El primer ritmo al que se acostumbraron fue el lento tránsito desde el amanecer hasta el brusco ocaso. Aceptaron los placeres de la mañana -el sol brillante, el mar dominador y la dulzura del aire- como las horas agradables para los juegos, durante los cuales la vida estaba tan repleta que no hacían falta esperanzas, y por ello se olvidaban. Al acercarse el mediodía, cuando la inundación de luz caía casi verticalmente, los intensos colores matinales se suavizaban en tonos perlas y opalescentes; y el calor -como si la inminente altura del sol le diese impulso- se convertía en un azote, que trataban de esquivar corriendo a tenderse a la sombra, y hasta durmiendo.
Extrañas cosas ocurrían al mediodía. El brillante mar se alzaba, se escindía en planos de absoluta imposibilidad; el arrecife de coral y las escasas y raquíticas palmeras que se sostenían en sus relieves más altos, flotaban hacia el cielo, temblaban, se desgarraban, resbalaban como gotas de lluvia sobre un alambre o se multiplicaban como en una fantástica sucesión de espejos. A veces surgía tierra allí donde no la había y estallaba como una burbuja ante la mirada de los muchachos.
Piggy calificaba todo aquello sabiamente como «espejismos»; y como ninguno de los muchachos podría haberse acercado ni tan siquiera al arrecife, ya que habrían de atravesar el estrecho de agua donde les aguardaban las dentelladas de los tiburones, se acostumbraron a aquellos misterios y los ignoraban, como tampoco hacían caso de las milagrosas, de las vibrantes estrellas.
Al mediodía los espejismos se fundían con el cielo y desde allí, el sol, como un ojo iracundo, lanzaba sus miradas. Después, al acercarse la tarde, las fantasías se debilitaban y con el descenso del sol el horizonte se volvía llano, azul y recortado. Eran nuevas horas de relativo frescor, aunque siempre amenazadas por la llegada de la noche. Cuando el sol se hundía, la oscuridad caía sobre la isla como un exterminador y los refugios se llenaban en seguida de inquietud, bajo las lejanas estrellas.
Sin embargo, la tradición de la Europa del Norte: trabajo, recreo y comida a lo largo del día, les impedía adaptarse por completo a este nuevo ritmo. El pequeño Percival, al poco tiempo de la llegada, se había, arrastrado hasta uno de los refugios, donde permaneció dos días, hablando, cantando y llorando, con lo que todos creyeron que se había trastornado, cosa que les pareció en cierto modo divertida. Desde entonces se le veía enfermizo, ojeroso y triste: un pequeño que jugaba poco y lloraba a menudo.
A los más jóvenes se les conocía ahora por el nombre genérico de «los peques». La disminución en tamaño, desde Ralph hacia abajo, era gradual; y aunque había una región dudosa habitada por Simon, Robert y Maurice, nadie, sin embargo, encontraba la menor dificultad para distinguir a los grandes en un extremo y a los peques en el otro. Los indudablemente «peques» -los que tenían alrededor de los seis años- vivían su propia vida, muy diferente, pero también muy activa. Se pasaban la mayor parte del día comiendo, cogiendo la fruta de los lugares que estaban a su alcance, sin demasiados escrúpulos en cuanto a madurez y calidad. Se habían acostumbrado ya a los dolores de estómago y a una especie de diarrea crónica. Sufrían terrores indecibles en la oscuridad y se acurrucaban los unos contra los otros en busca de alivio. Además de comer y dormir, encontraban tiempo para sus juegos, absurdos y triviales, sobre la blanca arena junto al agua brillante. Lloraban por sus madres mucho menos de lo que podía haberse esperado; estaban muy morenos y asquerosamente sucios. Obedecían a las llamadas de la caracola, en parte porque era Ralph quien llamaba y tenía los años suficientes para enlazar con el mundo adulto de la autoridad, y en parte porque les divertía el espectáculo de las asambleas. Pero aparte de esto, rara vez se ocupaban de los mayores, y su apasionada vida emocional y gregaria era algo que sólo a ellos pertenecía.
Habían construido castillos en la arena, junto a la barra del riachuelo. Estos castillos tenían como un pie de altura y estaban adornados con conchas, flores marchitas y piedras curiosas. Alrededor de los castillos crearon un complejo sistema de señales, caminos, tapias y líneas ferroviarias que sólo tenían sentido si se las observaba con la vista a ras del suelo. Allí jugaban los peques, si no completamente felices, al menos con absorta atención; y a menudo grupos de hasta tres se unían en un mismo juego.
