Acompáñese con vino.

Acompáñese con vino.
by Jonathan Wolstenholme

lunes, 28 de julio de 2014

LA MILLONÉSIMA DIFERENCIAL. Milan Kundera


No está obsesionado por las mujeres, está obsesionado por lo que hay en cada una de ellas de inimaginable, en otras palabras, está obsesionado por esa millonésima diferencial que distingue a una mujer de las demás mujeres. (Posiblemente aquí conectaba su pasión de cirujano con su pasión de mujeriego. No soltaba el escalpelo ni cuando estaba con sus amantes. Deseaba apoderarse de algo que estaba en lo profundo de ellas y para lo cual era necesario hender su superficie.)
     Por supuesto podemos preguntarnos, con toda razón, por qué buscaba esa millonésima diferencial precisamente en el sexo. ¿Es que no podía encontrarla, por ejemplo, en la forma de andar, en los placeres culinarios o en las preferencias artísticas de tal o cual mujer?
     Por supuesto, la millonésima diferencial está presente en todos los campos de la vida humana, sólo que en todos los demás está a los ojos del público, no es necesario descubrirla, no hace falta el escalpelo. El que una mujer prefiera el queso a las tartas y otra no soporte la coliflor es también un síntoma de originalidad, pero esa originalidad nos convence inmediatamente de que es completamente superflua, inútil, y de que no tiene sentido dedicarle nuestra atención ni buscar en ella valor alguno.
     Únicamente en la sexualidad la millonésima diferencial aparece como algo extraordinario, porque no está al alcance del público y es necesario conquistarla. No hace más de medio siglo era necesario dedicar a semejante conquista mucho tiempo (¡semanas y hasta meses!), de modo que el período dedicado a la conquista era la medida del valor de lo conquistado. Y aún hoy, aunque la época de conquista se ha reducido enormemente, la sexualidad sigue siendo la caja de caudales en la que está oculto el secreto del yo de la mujer.
     De modo que no era el deseo de placer (el placer llegaba como un premio, por añadidura), sino el deseo de apoderarse del mundo (de hendir con el escalpelo el cuerpo yacente del mundo) lo que le hacía ir tras las mujeres. 

— Milan Kundera, La insoportable levedad del ser. Trad. Fernando Valenzuela. Tusquets: México, 2008., pp. 209-210 

viernes, 25 de julio de 2014

LA MUCHACHA DE PRAGA. Franz Kafka


En aquel tiempo vivíamos en la calle Zeltner. Justo enfrente había un negocio de confección, ante cuya puerta permanecía siempre una empleada. Arriba paseaba yo de un lado a otro, estudiando con los nervios en tensión el sinfín de cosas absurdas que constituían la materia del primer examen de Estado. Era verano, hacía mucho calor, prácticamente insoportable. Permanecí de pie en la ventana, con la antipática Historia del Derecho romano entre los dientes. Al final nos entendimos por señas. Tenía que recogerla a las ocho de la noche, pero cuando bajé a esa hora ya había otro, aunque este suceso no cambió mucho las cosas, yo tenía miedo de todo el mundo, por lo tanto también de aquel hombre. Si no hubiera estado allí, habría tenido igual miedo de él. La muchacha se colgó del brazo del desconocido, pero me hizo señas para que los siguiera.
     Llegamos a la isla Schützen, allí bebimos cerveza, yo en una mesa contigua, y luego nos fuimos lentamente, yo detrás, hasta la casa de la muchacha, en algún lugar cerca del mercado de la carne. El hombre se despidió y la muchacha entró en la casa. Esperé un rato hasta que regresó, y luego nos fuimos a un hotel de la Kleinseite. Ya ante el hotel todo fue excitante, seductor y repugnante. En el interior del hotel no fue distinto. Y cuando regresábamos por la mañana por el puente de Karl -todavía con calor y todo hermoso- me encontraba feliz, pero esa felicidad consistía exclusivamente en que mi cuerpo eternamente quejumbroso por fin había encontrado algo de tranquilidad; pero sobre todo consistía en que el encuentro no había sido todavía más repugnante ni más sucio. Estuve otra vez con la muchacha, creo que dos noches después, y todo fue tan bien como la primera vez, pero cuando después salí y sentí la frescura del verano, cuando jugué fuera un poco con una niña, no pude volver a ver a aquella dependienta en Praga...

