembra y buena casa…
     Yo, que soy hombre, le respondí tristemente:
     —Sobre todo, eso, amigo: buena casa para pasar el invierno.
    ¡Ah, esas tumbas de tierra, enlodadas y frías, llenas de mil clases de bicharracos glotones que trepan por nuestras espaldas y nos van destruyendo lentamente! ¡Esas tumbas ignominiosas y endebles, en cuya superficie no hay flores ni hierba, y sobre las cuales chapotea la lluvia sin piedad alguna! ¡Esas tumbas tan pobres, tan solas, encaramadas allá sobre cualquier montaña o sumergidas en el corazón de un abismo!
     Cuando el automóvil se detuvo, observé que mi llegada despertaba un interés incomprensible. Se oyeron voces humanas de:
     —¡El féretro! ¡El féretro!
     Alcé los ojos y vi un edificio cuadrado, con dos terrazas de piedra. Suspiré, aliviado. Tres hombres vestidos ridículamente me transportaron hasta un suntuoso aposento en cuyos ángulos ardían los cirios: esos malditos cirios que chisporrotean continuamente abrasando nuestras entrañas con sus gotas de cera blanca. Tardé un buen rato, no obstante, en descubrir a mi cónyuge. Entretanto, tuve que realizar indecibles esfuerzos para contener la risa. Allí estaba yo, tendido sobre no sé qué mueble absurdo, y los hombres desfilaban ante mí con sus levitas y sus rostros descompuestos. Me miraban a hurtadillas y tosían o se alejaban rápidamente. Nadie se mantenía ecuánime en mi presencia, cual si yo fuera una especie de monstruo, culpable de la muerte de los hombres.
Una muchacha fresca y esbelta, que despedía un olor en extremo agradable y que había deseado para mí con toda el alma, prorrumpió al verme:
     —¡Es tan terrible y tan negro!
     Distinguí su pecho duro y alto, que se estremecía de terror, y la línea de su vientre suave, bajo la tela infame.
     Otra mujer, rubicunda y fea, cuchicheó una frase indulgente:
     —¡Y las manijas son de plata!
     Pero he aquí que, de pronto, un chiquillo se me acerca y pregunta:
     —¿Es para enterrar a papá?
     Sentí que el corazón me dejaba de latir dentro del pecho, que la cabeza me daba vueltas, y que me hallaba abandonado en mitad de un túnel nauseabundo.
     «¿Cómo, para papá? —me dije—. ¿No soy acaso un hombre?»
     Quise gritar, protestando. Quise incorporarme y echar a correr sin ningún rumbo, pero no pude. Cuatro pesadas manos, cubiertas de vello, me sujetaron por pies y cabeza y no supe más de mí. Debí perder el sentido. Cuando desperté, un hombre gordo, hinchado, pestilente y rubio, yacía sobre mis pobres huesos. Ardían los cirios en torno mío, salpicándome las ropas; rezaba un sacerdote, mirando por encima de sus anteojos a las mujeres bonitas; unos gemían con ayes velados; otros chillaban procazmente, sin comprender el destino del hombre. Caían por tierra pétalos de flores…
     No pudiendo soportar más el oprobio de que era víctima, hice un sobrehumano esfuerzo y derribé al cadáver. Cayó éste con gran aparato, partiendo por la mitad un cirio que se apagó instantáneamente. Cayó con la cabeza hacia abajo, haciendo tronar el piso.
     Yo grité y no me oyó nadie:
     —¡No quiero! ¡No quiero!
     Todos se apresuraron a levantar al muerto, aunque pesaba demasiado. Estaba rígido y frío como un árbol. Me dio horror. Vi a lo lejos a la jovencita fresca, muy pálida y aterrada, con las manos sobre el descote. Su perfume me embriagó esta vez, removiendo mis instintos.
«¡Lograr poseerla!», pensé con angustia.
   Pero de nuevo cayó a plomo sobre mí el hombre ventrudo y fétido, cuyo cuerpo parecía exactamente una vejiga.
     Me encogí de hombros y opté por dormirme. Dormirme como un novio impotente o tímido en su noche de bodas.
     Así lo hice. Y soñé. Soñé con dulces muertas blancas, cuyos muslos temblaban sobre mi piel… con ricos sepulcros de mármol, muy ventilados y alegres… Soñé, y las imágenes sibaríticas me hicieron tanto mal, que cuando abrí los ojos y vi penetrar el sol por las vidrieras me sentí exhausto, vacío, postrado, como deben sentirse los hombres después de una óptima noche de continuos placeres.

— Francisco Tario, "La noche del féretro" en Algunas noches, algunos fantasmas (México: FCE, 2004)

