Acompáñese con vino.

Acompáñese con vino.
by Jonathan Wolstenholme

viernes, 30 de mayo de 2014

EL RINOCERONTE. Juan José Arreola


Durante diez años luché con un rinoceronte; soy la esposa divorciada del juez McBride.
     Joshua McBride me poseyó durante diez años con imperioso egoísmo. Conocí sus arrebatos de furor, su ternura momentánea, y en las altas horas de la noche, su lujuria insistente y ceremoniosa.
     Renuncié al amor antes de saber lo que era, porque Joshua me demostró con alegatos judiciales que el amor sólo es un cuento que sirve para entretener a las criadas. Me ofreció en cambio su protección de hombre respetable. La protección de un hombre respetable es, según Joshua, la máxima ambición de toda mujer.
     Diez años luché cuerpo a cuerpo con el rinoceronte, y mi único triunfo consistió en arrastrarlo al divorcio.
     Joshua McBride se ha casado de nuevo, pero esta vez se equivocó en la elección. Buscando otra Elinor, fue a dar con la horma de su zapato. Pamela es romántica y dulce, pero sabe el secreto que ayuda a vencer a los rinocerontes. Joshua McBride ataca de frente, pero no puede volverse con rapidez. Cuando alguien se coloca de pronto a su espalda, tiene que girar en redondo para volver a atacar. Pamela lo ha cogido de la cola, y no lo suelta, y lo zarandea. De tanto girar en redondo, el juez comienza a dar muestras de fatiga, cede y se ablanda. Se ha vuelto más lento y opaco en sus furores; sus prédicas pierden veracidad, como en labios de un actor desconcentrado. Su cólera no sale ya a la superficie. Es como un volcán subterráneo, con Pamela sentada encima, sonriente. Con Joshua, yo naufragaba en el mar; Pamela flota como un barquito de papel en una palangana. Es hija de un pastor prudente y vegetariano que le enseñó la manera de lograr que los tigres se vuelvan también vegetarianos y prudentes.
     Hace poco vi a Joshua en la iglesia, oyendo devotamente los oficios dominicales. Está como enjuto y comprimido. Tal parece que Pamela, con sus dos manos frágiles, ha estado reduciendo su volumen y le ha ido doblando el espinazo. Su palidez de vegetariano le da un suave aspecto de enfermo.
     Las personas que visitan a los McBride me cuentan cosas sorprendentes. Hablan de unas comidas incomprensibles, de almuerzos y cenas sin rosbif; me describen a Joshua devorando enormes fuentes de ensalada. Naturalmente, de tales alimentos no puede extraer las calorías que daban auge a sus antiguas cóleras. Sus platos favoritos han sido metódicamente alterados o suprimidos por implacables y adustas cocineras. El patagrás y el gorgonzola no envuelven ya el roble ahumado del comedor en su untuosa pestilencia. Han sido remplazados por insípidas cremas y quesos inodoros que Joshua come en silencio, como un niño castigado. Pamela, siempre amable y sonriente, apaga el habano de Joshua a la mitad, raciona el tabaco de su pipa y restringe su whisky.
     Esto es lo que me cuentan. Me place imaginarlos a los dos solos, cenando en la mesa angosta y larga, bajo la luz fría de los candelabros. Vigilado por la sabia Pamela, Joshua el glotón absorbe colérico sus livianos manjares. Pero sobre todo, me gusta imaginar al rinoceronte en pantuflas, con el gran cuerpo informe bajo la bata, llamando en las altas horas de la noche, tímido y persistente, ante una puerta obstinada.

— Juan José Arreola. Tres días y un cenicero y otros cuentos. Punto de lectura: México, 2009., p. 85-87