— Franz Kafka, Aforismos, visiones y sueños. 2ª ed. Trad. y pról. José Rafael Hernández Arias. Valdemar: Madrid, 1999., pp. 54-55

lunes, 21 de julio de 2014

AFORISMO 86. Franz Kafka


Desde el pecado original somos esencialmente iguales en la capacidad de conocimiento del Bien y del Mal. Sin embargo, aquí buscamos precisamente nuestras ventajas. Pero sólo más allá de ese conocimiento comienzan las verdaderas distinciones. La apariencia contraria surge por lo siguiente: nadie puede quedar satisfecho con sólo el conocimiento, sino que tiene que aspirar a actuar conforme el conocimiento dicta. Para ello, sin embargo, no se le ha otorgado la fuerza necesaria, por lo que se tiene que destruir a sí mismo, incluso corriendo el peligro de no obtener la fuerza conveniente para hacerlo; aunque no le queda otra salida que este último intento. (Éste es también el sentido de la amenaza de muerte en la prohibición de comer del árbol del conocimiento; quizá sea también el sentido original de la muerte natural.)
     Ante dicho intento, se asusta. Prefiere anular el conocimiento del Bien y del Mal (la designación «pecado original» procede de ese miedo); pero lo ya ocurrido no puede ser anulado, sino sólo enturbiado. Para esta finalidad surgen las motivaciones. El mundo entero está lleno de ellas, incluso el mundo visible acaso no sea otra cosa que una motivación del ser humano anhelante de un instante de tranquilidad. Un intento de falsear el hecho del conocimiento, de hacer del conocimiento mismo una meta. 

— Franz Kafka, Aforismos, visiones y sueños. 2ª ed. Trad. y pról. José Rafael Hernández Arias. Valdemar: Madrid, 1999., p. 29