sábado, 24 de enero de 2015

TENEMOS EL ARTE PARA QUE LA VERDAD NO NOS MATE. Ray Bradbury


¿Sólo conoces lo Real? Cae muerto.
Eso dijo Nietzsche.
Tenemos el arte para que la verdad no nos mate.
Para nosotros el mundo es demasiado.
Después de cuarenta días el Diluvio sigue.
Las ovejas que pastan allá lejos son chacales.
Ese tictac en tu cabeza es de verdad el Tiempo
y vendrá por la noche a sepultarte.
El tibio niño que ahora duerme partirá en el alba,
y con tu corazón irá hacia mundos que ignoras.
Y por eso
necesitamos que el Arte enseñe a respirar
y haga latir la sangre; tener que aceptar la cercanía
     del Diablo
y la edad y la sombra y el coche que atropella,
y al payaso con máscara de Muerte
o la calavera que con corona de Bufón
a medianoche agita cascabeles
de óxido sangriento y matracas gruñonas
que estremecen los huesos del desván.
Tanto, tanto, tanto... ¡Demasiado!
¡Destroza el corazón!
¿Y entonces? Encuentra el Arte.
Toma el pincel. Aviva el paso. Mueve las piernas.
Baila. Prueba el poema. Escribe teatro.
Más hace Milton que Dios, aun borracho,
     para justificar los modos del Hombre con el Hombre.
Y el divagante Melville se toma en serio la tarea
de encontrar la máscara bajo la máscara.
Y la homilía de Emily D. señala el basurero
de nuestras anomalías.
Y Shakespeare envenena el dardo de la
Muerte y la herramienta de un arte de
enterrador.
Y Poe construye un Arca de huesos
porque ha presentido un diluvio de sangre.
La muerte es una dolorosa muela del juicio;
extrae esa Verdad con las tenazas del Arte
y emploma el abismo en donde estaba
oculta en las sombras con el Tiempo y las Causas.
Aunque el Gusano Rey nos devore el corazón

— Ray Bradbury, Zen en el arte de escribir, trad. Marcelo Cohen (Barcelona: Ediciones Minotauro, 1995) 142-143 pp.

viernes, 23 de enero de 2015

BROMAS DEL CERDO EPICÚREO. Michel Onfray



     Decidido, un gorrino deja paso a una mujer cuyos artificios en el vestido y en las joyas apenas logran disminuir o reducir su desnudez arrogante, más bien al contrario. Por un lado vemos el rosa del cerdo, su hocico delantero, unas orejas grandes que ocultan un ojo que imagino arrugado, unas piernas prometedoras y una piel limpia, quizá perfumada, un lomo liso y recto, un rabo en espiral finamente dorado, unas pezuñas unguladas de mil demonios; por otro lado vemos el rosa de la mujer, sus senos delanteros, unas aréolas triunfales, unas curvas excesivas, un vientre hinchado por el deseo, unos brazos y hombros carnales, unas nalgas ampliamente dibujadas, unas formas desarrolladas y voluptuosas, un porte de cabeza altivo, una boca sensual. Las dos carnes se corresponden.
     La animalidad de la mujer equilibra la humanidad del cerdo. A éste lo lleva atado la criatura baudeleriana: ésta viste medias negras con motivos coloreados y florales en los tobillos y en la pantorrilla, ligas de lazos azules por encima de las rodillas, guantes largos de color negro, ceñidor de crespón o de encaje a la antigua bajo los senos, botas con hebillas y tacón, sombrero oscuro y pluma de avestruz temblorosa. Naturalmente lleva las joyas pendientes de las orejas, y un collar y brazaletes de oro. Tiene flores plantadas en la melena, que lleva anudada en el cuello. El conjunto se dibuja sobre un fondo de azul traspasado por luces de estrellas. Los angelitos culones, mofletudos, desnudos y excitados por la voluptuosidad estiran sus cuerpos en el éter sideral.
     Y se ve un vellón pubiano tanto más insolente y tupido cuanto que la mirada de la mujer se esconde detrás de una venda cuya presión le eleva un poco la cabeza. Es una figuración moderna de la feminidad conducida por el vicio, o de la mujer guiada por la venalidad, como un animal doméstico sometido: la acuarela de pasteles realzados a la aguada de Félicien Rops, Pornokratés, muestra paradójica e irónicamente la eterna cara del deseo expresado en las categorías del Occidente cristiano, que penaliza la sensualidad y asocia el cerdo a los instintos, a las pulsiones y a las pasiones. Se trata obviamente de una alegoría de la Fortuna obedeciendo con los ojos vendados a una imperiosa necesidad pagana que somete bajo su paso al conjunto de las musas perdidas en su autismo.