lunes, 26 de mayo de 2014

EL LUTO. Henry Miller



El caso era que estaba muerta, definitivamente muerta para siempre, y ellos, los vivos, estaban ya separados de ella y para siempre, y había que vivir el hoy y el mañana, había que lavar la ropa, preparar la comida, y, cuando le llegara el turno al siguiente, habría que seleccionar un ataúd y reñir por el testamento, pero todo formaría parte de la rutina diaria y perder tiempo lamentándose y sintiendo pena era un pecado porque Dios, si es que existía, lo había querido así y nosotros, los mortales, no teníamos nada que decir al respecto.
     Sobrepasar los límites dispuestos de la alegría y de la pena era perverso. Estar al borde de la locura era el pecado más grave. Tenían un sentido extraordinario, animal, de la adaptación; habría constituido un espectáculo maravilloso, si hubiera sido verdaderamente animal, pero resultaba horrible cuando te dabas cuenta de que no era sino obtusa indiferencia e insensibilidad alemanas. Y aun así, no sé por qué, yo prefería aquellos estómagos mimados a la pena de cabeza de hidra del judío. En el fondo no podía compadecer a Kronski: tendría que compadecer a toda su tribu. La muerte de su mujer era un simple detalle, una menudencia, en la historia de sus calamidades. Como había dicho él mismo, había nacido sin suerte. Había nacido para ver salir mal las cosas... porque durante cinco mil años las cosas habían salido mal en la sangre de la raza. Venían al mundo con esa mirada de soslayo, deprimida y desesperanzada en el rostro y abandonarían el mundo del mismo modo. Dejaban mal olor tras sí: un veneno, un vómito de pena. El hedor que intentaban eliminar del mundo era el hedor que ellos mismos habían traído al mundo. Reflexionaba sobre todo eso, mientras le escuchaba.
     Me sentía tan bien y tan limpio por dentro, que, cuando nos separamos, después de haber doblado una esquina, me puse a silbar y a canturrear. Y luego se apoderó de mí una sed terrible y me dije con mi mejor acento irlandés: «Pues, claro. Mira, chaval, lo que tendrías que estar haciendo es tomando una copita», y, al decirlo, me metí en una taberna y pedí una buena jarra de cerveza espumosa y un espeso bocadillo de hamburguesa con mucha cebolla. Me tomé otra jarra de cerveza y después una copa de coñac y pensé para mis adentros con mi rudeza habitual: «Si el pobre tío no tiene bastante juicio para disfrutar con el entierro de su mujer, en ese caso yo lo disfrutaré por él.» Y cuanto más lo pensaba, más contento me ponía, y, si sentía la más mínima pena o envidia, era sólo por el hecho de que no podía ponerme en el pellejo de la pobre judía muerta, porque la muerte era algo que superaba absolutamente la comprensión de un pobre goi como yo y era una pena desperdiciarla en gente como ellos, que sabían todo lo que había que saber de la cuestión y, en cualquier caso, no la necesitaban. Me embriagué tanto con la idea de morir, que en mi estupor de borracho iba diciendo entre dientes al Dios de las alturas que me matara aquella noche: «Mátame, Dios, para saber en qué consiste.» Intenté lo mejor que pude imaginar cómo sería eso de entregar el alma, pero no hubo manera. Lo máximo que pude hacer fue imitar un estertor de agonía, pero al hacerlo casi me asfixié, y entonces me asusté tanto, que casi me cagué en los pantalones. De todos modos, eso no era la muerte. Eso era asfixiarse simplemente. La muerte se parecía más a lo que habíamos experimentado en el parque: dos personas caminando una al lado de la otra en la niebla, rozándose contra los árboles y los matorrales, y sin decirse ni palabra. Era algo más vacío que el nombre mismo y, aun así, correcto y pacífico, digno, si lo preferís. No era una continuación de la vida, sino un salto en la oscuridad y sin posibilidad de volver atrás nunca, ni siquiera como una mota de polvo. Y era algo correcto y bello, me dije, pues, ¿por qué habría uno de querer volver atrás? Probar una vez es probar para siempre: la vida o la muerte. Caiga del lado que caiga la moneda, está bien mientras no apuestes. Desde luego, es penoso asfixiarse con la propia saliva: es desagradable más que nada. Y, además, no siempre muere uno de asfixia. A veces uno perece mientras duerme, sereno y tranquilo como un cordero. Llega el Señor y te reintegra al redil, como se suele decir.
     El caso es que dejas de respirar. ¿Y por qué diablos habríamos de seguir respirando para siempre? Cualquier cosa que hubiera que hacer interminablemente sería una tortura. Los pobres diablos humanos que somos deberíamos sentirnos contentos de que alguien idease una salida. A la hora de dormir, no nos lo pensamos mucho. Pasamos la tercera parte de nuestras vidas roncando sin parar como ratas borrachas. ¿Qué me decís de eso? ¿Es eso trágico? Bueno, entonces, digamos tres terceras partes de sueño como el de ratas borrachas. ¡Joder! Si tuviéramos un poco de juicio, ¡bailaríamos de alegría sólo de pensarlo! Podríamos morir todos mañana en la cama, sin dolor, sin sufrimiento: si tuviésemos juicio como para sacar partido de nuestros remedios. No queremos morir, eso es lo malo que tenemos. Eso es lo que da sentido a Dios y a la olla de grillos de nuestra azotea. 