viernes, 18 de julio de 2014

REPULSIVO. Fiódor Dostoievski


Al fin llegó. Ya está aquí el conflicto con la realidad —farfullaba yo para mí mientras bajaba la escalera de cuatro en cuatro escalones—. Esta vez no se trata ya del viaje del Papa al Brasil ni de un baile a orillas del lago Como. «¡Soy un miserable! ¡Burlarme de eso en este momento!... Pero ¿qué importa, si ya está todo perdido?» Mis enemigos habían desaparecido sin dejar rastro, pero yo sabía perfectamente dónde los podía encontrar.
     Vi un trineo solitario, uno de esos trineos que hacen el servicio nocturno. El cochero llevaba una hopalanda de buriel espolvoreada de nieve fundida. La humedad era asfixiante. El caballejo era bayo, tenía el pelo erizado, estaba también cubierto de una capa de nieve y tosía. Lo recuerdo todo perfectamente. Corrí hacia el trineo, pero apenas puse el pie en el interior, recordé el desprecio con que Simonov me había entregado el dinero, y me sentí tan aniquilado, que caí como un saco en el fondo del trineo. «¡No será nada fácil lavar todo esto! —me dije—. Pero lo lavaré o moriré esta misma noche. ¡Adelante!» Nos pusimos en camino. Las ideas se arremolinaban locamente en mi cabeza. «Desde luego, no me pedirán de rodillas que les conceda mi amistad. Esto no es más que un espejismo, un espejismo estúpido, romántico, fantástico; es siempre el mismo baile junto al lago Como. Por consiguiente, estoy obligado a darle una bofetada a Zverkov. Sí, he de darle una bofetada.» —¡Más de prisa! ¡Más de prisa! El cochero tiró de las riendas. «Apenas llegue, lo abofeteo. ¿Debo decir algunas palabras a modo de prefacio de las bofetadas? No. Entro y lo abofeteo. Estarán todos reunidos en la sala, y Zverkov, sentado en el diván con Olimpia. ¡Maldita Olimpia!
     Un día se burló de mi cara e incluso se negó a seguirme. La cogeré del pelo y la arrastraré. Luego le tiraré de las orejas a Zverkov. No, será mejor atenazarlo por la punta de una oreja y obligarlo, a tirones, a dar la vuelta a la sala. Seguramente, todos se arrojarán sobre mí, me golpearán y me echarán a la calle. ¡Pero no importa! Habré sido yo el primero en pegar. Habrá sido mía la iniciativa, y, según las reglas del honor, con eso basta. Él quedará marcado, y para lavar ese oprobio no tendrá más medio que batirse conmigo. Se verá obligado a batirse. ¿Qué me importa que se arrojen sobre mí? Sí, ¿qué me importa? ¡Los muy ingratos! Los golpes de Trudoliubov serán durísimos: ¡es tan fuerte! Ferfitchkin me atacará a traición y me cogerá por los pelos, no me cabe duda. Pero no importa. Estoy decidido a todo. Sus cerebros de carnero no tendrán más remedio que comprender al fin el lado trágico de esta aventura. Cuando me arrastre hacia la puerta, les gritaré que valen menos que mi dedo meñique.» —¡Más de prisa, cochero! ¡Más de prisa!
     El cochero se sobresaltó y utilizó el látigo. Verdaderamente mi grito había tenido algo de salvaje. «¡Nos batiremos al despuntar el día! Es cosa resuelta. Perderé mi empleo. Pero ¿de dónde sacaré las pistolas? ¡Todo que fuera eso! Pediré un anticipo sobre mi sueldo y las compraré. ¿Y la pólvora? ¿Y las balas? De eso se encargarán los testigos. ¿Que no tengo amistades? ¡No importa! —me dije con ardor creciente—. Al primer transeúnte que me tropiece en la calle le pediré que sea mi testigo, y tendrá que aceptar, del mismo modo que está obligado a sacar del agua a un hombre que se ahoga. En estos casos se admiten las soluciones más extravagantes. Incluso podría pedir a nuestro director que me asistiese en este duelo. Él tendría que aceptar, aunque sólo fuera por espíritu caballeresco.
     Además, habría de guardar el secreto. Y en cuanto a Antón Antonovitch...» Pero en ese instante comprendí con claridad meridiana todo lo que había de abominable y ridículo en mis suposiciones. Vi el reverso de la medalla. Pero...
-¡Más de prisa, cochero! ¡Fustiga, canalla, fustiga! -¡Ay, señor! -exclamó, quejumbroso, el «representante de la fuerza inculta». De pronto, un frío de hielo cayó sobre mí. «¿No sería mejor..., no sería mejor regresar derecho a casa? ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué habré venido a esta cena? ¡Pero ya no hay remedio! ¿Y mi caminata de tres horas entre la mesa y la chimenea? No, tiene que pagarme ese oprobio.»
     — ¡Fustiga cochero!