     Desde siempre, el cerdo ha representado las pasiones sensuales y la inocencia del placer disfrutadas con una voluptuosidad simple y fangosa. Los egipcios de la época más antigua se lo encontraban en la calle con temor y evitaban absolutamente su contacto. Cuando por un simple descuido lo tocaban, corrían a purificarse al aguadero más cercano, en el que se sumergían completamente vestidos. Una vez al año lo celebraban, pero para mejor masacrarlo en ceremonias expiatorias y catárticas. Sus guardianes constituían una casta de impuros e intocables cuyas hijas nunca podían casarse.
     En la historia de las ideas filosóficas, esta metáfora separa y atraviesa los siglos. Heráclito, el más antiguo, fustiga al cerdo por su probada complacencia en revolcarse, sin complejos ni moderación, en las manchas y sanies, en el lodo, en la porquería, en la inmundicia. Tampoco Demócrito, tan atomista y materialista, trata con indulgencia a la bestia del hocico, y por las mismas razones metafóricas que Plotino, el muy etéreo y místico autor de las Enéadas. Mugre, hedor, impureza: este mamífero repele. Por otra parte, los moralistas señalan y fustigan su virilidad exacerbada; con su sexo en espiral, semejante a su rabo, copula permanentemente, incluso cuando la hembra atiende a sus pequeños. Los doctos teólogos de la Edad Media subrayan su parentesco visceral con el hombre: muestra angustias parecidas a las del bípedo sin pluma -miedo a la noche, a los ruidos desconocidos y a la muerte.
     A menudo se olvida que el cerdo ha sustituido al hombre durante mucho tiempo y de forma ventajosa en las mesas de disección, cuando causaba estragos la prohibición de abrir los cuerpos cristianos. ¿Qué enseñan estas lecciones de anatomía sustitutivas? La equivalencia del hombre y del cerdo en su materialidad y en el espesor de sus carnes y, en consecuencia, el aspecto demoníaco de la materia y de la carne en el hombre. Pues el cristianismo asocia este animal a lo diabólico. Cuando Jesús, talentoso taumaturgo, como se sabe, expulsa a los demonios del cuerpo de un poseído, éstos piden encarnarse naturalmente en una manada de cerdos y, más concretamente, en el vientre de los mamíferos elegidos. Y es que el diablo ama más que a nada a la bestia de los pies hendidos que ni los judíos ni los musulmanes consumen, en parte para contrarrestar la dilección del ángel caído por el animal gruñón.
     En el siglo VII antes de nuestra era, el poeta satírico Semónides de Amorgos inventa la figura de la cerda, en el sentido dado familiarmente a este bien conocido epíteto. La historia de Circe la maga añade otro capítulo a esta historia, pues la mujer con poderes temibles se venga de todos los hombres que la apremian a aceptar sus insinuaciones metamorfoseándolos en cochinillos que aúllan por su palacio. Toca con una varita al macho arrogante que insiste demasiado y lo transforma inmediatamente en promesa de jamón. El gran número de estas bestias que se encuentra a su lado informa sin ninguna posibilidad de error de su inefable belleza. El cerdo acompaña a los destinos sufridos.
     Los mismos griegos utilizaban abundantemente al mamífero omnívoro en sus sacrificios. Aristóteles observa la excelencia de la bestezuela para este género de ejercicio religioso. Se lo destina a las entrañas de la tierra, a la Tierra Madre. Las modalidades de darle muerte implican la renuncia de las mujeres al fuego purificador, culinario o destructor. Se precipita las víctimas propiciatorias al fondo de las simas, donde quedan aplastadas. Mueren a causa de las heridas, descomponiéndose luego en el fondo de los abismos a los que son lanzados. Se recupera a veces la carroña para remontarla a la superficie, trabajarla sobre la piedra del altar y utilizar la carne descompuesta mezclándola con semillas destinadas a fecundar la tierra y a procurar buenas cosechas. Muerte fértil, tierra nutritiva, ciclo de podredumbre y renovación: el cerdo acompaña una mitología íntimamente asociada a lo subterráneo, a lo telúrico. El cerdo ama la gleba, la gleba ama al cerdo. 