— Henry Miller, Trópico de Capricornio. Trad. Carlos Manzano. Gandhi: México, 2011., p. 112- 115

lunes, 5 de mayo de 2014

LA NIÑA PRECOZ. Conde de Lautréamont


Haciendo mi paseo cotidiano, pasaba diariamente por una calle estrecha y diariamente una delgada niña de diez años me seguía respetuosamente, a distancia, a lo largo de la calle, mirándome con ojos simpáticos y curiosos. Era alta para su edad y tenía el talle esbelto. Abundantes cabellos negros, separados en dos, caían en trenzas independientes sobre sus hombros marmóreos. Un día, siguiéndome como de costumbre, el brazo musculoso de una mujer del pueblo la apresó por los cabellos, como el torbellino apresa a la hoja, y asestando dos bofetadas brutales en una mejilla orgullosa y muda, devolvió a su casa a aquella conciencia extraviada. En vano me hacía el indiferente; nunca dejaba de seguirme y su presencia me era inoportuna. Cuando a paso largo cruzaba hacia otra calle para continuar mi camino, se detenía haciendo un violento esfuerzo sobre sí misma, al final de aquella calle estrecha, inmóvil como la estatua del Silencio, y no dejaba de mirar hacia adelante hasta que yo desaparecía. Una vez, la muchacha me precedió por la calle, acoplando su paso al mío. Si me apresuraba para rebasarla, corría casi para mantener la distancia; pero si reducía el paso con el fin de distanciarme, ella también lo reducía, poniendo en ello la seducción de la infancia. Al llegar al final de la calle se volvió lentamente, con objeto de cerrarme el paso. No tuve tiempo de esquivarla y me encontré delante de ella. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Era fácil ver que quería hablarme, pero no sabía cómo empezar. Palideciendo súbitamente como un cadáver me preguntó: «¿Tendría la bondad de decirme la hora?». Le dije que no llevaba reloj y me alejé rápidamente. Desde ese día, niña de imaginación inquieta y precoz, no has vuelto a ver, por la estrecha calle, al misterioso joven que vagabundeaba penosamente con sus pesadas sandalias por las encrucijadas tortuosas. La aparición de ese cometa llameante no brillará más, como un triste motivo de curiosidad fanática, en la fachada de tu frustrada observación; y pensarás a menudo, muy a menudo, tal vez siempre, en aquel que no parecía inquietarse por los males, ni por los bienes, de esta vida,  que se alejó al azar con rostro horriblemente mortecino, los cabellos erizados, el andar inseguro y los brazos nadando ciegamente en las irónicas aguas del éter, como buscando allí la presa sangrienta de la esperanza, continuamente sacudida a través de las inmensas regiones del espacio por el quitanieves implacable de la fatalidad. No me verás más ¡ni tampoco yo te veré…! ¿Quién sabe? Quizás esa niña no era lo que parecía. Bajo una apariencia ingenua quizá ocultara una gran astucia, el peso de dieciocho años y el encanto del vicio. Se ha visto a vendedoras del amor, franqueando el estrecho, expatriarse alegres de las Islas Británicas. Hacían resplandecer sus alas, dando vueltas en enjambres dorados, delante de la luz parisiense; y al verlas, decíais: «Pero si aún son unas niñas; no tienen más de diez o doce años». En realidad, tenían veinte. En este supuesto, ¡malditos sean los recodos de esa calle oscura! ¡Horrible! ¡Horrible lo que allí pasa! Creo que su madre la golpeó porque no hacía su oficio con la habilidad suficiente. Es posible que sólo fuese una niña y su madre es entonces aún más culpable. Pero no quiero creer en esta posibilidad que no es más que una hipótesis y prefiero amar, en ese carácter novelesco, a un alma que se revela demasiado pronto... ¡Ah, mira, muchacha, te aconsejo no aparecer nuevamente ante mis ojos si vuelvo a pasar por la calle estrecha! ¡Podría costarte caro! Ya la sangre y el odio, en oleadas ardientes, me suben a la cabeza. ¡Ser tan generoso como para amar a mis semejantes! ¡No, no! lo tengo decidido desde el día de mi nacimiento. ¡La gente no me ama! Se verá la destrucción de los mundos, la piedra de granito deslizarse, como un cormorán, por la superficie de las aguas, antes de que yo toque la mano infame de un ser humano. ¡Atrás... atrás esa mano! No eres un ángel, muchacha, y  llegarás a ser, ciertamente, como las demás. No, no, te lo suplico, no vuelvas a aparecerte delante de mis cejas fruncidas y sombrías. En un momento de extravío podría cogerte los brazos, torcerlos como ropa mojada a la que se exprime el agua, o partirlos ruidosamente como dos ramas secas y después hacértelos comer empleando la fuerza. Podría, tomando tu cabeza entre mis manos, con aire acariciador y dulce, hundir mis dedos ávidos en los lóbulos de tu cerebro inocente para extraer, con la sonrisa en los labios, una grasa eficaz que lave mis ojos, doloridos por el insomnio eterno de la vida. Podría, cosiendo tus párpados con una aguja, privarte del espectáculo del universo y dejarte en la imposibilidad de encontrar tu camino; no sería yo quien te serviría de guía. Podría, levantando con brazo de hierro tu cuerpo virgen, sujetarte por las piernas haciéndote girar como una honda, concentrar mis fuerzas al describir la última circunferencia, y lanzarte contra la muralla. Cada gota de sangre salpicará un pecho humano, asustando a los hombres, ¡colocando ante ellos el ejemplo de mi maldad! Se arrancarán sin tregua jirones y jirones de carne, pero la gota de sangre permanece, indeleble, en el mismo sitio brillando como un diamante. Quédate tranquila, daré orden a media docena de sirvientes de guardar los restos venerados de tu cuerpo, preservándolos del hambre de los perros voraces. Sin duda,  el cuerpo quedó pegado a la muralla como una pera madura sin caer a tierra, pero si no se toman precauciones los perros saben dar grandes saltos. 