     «¿Y si me entregan a la policía? No, no se atreverán. Temerán el escándalo. ¿Y si Zverkov, para acentuar su desprecio hacia mí, se niega a batirse? Estoy seguro de que lo hará. Pero yo les demostraré... ¡Sí, corro a la posta en el momento de su partida, lo agarro por la pierna y le arranco la capa cuando esté subiendo al coche! Luego le clavo los dientes en la mano, le muerdo. «¡Mirad todos lo que puede hacer un hombre desesperado!» Tal vez él me golpee la cabeza. Desde luego, los demás se me echarán encima por la espalda. Pero no importa. Les gritaré a todos: «¡Fijaos en este bribón! ¡Se marcha para seducir a las circasianas con mi salivazo en pleno rostro!» «Después, naturalmente, se acabará todo. Me quedaré sin empleo. Me detendrán, me juzgarán, me expulsarán del ministerio, me meterán en la cárcel, me enviarán a Siberia. Pero ¿qué importa? Quince años después, cuando me pongan en libertad, cuando sea un hombre destrozado, miserable, volveré a encontrar sus huellas. Lo hallaré en una capital de provincias cualquiera. Estará casado y será feliz. Tendrá una nieta... Le diré: "¡Mira, monstruo! ¡Mira mis pálidas mejillas y mis harapos! Lo he perdido todo: la felicidad, la carrera, el arte, la ciencia, la femme aimée... y todo por culpa tuya. Mira estas pistolas. He venido a descargar la mía y... a perdonarte". Entonces dispararé al aire y desapareceré sin dejar rastro.»
     Incluso lloraba a lágrima viva, a pesar de que en aquel mismo momento me di cuenta de que todo esto era de Silvio, novela de Pushkin. Mascarada, drama de Lermontov. Y de pronto sentí una profunda vergüenza, una vergüenza tal, que dije al cochero que se detuviera, salí del trineo y permanecí unos instantes en medio de la calle, con los pies hundidos en la nieve. El cochero me miraba asombrado, lanzando profundos suspiros. Me preguntaba qué debía hacer. Imposible ir allá abajo. Evidentemente, no conseguiría nada. Pero también era imposible dejar las cosas como estaban: sería demasiado... ¡Dios mío! ¿Cómo renunciar a aquello después de tantos insultos? ,
     «¡No! —me dije saltando de nuevo al interior del trineo—. Es mi destino.»
     —¡De prisa, de prisa! ¡Adelante! En un arrebato de impaciencia, asesté al cochero un puñetazo en la espalda. 
     —¿Qué le pasa? ¿Por qué me pega? —gritó el hombre mientras daba un fuerte latigazo al jamelgo que empezó a trotar.
     La nieve caía en grandes copos, pero yo llevaba abierta mi capa, pues, absorto en mis pensamientos, estaba fuera de la realidad. Acababa de decidirme por la bofetada, y me decía, horrorizado, que esto iba a ocurrir immanquablement, tout de suite, y que nulle force ne pourrait plus arreter les événements. Los faroles del alumbrado brillaban lúgubremente, aquí y allá, en la niebla nívea, semejantes a las antorchas de los entierros. La nieve había penetrado bajo mi capa y bajo mi redingote y se había acumulado debajo de mi corbata, donde se iba fundiendo. Pero yo no me tapaba. ¿Para qué, si ya estaba perdido? Llegamos al fin. Salté del trineo, enloquecido. Subí a zancadas los escalones del pórtico y empecé a golpear con pies y manos. Sentí una extrema debilidad en las piernas, sobre todo en las rodillas. Me abrieron con sorprendente rapidez, como si me estuviesen esperando (y, en efecto, Simonov había dicho que probablemente llegaría otro visitante, pues en aquella casa era preciso avisar y tomar otras precauciones. Era una de esas «tiendas de modas» que la policía cerró algún tiempo después. Durante el día era una verdadera tienda, pero los recomendados podían pasar allí la noche). Atravesé rápidamente y entré en la sala de recepción, que conocía bastante bien y donde en aquel momento sólo ardía una bujía. Me detuve, desconcertado: no había nadie.
     —¿Dónde están? —pregunté a una persona que entró. Ya se habían ido.
Ante mí estaba plantada la patrona, con una sonrisa tonta en los labios. Yo no era para ella un desconocido. Un instante después, la puerta se abrió y entró alguien. No presté atención a la persona que acababa de llegar. Me paseaba por el salón y me parece que hablaba conmigo mismo. Tenía la impresión de que me había librado de la muerte, y todo mi ser flotaba en un mar de gozo. Lo habría abofeteado sin ningún género de duda. De eso estoy absolutamente seguro. Pero ya no estaban. Todo había cambiado. Miraba en todas direcciones. No acertaba a comprender lo que ocurría. Alcé maquinalmente los ojos hacia la persona que acababa de entrar. Entreví un rostro joven, fresco, algo pálido, de cejas sombrías y rectas, de mirada grave, en la que había un algo de asombro. Esta seriedad me gustó. La habría detestado si hubiese sonreído. La miré más detenidamente, no sin cierto esfuerzo, pues me costaba trabajo concentrar mis ideas. Había en aquel rostro una expresión ingenua y bondadosa, pero extrañamente grave. Estoy seguro de que esta seriedad le acarreaba disgustos en el establecimiento y de que ninguno de aquellos imbéciles se había fijado en ella. Por lo demás, no se podía decir que fuese una belleza; pero era alta y fornida y estaba bien proporcionada. Vestía con sencillez. Sentí un mordisco de perversidad en el corazón y me acerqué a ella. Entonces me vi en el espejo. Mi trastornado rostro me pareció repulsivo. Era un rostro pálido, vil, rencoroso, coronado por unos cabellos en desorden. «Mejor —pensé—. Me alegro. Le pareceré repulsivo, y esto me complace.» 