—Michel Onfray, Teoría del cuerpo enamorado: por una erótica solar, trad. Ximo Brotons (Valencia: Pre-textos, 2002) 131-134 pp. 

sábado, 17 de enero de 2015

ABRAZA LA OSCURIDAD. Charles Bukowski


La confusión es el dios
la locura es el dios
la paz permanente de la vida
es la paz permanente de la muerte.

La agonía puede matar
o puede
sustentar la vida
pero la paz es siempre horrible
la paz es la peor cosa
caminando
hablando
sonriendo
pareciendo ser.

No olvides las aceras,
las putas,
la traición,
el gusano en la manzana,
los bares,
las cárceles,
los suicidios de los amantes.

Aquí en Estados Unidos
hemos asesinado a un
presidente y a su hermano,
otro presidente
ha tenido que dejar el cargo.

La gente que cree en la política
es como la gente que cree en dios:
sorben aire con
pajitas
torcidas.

No hay dios
no hay política
no hay paz
no hay amor
no hay control
no hay planes.

Mantente alejado de dios
permanece
angustiado
deslízate.

— Charles Bukowski, ‘Abraza la oscuridad’ en Antología, pról y trad. Umberto Cobo (Colombia: Arquitrave, 2004)

viernes, 16 de enero de 2015

CONSEJOS A UNA PUTA. Fiódor Dostoievski


     Me disculpé de ello y proseguí. 
     —La mujer no puede seguir al hombre. Son completamente distintos. Yo me mancho, me ensucio cuando estoy aquí, pero no soy esclavo de nadie. Entro, pero luego salgo, y cuando estoy fuera, me sacudo, y ya soy otro completamente distinto. ¡En cambio, tú..., tú eres una esclava! Has renunciado a todo, incluso a tu voluntad. Más adelante querrás romper estas cadenas, pero te será imposible. Te ceñirán cada día más estrechamente. Sí son estas malditas cadenas. Las conozco. No te diré nada más sobre este asunto. Seguramente no me comprenderías. Pero dime, sé franca: ¿verdad que ya estás en deuda con tu patrona? ¿Ves como sí? —añadí, aunque ella no me había respondido pues se limitaba a escucharme en silencio, con ávida atención—. Ahí tienes la primera cadena. Jamás podrás librarte de ella.
     Ya se las arreglarán para que no puedas. Es como si hubieses vendido tu alma al diablo... En fin, ¿qué sabes tú de todo esto? Tal vez soy tan desgraciado como tú y me hundo en el lodo para olvidar mi sufrimiento. Unos buscan el olvido en la bebida; yo lo busco viniendo aquí. Dime: ¿está esto bien?... Nos hemos acostado sin decimos ni una sola palabra. Sólo cuando has empezado a observarme con expresión salvaje te he mirado también yo. ¿Es así como se ama? ¿Es así como el hombre y la mujer deben unirse? Esto es sencillamente repulsivo.
     —¡Sí! —se apresuró Lisa a afirmar secamente. La precipitación con que pronunció este «sí» me asombró. De ello deduje que mi juicio le rondaba también a Lisa por la cabeza mientras me miraba fijamente de cuando en cuando. «Por lo tanto, es capaz de tener ideas. ¡Diablos!, esto se pone interesante. Posee cierta inteligencia», me decía, casi frotándome las manos.
     ¿Cómo, pues, no llegar hasta los confines de un alma tan joven?
     Este juego me atraía cada vez más.
     Avanzó la cabeza hacia mí. En la oscuridad me pareció que la apoyaba en sus manos. ¿Me estaba observando? Sentía de veras no poder distinguir sus ojos. Oía su profunda respiración.
     — ¿Por qué viniste aquí? —le pregunté con cierta rudeza.
     — Las cosas...
     — Sin embargo, ¡qué bien estabas en casa de tus padres! ¡Allí todo era tibio y cómodo! Aquello era tu nido.
¿Y si allí se estuviera todavía peor que aquí?
     «Hay que encontrar el tono justo —me dije—. Con sentimentalismos no conseguiré casi nada.»
     Pero esta idea pasó vertiginosamente por mi cerebro. Os aseguro que aquella mujer me interesaba de verdad. Además, estaba débil y predispuesto a entregarme a los sentimientos generosos, con los que la astucia se alía fácilmente.
     — Te creo. Todo es posible —respondí precipitadamente—. Estoy seguro de que te han ofendido, de que son ellos más culpables ante ti que tú ante ellos. No sé nada de tu pasado, pero no me cabe duda de que una muchacha como tú no ha entrado en esta casa por su voluntad.
     — ¿Qué significa eso de «una muchacha como yo»? —murmuró Lisa con voz apenas perceptible pero que yo oí. 
     «¡Demonio! La estoy halagando. Esto es una cobardía. Pero tal vez dé buen resultado.»
     Ella guardaba silencio.