— Conde de Lautréamont, Los cantos de Maldoror. Trad. Ángel Pariente. Alianza: Madrid, 2009., p. 81-84

viernes, 2 de mayo de 2014

EN VERDAD OS DIGO. Juan José Arreola


Todas las personas interesadas en que el camello pase por el ojo de la aguja, deben inscribir su nombre en la lista de patrocinadores del experimento Niklaus.
     Desprendido de un grupo de sabios mortíferos, de esos que manipulan el uranio, el cobalto y el hidrógeno, Arpad Niklaus deriva sus investigaciones actuales a un fin caritativo y radicalmente humanitario: la salvación del alma de los ricos.
     Propone un plan científico para desintegrar un camello y hacerlo que pase en chorro de electrones por el ojo de una aguja. Un aparato receptor (muy semejante en principio a la pantalla de televisión) organizará los electrones en átomos, los átomos en moléculas y las moléculas en células, reconstruyendo inmediatamente el camello según su esquema primitivo. Niklaus ya logró cambiar de sitio, sin tocarla, una gota de agua pesada. También ha podido evaluar, hasta donde lo permite la discreción de la materia, la energía cuántica que dispara una pezuña de camello. Nos parece inútil abrumar aquí al lector con esa cifra astronómica.
     La única dificultad seria en que tropieza el profesor Niklaus es la carencia de una planta atómica propia. Tales instalaciones, extensas como ciudades, son increíblemente caras. Pero un comité especial se ocupa ya en solventar el problema económico mediante una colecta universal. Las primeras aportaciones, todavía un poco tímidas, sirven para costear la edición de millares de folletos, bonos y prospectos explicativos, así como para asegurar al profesor Niklaus el modesto salario que le permite proseguir sus cálculos e investigaciones teóricas, en tanto se edifican los inmensos laboratorios.
     En la hora presente, el comité sólo cuenta con el camello y la aguja. Como las sociedades protectoras de animales aprueban el proyecto, que es inofensivo y hasta saludable para cualquier camello (Niklaus habla de una probable regeneración de todas las células), los parques zoológicos del país han ofrecido una verdadera caravana. Nueva York no ha vacilado en exponer su famosísimo dromedario blanco.
     Por lo que toca a la aguja, Arpad Niklaus se muestra muy orgulloso, y la considera piedra angular de la experiencia. No es una aguja cualquiera, sino un maravilloso objeto dado a luz por su laborioso talento. A primera vista podría ser confundida con una aguja común y corriente. La señora Niklaus, dando muestra de fino humor, se complace en zurcir con ella la ropa de su marido. Pero su valor es infinito. Está hecha de un portentoso metal todavía no clasificado, cuyo símbolo químico, apenas insinuado por Niklaus, parece dar a entender que se trata de un cuerpo compuesto exclusivamente de isótopos de níkel. Esta sustancia misteriosa ha dado mucho que pensar a los hombres de ciencia. No ha faltado quien sostenga la hipótesis risible de un osmio sintético o de un molibdeno aberrante, o quien se atreva a proclamar públicamente las palabras de un profesor envidioso que aseguró haber reconocido el metal de Niklaus bajo la forma de pequeñísimos grumos cristalinos enquistados en densas masas de siderita. Lo que se sabe a ciencia cierta es que la aguja de Niklaus puede resistir la fricción de un chorro de electrones a velocidad ultracósmica.
     En una de esas explicaciones tan gratas a los abstrusos matemáticos, el profesor Niklaus compara el camello en tránsito con un hilo de araña. Nos dice que si aprovecháramos ese hilo para tejer una tela, nos haría falta todo el espacio sideral para extenderla, y que las estrellas visibles e invisibles quedarían allí prendidas como briznas de rocío. La madeja en cuestión mide millones de años luz, y Niklaus ofrece devanarla en unos tres quintos de segundo.