—Fiódor M. Dostoievski, Memorias del subsuelo. 2ª ed. Trad. Bela Martinova. Cátedra: Madrid, 2005.  148-153

lunes, 14 de julio de 2014

EL MERCADER. Antoine de Saint-Exupéry


XXIII

—¡Buenos días! —dijo el principito.
—¡Buenos días! —respondió el mercader.
Era un mercader de píldoras perfeccionadas que aplacan la sed. Se toma una por semana y no se siente más la necesidad de beber.
—¿Por qué vendes eso? —dijo el principito.
—Es una gran economía de tiempo —dijo el mercader—. Los expertos han hecho cálculos. Se ahorran cincuenta y tres minutos por semana.
—Y, ¿qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?
—Se hace lo que se quiere...
«Yo —se dijo el principito— si tuviera cincuenta y tres minutos para gastar, caminaría muy suavemente hacia una fuente...»

— Antoine de Saint-Exupéry, El principito. Trad. Bonifacio del Carril. Emecé Editores: Buenos Aires, 1951., pp. 89-90

viernes, 11 de julio de 2014

LA CASA DE LOS MUERTOS. Franz Kafka


Fui huésped en la casa de los muertos. Era una cripta grande y limpia, ya había algunos ataúdes, aunque todavía quedaba mucho sitio. Dos ataúdes estaban abiertos, el interior ofrecía el aspecto como de camas deshechas que hubieran sido abandonadas recientemente. Situada en un lado, de tal modo que no pude darme cuenta al principio, se hallaba una mesa de escritorio a la que se sentaba un hombre de cuerpo poderoso. En su mano derecha sostenía una pluma; parecía como si hubiera escrito algo y se hubiera detenido en ese mismo instante. La mano izquierda jugaba en el chaleco con una espléndida cadena de reloj y su cabeza se inclinaba profundamente sobre ella. Una sirvienta limpiaba aunque no había nada que limpiar.
     Tiré con curiosidad del pañuelo que cubría su cabeza y que ensombrecía su rostro. Entonces pude verla. Era una muchacha judía que había conocido antaño. Tenía un rostro exuberante y blanco, así como ojos negros y esbeltos. Cuando me sonrió desde sus harapos, que la hacían parecer una anciana, dije: «Todo lo que usted hace aquí es un poco de comedia.» «Sí —dijo ella—,un poco, ¡cómo lo sabes!» Entonces señaló al hombre sentado en el escritorio y dijo: «Ahora ve y saluda a aquel señor. Mientras no le saludes, en realidad no puedo hablar contigo.» «¿Quién es?», le pregunté en voz baja. «Un noble francés —dijo—, creo que se llama De Poitin.» «¿Cómo ha venido hasta aquí?», pregunté. «No lo sé —dijo ella—, aquí hay una gran confusión. Esperamos a alguien que ponga orden, ¿eres tú?» «No, no», dije yo. «Eso es muy razonable —dijo ella—, pero ahora preséntate al señor.»
     Fui hacia él y me incliné. Cómo él no levantó la cabeza —sólo podía ver su pelo blanco y revuelto—, le deseé las buenas noches. Siguió sin moverse, un gato pequeño recorrió el borde de la mesa, había saltado del regazo del señor y volvió a desaparecer por el mismo sitio. Quizá no miraba la cadena del reloj, sino bajo la mesa. Yo sólo quería aclarar cómo había venido, pero mi conocida me tiró de la chaqueta y murmuró: «Ya es suficiente.»
     Yo quedé muy satisfecho, me volví hacia ella y fuimos cogidos del brazo por la cripta. La escoba me estorbaba. «Tira la escoba», dije. «No, por favor —dijo ella—, deja que me la quede. Que limpiar aquí no me causa ningún esfuerzo, ya lo ves, ¿verdad? Bien, pero aquí disfruto de ciertas ventajas a las que no quiero renunciar. ¿Quieres, por lo demás, quedarte aquí?», dijo desviando la conversación. «Por ti me quedaría aquí encantado», dije lentamente. En ese momento íbamos estrechándonos mutuamente como una pareja de enamorados. «Quédate, quédate —dijo ella—, cómo he anhelado tu llegada. No es tan malo estar aquí como tú quizá temes. Y qué nos importa a los dos lo que hay a nuestro alrededor.» Fuimos un rato en silencio, habíamos desenlazado los brazos que ahora ceñían nuestros cuerpos. Seguimos por el camino principal, había ataúdes a la derecha y a la izquierda, la cripta era muy grande, al menos muy larga. Estaba oscuro, pero no del todo, era como un crepúsculo que, sin embargo, todavía iluminaba algo el lugar en que nos hallábamos y un pequeño círculo a nuestro alrededor. De repente dijo: «Ven, te enseñare mi ataúd.» Me quedé sorprendido. «Pero tú no estás muerta», dije. «No —dijo ella—, pero para ser sincera, no conozco mucho este lugar, por eso estoy tan contenta de que hayas venido. Lo entenderás en poco tiempo. Ahora lo ves todo probablemente más claro que yo. En todo caso: tengo un ataúd.» Torcimos a la derecha en un camino lateral, otra vez entre dos hileras de ataúdes. Por la disposición del lugar y el ambiente me recordaba a una gran bodega que había visto. Siguiendo el camino pasamos por un pequeño arroyo, apenas de un metro de ancho, que corría con rapidez. Después llegamos al ataúd de la muchacha. Disponía de bellos cojines guarnecidos. Se sentó en el interior y me hizo una señal, menos con el dedo que con la mirada, para que yo también la acompañara. «Querida niña» —dije yo, retirándole el pañuelo de la cabeza y poniendo mi mano en su sedosa cabellera—. Todavía no puedo permanecer contigo. Hay alguien en la cripta con el que debo hablar. ¿No quieres ayudarme a buscarle?» «¿Tienes que hablar con él? Aquí no existen obligaciones», dijo ella. «Pero yo no soy de aquí.» «¿Crees que podrás salir todavía de aquí?» «Seguro», dije yo. «Razón de más para que no pierdas el tiempo», dijo ella. Buscó entre los cojines y sacó una camisa. «Ésta es mi camisa de muerta —dijo, y a continuación me la alcanzó—, pero yo no la llevo.»