     -Oye, Lisa, te pondré como ejemplo lo que me ocurre a mí. Si yo hubiese tenido una familia cuando era niño, hoy no sería como soy. Pienso en ello con mucha frecuencia. Por mal que estés al lado de tu familia, de tu padre y tu madre no serán nunca para ti enemigos, extraños. Te demostrarán su cariño por lo menos una vez al año. Ocurra lo que ocurra, sabes que estás en tu casa. Yo no tenía familia, y seguramente por eso soy tan... insensible.
     Volví a esperar.
     «Quizá no comprenda —pensé—. Es ridículo que le dé lecciones de moral.»
     — Si yo fuese padre y tuviese una hija, creo que la querría más que a un hijo; y no sólo lo creo, sino que estoy seguro.
     Procuraba distraerla. Confieso que estas atenciones me sonrojaban.
     — Y eso ¿por qué? —exclamó Lisa.
     ¡O sea que me estaba escuchando!
     — No lo sé, Lisa. Mira, yo conocí a un padre. Era un hombre severo y duro; pero se arrodillaba ante su hija, le besaba los pies y las manos y no se cansaba de admirarla. Cuando ella estaba en el baile, él permanecía de pie durante cinco horas en el mismo sitio, sin perderla de vista. Estaba loco por ella. Y me parece muy natural. Por la noche, cuando ella dormía, él se despertaba e iba a besarla y a bendecirla durante su sueño. Era avaro para los demás y para él mismo, que iba de paseo vestido con un viejo y grasiento redingote; mas para ella no reparaba en gastos: le hacía magníficos regalos, y ¡qué alegría la suya si a ella le gustaban! Los padres quieren a sus hijas más que las madres. Generalmente, las hijas son felices en la casa paterna. Por lo que a mí se refiere, si tuviese una hija, creo que no la casaría nunca.
     — ¡Vaya! ¿Por qué? —exclamó Lisa sonriendo levemente.
     — Francamente: me sentiría celoso. ¿Cómo podría consentir que besara a un extraño, que quisiera a alguien que no fuese yo? No quiero ni pensarlo. Claro que esto es una tontería. Al fin, uno accede; pero no me cabe duda de que, antes de casarla, tomaría informes de los pretendientes, a los que eliminaría uno tras otro, aunque acabaría por casarla con el que ella prefiriese. Pero resulta que el que quiere la muchacha es el que más desagrada al padre. Sí, así es. Y ocurren muchas desgracias en las familias por este motivo.
     — A algunos no les importa vender a sus hijas, en vez de casarlas honorablemente -replicó Lisa en el acto.
     «¡Ah! ¿Con que se trata de eso?»
     — Eso, Lisa, sólo ocurre en las familias malditas, a las que no asisten ni Dios ni el amor —repuse con vehemencia—. Y donde no hay amor, falta también la razón.
Esas familias existen, pero no me refiero a ellas. Lo que acabas de decir me demuestra que no has sido feliz en tu casa. Sí, eres una desgraciada... ¡Generalmente es la pobreza la causa de todos los males!
     — ¿Acaso entre los señores no ocurre lo mismo? La gente honrada vive feliz incluso en la pobreza.
     — Hum... Sí, puede ser. Pero también sucede, Lisa, que el hombre sólo se fija en su sufrimiento: no se detiene a pensar en su felicidad. Si pensara en su felicidad, vería que en todas las etapas de su vida ha tenido momentos felices. Pero si todo va bien en la familia, si Dios la ha bendecido, si el esposo es bueno y se preocupa por la mujer en vez de abandonarla..., ¡qué bien se está con la familia! Incluso si en la casa entra el infortunio. Por lo demás, ¿acaso no entra el infortunio en cualquier parte? Si algún día te casas, quizá lo sepas por experiencia. Por el contrario, en los primeros tiempos de la vida conyugal con el ser amado, ¡cuánta felicidad! ¡Una felicidad constante! Incluso las querellas terminan bien entre esposos en esta primera etapa. Hay mujeres que cuanto más quieren a su marido, más disputas con él provocan. Puedo asegurarlo, porque conocí a una de esta clase. «¡Te quiero tanto, que te hago sufrir, a fin de que te des cuenta!» ¿Sabías esto? Puede suceder que se atormente a una persona por exceso de cariño. Las mujeres obran así con sus maridos. Se dicen: «Te amo y te acaricio tanto, que tengo derecho a atormentarte un poco». Y todos los que viven alrededor del matrimonio comparten su alegría. En el hogar, todo es honesto, apacible y alegre. Hay mujeres celosas. Si él sale (yo conocía a una que procedía así), ella no lo puede soportar. Se levanta a medianoche de la cama y va a ver si está en tal o cual sitio, con esta o aquella mujer. Esto no está bien, y ella lo sabe. Sufre, se juzga y se condena. ¡Pero ha de obrar así porque lo ama! Y, después de la riña, la delicia de reconciliarse. Pedirle perdón