En este momento tres de ellos jugaban en aquel lugar. Henry era el mayor. Y era también pariente lejano de aquel otro chico de la mancha en el rostro a quien nadie había vuelto a ver desde la tarde del gran incendio; pero no tenía los años suficientes para comprender bien lo sucedido, y si alguien le hubiese dicho que el otro niño se había vuelto a su casa en avión lo habría aceptado sin queja o duda.
En cierto modo Henry hacía de jefe esa tarde, pues los otros dos, Percival y Johnny, eran los más pequeños de la isla. Percival, de pelo parduzco, nunca había sido muy guapo, ni siquiera para su propia madre. Johnny, un niño rubio, bien formado, era de una belicosidad innata. Ahora se comportaba dócilmente porque estaba interesado en el juego; y los tres niños, arrodillados en la arena, se encontraban en completa paz.
Roger y Maurice salieron del bosque. Su turno ante la hoguera había terminado y bajaban ahora a nadar. Roger, que iba delante, pasó a través de los castillos; los derrumbó a patadas, enterró las flores y esparció las piedras escogidas con tanto cuidado. Le siguió Maurice, riendo y aumentando la devastación. Los tres peques abandonaron su juego y alzaron los ojos. Pero ocurrió que las señales que les tenían ocupados en ese momento no habían sufrido daño, de modo que no protestaron. Percival fue el único que empezó a sollozar, por la arena que se le había metido en los ojos, y Maurice optó por alejarse rápidamente. En su otra vida, Maurice habría sido castigado por llenar de arena unos ojos más jóvenes que los suyos. Ahora, aunque no se encontraba presente ningún padre que dejase caer sobre él una mano airada, sintió de todos modos la desazón del delito. Empezaron a conformarse en los repliegues de su mente los esbozos inseguros de una excusa. Murmuró algo acerca de un baño y se alejó a rápidos saltos.
Roger se quedó atrás observando a los pequeños. No parecía más bronceado por el sol que el día en que cayeron en la isla, pero las greñas de pelo negro, que le cubrían la nuca y le ocultaban la frente, parecían complementar su cara triste y transformaban en algo temible lo que antes había parecido una insociable altanería. Percival dejó de sollozar y volvió a sus juegos, pues las lágrimas le habían librado de la arena. Johnny le miró con ojos de un azul porcelana; luego comenzó a arrojar al aire una lluvia de arena y pronto empezó de nuevo el lloriqueo de Percival.
Cuando Henry se cansó de jugar y comenzó a vagar por la playa, Roger le siguió, caminando tranquilamente bajo las palmeras en la misma dirección. Henry marchaba a cierta distancia de las palmeras y la sombra porque aún era demasiado joven para protegerse del sol. Bajó hasta la playa y se entretuvo jugando al borde del agua.
La gran marea del Pacífico se disponía ya a subir y a cada pocos segundos las aguas de la laguna, relativamente tranquilas, se alzaban y avanzaban un par de centímetros. Ciertas criaturas habitaban en aquella última proyección del mar, seres diminutos y transparentes que subían con el agua a husmear en la cálida y seca arena. Con impalpables órganos sensorios examinaban este nuevo territorio. Quizás hallasen ahora alimentos que no habían encontrado en su última incursión; excrementos de pájaros, incluso insectos o cualquier detrito de la vida terrestre. Extendidos como una miríada de diminutos dientes de sierra llegaban los seres transparentes a la playa en busca de desperdicios. Aquello fascinaba a Henry. Urgó con un palito, también vagabundo y desgastado y blanqueado por las olas, tratando de dominar con él los movimientos de aquellos carroñeros. Hizo unos surcos, que la marea cubrió, e intentó llenarlos con esos seres. Encontró tanto placer en verse capaz de ejercer dominio sobre unos seres vivos, que su curiosidad se convirtió en algo más fuerte que la mera alegría. Les hablaba, dándoles ánimos y órdenes. Impulsados hacia atrás por la marea, caían atrapados en las huellas que los pies de Henry dejaban sobre la arena. Todo eso le proporcionaba la ilusión de poder. Se sentó en cuclillas al borde del agua, con el pelo caído sobre la frente y formándole pantalla ante los ojos, mientras el sol de la tarde vaciaba sobre la playa sus flechas invisibles.
También Roger esperaba. Al principio se había escondido detrás de un grueso tronco de palmera; pero era tan evidente que Henry estaba absorto con aquellos pequeños seres que decidió por fin hacerse completamente visible. Recorrió con la mirada toda la extensión de la playa. Percival se había alejado llorando y Johnny quedaba como dueño triunfante de los castillos. Allí sentado, canturreaba para sí y arrojaba arena a un Percival imaginario. Más allá, Roger veía la plataforma y los destellos del agua salpicada cuando Ralph, Simon, Piggy y Maurice se arrojaban a la poza. Escuchó atentamente pero apenas podía oírles.
