—Ganas de morderte —le dijo al oído, y ella bajó la mirada, sonrió, quiso hablar de otra cosa, tan cerca de él que más que verlo sólo lo sintió: su calor; la mezcla de olores que desprendían el cuerpo, el casimir, la loción de maderas; el brazo que le pasaba por la espalda. Ella intentó echarse hacia atrás para mirarlo a los ojos, pero él se los cerró besándolos y luego le rozó los labios y ella sintió que se ahogaba y que un fluido tibio la envolvía, que la piel comenzaba a arder, que la sangre iba a brotarle por los poros mientras él le besaba las mejillas, las orejas, el mentón, la nariz, y ella gemía o ronroneaba bajito, se atragantaba, se humedecía, y él insistía con la barbilla alzándole la cara, besándole los párpados, los labios empurpurados, la nuca, los hombros, murmurando de nuevo “ganas de morderte”, o tal vez sólo pensándolo, pero buscando la forma de ganarle el mentón con la nariz, de empujar hacia arriba mientras ella dejaba caer la cabeza como arrastrada por el peso de la cabellera, entreabría los dientes, asomaba la lengua, emitía un estertor de gozo, exponía el cuello firme y palpitante y él descendía suavemente, abría la boca, clavaba los colmillos, sentía escurrir la sangre, ausente del espejo, tembloroso de amor.
—RELATOS VERTIGINOSOS. Antología de cuentos mínimos. Selección y prólogo de Lauro Zabala. México: Alfaguara, 2001., p. 80
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