o, por el contrario, perdonarle. ¡Qué hermoso es esto para los dos! ¡Como si acabasen de conocerse, como si acabasen de casarse y su amor estuviera en su principio!... Nadie, absolutamente nadie debe saber lo que ocurre entre los esposos si se quieren de verdad. Éstos, en sus disputas, sean de la índole que fueren, no deben recurrir al juicio de nadie, ni siquiera de la propia madre, ni contar a nadie lo ocurrido. Ellos mismos han de ser sus propios jueces. El amor es un misterio divino que debe permanecer oculto a los ojos ajenos, pase lo que pase. Esto es lo mejor, lo más conveniente. Así se consolida la estimación entre los esposos, y sobre la estimación se edifican muchas cosas. Si marido y mujer se quieren, si se han casado por amor, no es preciso que este amor muera. No hay razón para que no se le pueda mantener vivo; por lo menos, es muy rara esta imposibilidad.
     Si el marido es una buena persona, ¿por qué no ha de lograrse esta supervivencia? Cierto que el primer amor morirá, pero le sucederá otro muy superior. Las dos almas se fundirán, entre ambos todo será común y no habrá nada secreto entre uno y otro. Y cuando aparezcan los hijos, todo parecerá hermoso, incluso las mayores complicaciones, con tal que los padres se quieran y tengan valor. Hasta en el trabajo ve el padre un placer, y con alegría renuncia al pan para dárselo a sus hijos. y es que por todo esto tus hijos te querrán más adelante. Por lo tanto, amasas para ti. Los niños crecen; tú comprendes que les das ejemplo, que eres su sostén, que, cuando mueras, ellos seguirán viviendo con tus pensamientos, con los sentimientos que han recibido de ti, y que estarán hechos a tu imagen y semejanza. Esto te impone, pues, un grave deber... Siendo así, ¿cómo no han de unirse aún más estrechamente el marido y la mujer? Algunos dicen que es molesto tener hijos. No hay tal cosa. Por el contrario, es una alegría incomparable. ¿Te gustan los niños, Lisa? Yo los adoro. Imagínate a un niñito sonrosado tomando el pecho. ¿Qué marido no se enternecería al ver a su mujer con el hijo de los dos en sus brazos? Un hijito sonrosado, mofletudo... Se echa hacia atrás, agita, jugando, sus piececitos y sus gordezuelas manecitas. Sus uñas, muy limpias, son tan pequeñas que incluso hacen reír. Sus ojitos parecen comprenderlo ya todo. Y, al mamar, da palmadas en el pecho, y tirones. Está jugando. El padre se acerca, el niño suelta el seno, se echa hacia atrás, mira a su padre y se ríe. Sin duda le parece gracioso. Luego sigue mamando. Cuando los dientes empiecen a salirle, morderá el seno de su madre y al mismo tiempo le lanzará una mirada maliciosa. «j Te he mordido! Lo has notado, ¿verdad?» ¡Qué felicidad cuando están los tres juntos, el padre, la madre y el niño! Se pueden sacrificar muchas cosas por estos instantes. No olvides esto, Lisa: antes de acusar a los demás, uno debe aprender a vivir.
     «Estos cuadros, precisamente éstos, son los que hay que describirte para impresionarte», pensé, aunque os aseguro que había hablado con gran sinceridad. De pronto sentí que me sonrojaba. ¿Dónde me escondería si se echaba a reír? Esta idea me enfureció. Con tal vehemencia pronuncié el final de mi discurso, que después me sentí avergonzado. El silencio se prolongaba. Me asaltó el deseo de apartarla de un empujón.
     — ¿Cómo es que usted...? -empezó a decir. Pero se detuvo.
     Sin embargo, yo lo había ya comprendido todo. En su voz había algo nuevo; ya no se percibía en ella la brutalidad y la obstinación de antes, sino un sentimiento dulce, púdico, tan púdico que de pronto me sentí avergonzado y culpable frente a ella.
     — ¿Qué dices? -pregunté con tierna curiosidad.
     — Que usted...
     — ¿Qué?
     — Que usted habla como si leyera en un libro —dijo al fin.
Y de nuevo me pareció percibir la burla en su voz. Este comentario me hirió profundamente. Esperaba otra cosa. No comprendí que ella ocultaba sus verdaderos sentimientos bajo un tono burlón, astucia a la que recurren los corazones púdicos y solitarios a los que se pretende llegar directamente y que hasta el último minuto se niegan con orgullo a entregarse y temen manifestar sus sentimientos. Sólo por la timidez que mostró al iniciar varias veces su frase burlona antes de decidirse a pronunciarla debí comprenderlo todo; pero no adiviné nada, y un mal sentimiento se apoderó de mí. «¡Ah!, ¿sí? —pensé—. Ahora verás.»