     Como puede verse, el proyecto es del todo viable y hasta diríamos que peca de científico. Cuenta ya con la simpatía y el apoyo moral (todavía no confirmado oficialmente) de la Liga Interplanetaria que preside en Londres el eminente Olaf Stapledon.
     En vista de la natural expectación y ansiedad que ha provocado en todas partes la oferta de Niklaus, el comité manifiesta un especial interés llamando la atención de todos los poderosos de la tierra, a fin de que no se dejen sorprender por los charlatanes que están pasando camellos muertos a través de sutiles orificios. Estos individuos, que no titubean en llamarse hombres de ciencia, son simples estafadores a caza de esperanzados incautos. Proceden de un modo sumamente vulgar, disolviendo el camello en soluciones cada vez más ligeras de ácido sulfúrico. Luego destilan el líquido por el ojo de la aguja, mediante una clepsidra de vapor, y creen haber realizado el milagro. Como puede verse, el experimento es inútil y de nada sirve financiarlo. El camello debe estar vivo antes y después del imposible traslado.
     En vez de derretir toneladas de cirios y de gastar dinero en indescifrables obras de caridad, las personas interesadas en la vida eterna que posean un capital estorboso, deben patrocinar la desintegración del camello, que es científica, vistosa y en último término lucrativa. Hablar de generosidad en un caso semejante resulta del todo innecesario. Hay que cerrar los ojos y abrir la bolsa con amplitud, a sabiendas de que todos los gastos serán cubiertos a prorrata. El premio será igual para todos los contribuyentes: lo que urge es aproximar lo más que sea posible la fecha de entrega.
     El monto del capital necesario no podrá ser conocido hasta el imprevisible final, y el profesor Niklaus, con toda honestidad, se niega a trabajar con un presupuesto que no sea fundamentalmente elástico. Los suscriptores deben cubrir con paciencia y durante años, sus cuotas de inversión. Hay necesidad de contratar millares de técnicos, gerentes y obreros. Deben fundarse subcomités regionales y nacionales. Y el estatuto de un colegio de sucesores del profesor Niklaus, no tan sólo debe ser previsto, sino presupuesto en detalle, ya que la tentativa puede extenderse razonablemente durante varias generaciones. A este respecto no está de más señalar la edad provecta del sabio Niklaus.
     Como todos los propósitos humanos, el experimento Niklaus ofrece dos probables resultados: el fracaso y el éxito. Además de simplificar el problema de la salvación personal, el éxito de Niklaus convertirá a los empresarios de tan mística experiencia en accionistas de una fabulosa compañía de transportes. Será muy fácil desarrollar la desintegración de los seres humanos de un modo práctico y económico. Los hombres del mañana viajarán a través de grandes distancias, en un instante y sin peligro, disueltos en ráfagas electrónicas.
     Pero la posibilidad de un fracaso es todavía más halagadora. Si Arpad Niklaus es un fabricante de quimeras y a su muerte le sigue toda una estirpe de impostores, su obra humanitaria no hará sino aumentar en grandeza, como una progresión geométrica, o como el tejido de pollo cultivado por Carrel. Nada impedirá que pase a la historia como el glorioso fundador de la desintegración universal de capitales. Y los ricos, empobrecidos en serie por las agotadoras inversiones, entrarán fácilmente al reino de los cielos por la puerta estrecha (el ojo de la aguja), aunque el camello no pase.

— Juan José Arreola. Tres días y un cenicero y otros cuentos. Punto de lectura: México, 2009., p. 63-68