(En: Fragmentos póstumos) 
— Franz Kafka, Aforismos, visiones y sueños. 2ª ed. Trad. y pról. José Rafael Hernández Arias. Valdemar: Madrid, 1999., p. 83-86 

lunes, 7 de julio de 2014

COMO LA VIDA SE CONVIERTE EN EL VALOR SUPREMO. E. M. Cioran


     La veneración por las mujeres; la rehabilitación del Eros como divinidad; salud natural, transfigurada por la delicadeza; el fervor de la danza en todos los actos de la vida; gracia en lugar de pesar; sonrisa en vez de pensamiento; entusiasmo en lugar de pasión; la lejanía como finitud; la vida como único Dios, única realidad y único culto; el pecado como crimen y la muerte como vergüenza.
     … Lo demás es filosofía, cristianismo y otras formas de caída.

— E. M. Cioran, El libro de las quimeras. Trad. Joaquín Garrigós. Tusquets: México DF, 2013.  161-2

viernes, 4 de julio de 2014

PARÁBOLA DEL TRUEQUE. Juan José Arreola


Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.
     Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.
     Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.
     Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.
     Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.
     Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.
     —¿Por qué no me cambiaste por otra? —me dijo al fin, llevándose los platos.
     No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.
     Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.
     Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.
     Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.
     Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.
     Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.
     —¡No me tengas lástima!
     Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:
     —¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!
     Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.
     Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos... El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.
     El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.
     Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.
     El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.
     Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.
     Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.
     Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.
     Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.

— Juan José Arreola. Tres días y un cenicero y otros cuentos. Punto de lectura: México, 2009., p. 95-101