— Fiódor Dostoievski, Memorias del subsuelo, trad. Bela Martinova (Madrid: Cátedra, 2005) 158-164 pp. 

sábado, 10 de enero de 2015

VE CON PATA DE PANTERA ADONDE DUERMEN LAS VERDADES MINADAS. Ray Bradbury


No aplastes ni arrebates; descubre y conserva;
con paso de pantera ve adonde duermen las
verdades minadas
a detonar con sigilo las semillas ocultas
para que en tu estela, invisible, ignorada,
brote una riqueza exuberante y quede atrás
mientras te escabulles fingiendo que eres ciego.
Al volver al sendero que abriste en la jungla
descubre los desechos que hiciste a un lado;
las mínimas verdades y las grandes han aflorado allí
donde antes diste tumbos con loca inconsciencia
o algo parecido. Y así esas minas fueron detonadas
en fácil juego de paso y pisada y hallazgo;
pero sobre todo paso suelto; pisada, muy poca.
Presta atención, pero una pizca.
Desdeña el cuidado, muéstrate distante, haz caso
omiso
de las millas, y detrás de tu sonrisa, como gatos,
vendrán a ronronear las metáforas, cada una un
orgullo,
una espléndida bestia de oro que llevabas oculta,
convocada ahora en cosechas de sabana
vuelta elefante agamuzado que estremece
y atrona y desencaja para que la mente pasmada,
contemple la belleza pero perciba el defecto.
Luego, visto el defecto, como lunar en la más bella,
apresúrate a reconocer, entero, el Todo.
Hecho lo cual, finge no guardar ningún
conocimiento;
con paso de pantera ve adonde duermen las
verdades minadas.

— Ray Bradbury, Zen en el arte de escribir, trad. Marcelo Cohen (Barcelona: Ediciones Minotauro, 1995) 129-130 pp. 

viernes, 9 de enero de 2015

PAULA, LA NINFÓMANA. Henry Miller


[…] la ninfómana llamada Paula. Esta se mueve con ese balanceo flexible y garboso del sexo ambiguo, todos sus movimientos irradian de la ingle, siempre en equilibrio, siempre lista para flotar, para serpentear y retorcerse, y asir, con los ojos haciendo tictac, los dedos de los pies crispándose y centelleando, la carne rizándose como un lago surcado por una brisa. Es la encarnación de la alucinación del sexo, la ninfa del mar culebreando en los brazos del maníaco. Los observo a los dos mientras se mueven espasmódicamente centímetro a centímetro por la pista; se mueven como un pulpo excitado por el celo. Entre los tentáculos balanceantes la música riela y fulgura, tan pronto rompe en una cascada de esperma y agua de rosas, como forma de nuevo un chorro aceitoso, una columna que se alza erecta sin base, se desintegra otra vez como greda, dejando la parte superior de la pierna fosforescente, una cebra de pie en un charco de malvavisco dorado con charnelas de goma y pezuñas derretidas, con el sexo desatado y retorcido en un nudo. En el suelo marino las ostras bailan la danza de San Vito, unas con trismo, otras con rodillas de articulación doble.
     La música está espolvoreada con raticida, con el veneno de la serpiente de cascabel, con el fétido aliento de la gardenia, con el esputo del yak sagrado, con el sudor de la rata almizclera, la nostalgia confitada del leproso. La música es una diarrea, un lago de gasolina, estancado con cucarachas y orina de caballo rancia. Las empalagosas notas son la espuma y la baba del epiléptico, el sudor nocturno de la negra fornicadora jodida por el judío. Toda América está en la embarradura del trombón, ese relincho agotado y exhausto de las morsas gangrenadas atracadas a la altura de Point Loma, Pawtucket, cabo Hatteras, Labrador, Carnarsie y puntos intermedios. El pulpo está bailando como una picha de goma: la rumba de Spuyten Duyvil inédit. Laura, la ninfómana, está bailando la rumba, la encarnación de la alucinación del sexo, la ninfa del mar culebreando en los brazos del maníaco. Los miro bailando la rumba, con el sexo exfoliado y retorcido como la cola de una vaca. En el vientre del trombón se encuentra el alma americana perdiéndose a sus anchas. Nada se desperdicia: ni el menor esputo de un pedo. En el sueño dorado y dulzón de la felicidad, en la danza de orina y gasolina pastosas, la gran alma del continente americano galopa como un pulpo, con todas las alas desplegadas, todas las escotillas echadas, y el motor zumbando como una dinamo.
     La gran alma dinámica atrapada en el clic del ojo de la cámara, en el ardor del celo, exangüe como un pez, resbaladiza como mucosidad, el alma de gentes de razas diferentes copulando en el suelo marino, con ojos desorbitados por el deseo, atormentados por la lascivia. La danza del sábado por la noche, la danza de melones que se pudren en el cubo de la basura, de moco verde fresco y ungüentos viscosos para las partes tiernas. La danza de las máquinas tragaperras y de los monstruos que las inventan. La danza de los revólveres y de los cabrones que lo usan. La danza de la cachiporra y de los capullos que golpean sesos hasta convertirlos en un pulpo de pólipo. La danza del mundo del magneto, de la bujía que no hace chispa, del suave zumbido del mecanismo perfecto, de la carrera de velocidad en una plataforma giratoria, del dólar a la par y los bosques muertos y mutilados. El sábado por la noche de la danza apagada del alma, en la que cada bailarín que brinca es una unidad funcional o el baile de San Vito del sueño de la culebrilla, Laura, la ninfómana, sacudiendo el coño, con los dulces labios de pétalo de rosa dentados con garras de rodamiento de bolas, con el culo como una articulación esférica. Centímetro a centímetro, milímetro a milímetro, empujan por la pista el cadáver copulador. Y después, ¡zas! Como si desconectaran un conmutador, cesa la música de repente y con la interrupción los bailarines se separan, con los brazos y las piernas intactos, como hojas de té que bajan al fondo de la taza. Ahora el aire está azul de palabras, un lento chisporroteo como el del pescado en la plancha. La broza del alma vacía alzándose como cháchara de monos en las ramas más altas de los árboles. El aire azul de palabras que salen por los ventiladores, y vuelven de nuevo en el sueño por túneles y chimeneas arrugadas, aladas como el antílope, rayadas como la cabra, ora inmóvil como un molusco, ora escupiendo llamas. Laura, la ninfómana, fría como una estatua, con las partes devoradas y el cabello arrebatado musicalmente. Al borde del sueño, Laura de pie con los labios mudos y sus palabras cayendo como polen a través de una niebla. La Laura de Petrarca sentada en un taxi, cada una de cuyas palabras suena en la caja registradora, y después queda esterilizada, y luego cauterizada. Laura, el basilisco hecho enteramente de amianto, caminando a la hoguera con la boca llena de goma de mascar. Excelente es la palabra que lleva en los labios. Los pesados labios aflautados de la concha marina. Los labios de Laura, los labios de un amor uranio. Todo flotando hacia la sombra a través de la niebla en declive. Ultimas heces murmurantes de labios como conchas deslizándose a lo largo de la costa del Labrador, escurriéndose hacia el este en la corriente de yodo. Laura perdida, la última de los Petrarcas, desvaneciéndose lentamente al borde del sueño. No es gris el mundo, sino falto de lascivia, el ligero sueño de bambú de la inocencia suave como la superficie de una cuchara.
     Y esto en la negra nada frenética del vacío de la ausencia deja una deprimente sensación de desaliento saturado, que no es sino el alegre gusano juvenil de la exquisita ruptura de la muerte con la vida. Desde ese cono invertido del éxtasis la vida volverá a alzarse hasta la prosaica eminencia del rascacielos, a arrastrarme por los pelos y los dientes, henchido de una tremenda alegría vacía, el feto animado del nonato gusano de la muerte al acecho de la descomposición y la putrefacción. 

— Henry Miller, Trópico de Capricornio, trad. Carlos Manzano (México: Punto de lectura. 2011) 134-138 pp. 

sábado, 3 de enero de 2015

ALGUIEN. Charles Bukowski



Oh dios, tenía una tristeza espantosa,
aquella mujer estaba allí sentada y
me dijo
¿es usted realmente Charles Bukowski?
y yo le dije
            dejemos eso
no me encuentro bien
tengo una tremenda tristeza
y lo único que quiero es
echarte un polvo
ella se rió
creía que me las estaba dando
de listo
y yo no miraba más que sus piernas largas delgadas
      celestiales
veía su hígado y sus entrañas temblando
veía a Cristo allí dentro
bailando un folklore.

Todas mis carencias interiores
se sublevaron
y fui hacia ella
y la tumbé en el sofá
y le levanté el vestido hasta el cuello
y me importó un pito
si era una violación o el fin del mundo.

Volver a estar
ahí
en un sitio
real

sus bragas estaban en el
suelo.
Y mi polla entró, mi polla entró
oh Dios, mi polla entró
yo era Charles
Alguien.

— Charles Bukowski, ‘Alguien’ en Antología, pról y trad. Umberto Cobo (Colombia: Arquitrave, 2004), 63-64.

viernes, 2 de enero de 2015

EL AMOR, ESA PALABRA. Julio Cortázar



     Pero el amor, esa palabra... Moralista Horacio, temeroso de pasiones sin una razón de aguas hondas, desconcertado y arisco en la ciudad donde el amor se llama con todos los nombres de todas las calles, de todas las casas, de todos los pisos, de todas las habitaciones, de todas las camas, de todos los sueños, de todos los olvidos o los recuerdos. Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa, hay horas en que me atormenta que me ames (cómo te gusta usar el verbo amar, con qué cursilería lo vas dejando caer sobre los platos y las sábanas y los autobuses), me atormenta tu amor que no me sirve de puente porque un puente no se sostiene de un solo lado, jamás Wright ni Le Corbusier van a hacer un puente sostenido de un solo lado, y no me mires con esos ojos de pájaro, para vos la operación del amor es tan sencilla, te curarás antes que yo y eso que me querés como yo no te quiero. Claro que te curarás, porque vivís en la salud, después de mí será cualquier otro, eso se cambia como los corpiños. Tan triste oyendo al cínico Horacio que quiere un amor pasaporte, amor pasamontañas, amor llave, amor revólver, amor que le dé los mil ojos de Argos, la ubicuidad, el silencio desde donde la música es posible, la raíz desde donde se podría empezar a tejer una lengua. Y es tonto porque todo eso duerme un poco en vos, no habría más que sumergirte en un vaso de agua como una flor japonesa y poco a poco empezarían a brotar los pétalos coloreados, se hincharían las formas combadas, crecería la hermosura. Dadora de infinito, yo no sé tomar, perdoname. Me estás alcanzando una manzana y yo he dejado los dientes en la mesa de luz. Stop, ya está bien así. También puedo ser grosero, fájate. Pero fíjate bien, porque no es gratuito.
     ¿Por qué stop? Por miedo de empezar las fabricaciones, son tan fáciles. Sacás una idea de ahí, un sentimiento del otro estante, los atás con ayuda de palabras, perras negras, y resulta que te quiero. Total parcial: te quiero. Total general: te amo. Así viven muchos amigos míos, sin hablar de un tío y dos primos, convencidos del amor-que-sienten-por-sus-esposas. De la palabra a los actos, che; en general sin verba no hay res. Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al verse. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto. Pero estoy solo en mi pieza, caigo en artilugios de escriba, las perras negras se vengan cómo pueden, me mordisquean desde abajo de la mesa. ¿Se dice abajo o debajo? Lo mismo te muerden. ¿Por qué, por qué, pourquoi, why, warum, perchè este horror a las perras negras? Miralas ahí en ese poema de Nashe, convertidas en abejas. Y ahí, en dos versos de Octavio Paz, muslos del sol, recintos del verano. Pero un mismo cuerpo de mujer es María y la Brinvilliers, los ojos que se nublan mirando un bello ocaso son la misma óptica que se regala con los retorcimientos de un ahorcado. Tengo miedo de ese proxenetismo, de tinta y de voces, mar de lenguas lamiendo el culo del mundo. Miel y leche hay debajo de tu lengua... Sí, pero también está dicho que las moscas muertas hacen heder el perfume del perfumista. En guerra con la palabra, en guerra, todo lo que sea necesario aunque haya que renunciar a la inteligencia, quedarse en el mero pedido de papas fritas y los telegramas Reuter, en las cartas de mi noble hermano y los diálogos del cine. Curioso, muy curioso que Puttenham sintiera las palabras como si fueran objetos, y hasta criaturas con vida propia. También a mí, a veces, me parece estar engendrando ríos de hormigas feroces que se comerán el mundo. Ah, si en el silencio empollara el Roc... Logos, faute éclatante. Concebir una raza que se expresara por el dibujo, la danza, el macramé o una mímica abstracta. ¿Evitarían las connotaciones, raíz del engaño? Honneur des hommes, etc. Sí, pero un honor que se deshonra a cada frase, como un burdel de vírgenes si la cosa fuera posible.
     Del amor a la filología, estás lucido, Horacio. La culpa la tiene Morelli que te obsesiona, su insensata tentativa te hace entrever una vuelta al paraíso perdido, pobre preadamita de snack-bar, de edad de oro envuelta en celofán. This is a plastic’s age, man, a plastic’s age. Olvidate de la perras. Rajá, jauría, tenemos que pensar, lo que se llama pensar, es decir sentir, situarse y confrontarse antes de permitir el paso de la más pequeña oración principal o subordinada. París es un centro, entendés, un mandala que hay que recorrer sin dialéctica, un laberinto donde las fórmulas pragmáticas no sirven más que para perderse. Entonces un cogito que sea como respirar París, entrar en él dejándolo entrar, neuma y no logos. Argentino compadrón, desembarcando con la suficiencia de una cultura de tres por cinco, entendido en todo, al día en todo, con un buen gusto aceptable, la historia de la raza humana bien sabida, los períodos artísticos, el románico y el gótico, las corrientes filosóficas, las tensiones políticas, la Shell Mex, la acción y la reflexión, el compromiso y la libertad, Piero della Francesca y Anton Weber, la tecnología bien catalogada, Lettera 22, Fiat 1600, Juan XXIII. Qué bien, qué bien. Era una pequeña librería de la rue du Cherche-Midi, era un aire suave de pausados giros, era la tarde y la hora, era del año la estación florida, era el Verbo (en el principio), era un hombre que se creía un hombre. Qué burrada infinita, madre mía. Y ella salió de la librería (recién ahora me doy cuenta de que era como una metáfora, ella saliendo nada menos que de una librería) y cambiamos dos palabras y nos fuimos a tomar una copa de pelure d’oignon a un café de Sèvres-Babylone (hablando de metáforas, yo delicada porcelana recién desembarcada, HANDLE WITH CARE, y ella Babilonia, raíz de tiempo, cosa anterior, primeval being, terror y delicia de los comienzos, romanticismo de Atala pero con un tigre auténtico esperando detrás del árbol). Y así Sèvres se fue con Babylone a tomar un vaso de pelure d’oignon, nos mirábamos y yo creo que ya empezábamos a deseamos (pero eso fue más tarde, en la rue Réaumur) y sobrevino un diálogo memorable, absolutamente recubierto de malentendidos, de desajustes que se resolvían en vagos silencios, hasta que las manos empezaron a tallar, era dulce acariciarse las manos mirándose y sonriendo, encendíamos los Gauloises el uno en el pucho del otro, nos frotábamos con los ojos, estábamos tan de acuerdo en todo que era una vergüenza, París danzaba afuera esperándonos, apenas habíamos desembarcado, apenas vivíamos, todo estaba ahí sin nombre y sin historia (sobre todo para Babylone, y el pobre Sèvres hacía un enorme esfuerzo, fascinado por esa manera Babylone de mirar lo gótico sin ponerle etiquetas, de andar por las orillas del río sin ver remontar los drakens normandos). Al despedirnos éramos como dos chicos que se han hecho estrepitosamente amigos en una fiesta de cumpleaños y se siguen mirando mientras los padres los tiran de la mano y los arrastran, y es un dolor dulce y una esperanza, y se sabe que uno se llama Tony y la otra Lulú, y basta para que el corazón sea como una frutilla, y...
     Horacio, Horacio.
     Merde, alors. ¿Por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegíaco en que ya sabemos que el juego está jugado. 

— Julio Cortázar, Rayuela (México: Alfaguara, 2013) 451-455 pp.