Una brisa repentina sacudió la orla de palmeras y meció y agitó sus frondas. Desde casi veinte metros de altura sobre Roger, un racimo de cocos -bultos fibrosos tan grandes como balones de rugby- se desprendió de su tallo. Cayeron todos cerca de él, con una serie de golpes duros y secos, pero no llegaron a tocarle. No se le ocurrió pensar en el peligro corrido, se quedó mirando, alternativamente, a los cocos y a Henry, a Henry y a los cocos.
El subsuelo bajo las palmeras era una playa elevada, y varias generaciones de palmeras habían ido desalojando de su sitio las piedras que en otro tiempo yacieron en arenas de otras orillas. Roger se inclinó, cogió una piedra, apuntó y la tiró a Henry, con decidida intención de errar. La piedra, recuerdo de un tiempo inverosímil, botó a unos cuatro metros a la derecha de Henry y cayó en el agua. Roger reunió un puñado de piedras y empezó a arrojarlas. Pero respetó un espacio, alrededor de Henry, de unos cinco metros de diámetro. Dentro de aquel círculo, de manera invisible pero con firme fuerza, regía el tabú de su antigua existencia. Alrededor del niño en cuclillas aleteaba la protección de los padres y el colegio, de la policía y la ley. El brazo de Roger estaba condicionado por una civilización que no sabía nada de él y estaba en ruinas.
Sorprendió a Henry el sonido de las piedras al estrellarse en el agua. Abandonó los silenciosos seres transparentes y, como un perdiguero que muestra la caza, dirigió toda su atención hacia el centro de los círculos, que se iban extendiendo. Caían las piedras por un lado y otro y Henry se volvía dócilmente, pero siempre demasiado tarde para divisarlas en el aire, Por fin logró ver una y se echó a reír, buscando con la mirada al amigo que le gastaba bromas. Pero Roger se había ocultado tras el tronco de palmera, y contra él se reclinaba, con la respiración entrecortada y los ojos pestañeantes. Henry perdió el interés por las piedras y se alejó.
—Roger.
Jack se encontraba bajo un árbol a unos diez metros de allí. Cuando Roger abrió los ojos y le vio, una sombra más oscura se extendió bajo su ya morena piel; pero Jack no notó nada. Le llamaba por señas, tan inquieto e impaciente que Roger tuvo que acudir a su lado.
Había una poza al extremo del río, un pequeño lago retenido por la arena y lleno de blancos nenúfares y juncos afilados. Allí aguardaban Sam y Erik y también Bill. Oculto del sol, Jack se arrodilló junto a la poza y desplegó las dos grandes hojas que llevaba en las manos. Una de ellas contenía arcilla blanca y la otra arcilla roja. Junto a ellas había un trozo de carbón vegetal extraído de la hoguera.
Mientras actuaba, Jack explicó a Roger:
—No es que me huelan; creo que lo que pasa es que me ven. Ven un bulto rosa bajo los árboles.
Se embadurnó de arcilla.
—¡Si tuviese un poco de verde!
Volvió hacia Roger el rostro medio pintado y quiso responder a la confusión que notó en su mirada:
—Es para cazar. Igual que se hace en la guerra. Ya sabes... camuflaje. Es como tratar de parecerte a otra cosa...
Contorsionó el cuerpo en su necesidad de expresarse:
—...como las polillas en el tronco de un árbol.
Roger comprendió y asintió con seriedad. Los mellizos se acercaron a Jack y empezaron a protestar tímidamente por alguna razón. Jack les apartó con la mano.
—A callar.
Se frotó con la barra de carbón entre las manchas rojas y blancas de su cara.
—No. Vosotros dos vais a venir conmigo.
Contempló el reflejo de su rostro y no pareció quedar muy contento. Se agachó, tomó con ambas manos agua tibia y se restregó la cara. Reaparecieron sus pecas y las cejas rubias.
Roger sonrió sin querer.
—Vaya una pinta que tienes.
Jack estudió detalladamente un nuevo rostro. Coloreó de blanco una mejilla y la cuenca de un ojo; después frotó de rojo la otra mitad de la cara y con el carbón trazó una raya desde la oreja derecha hasta la mandíbula izquierda. Buscó su imagen en la laguna, pero enturbiaba el espejo con la respiración.
—Samyeric. Traedme un coco, uno vacío.
Se arrodilló sosteniendo el cuenco de agua. Un círculo de sol cayó sobre su rostro y en el fondo del agua apareció un resplandor. Miró con asombro, no a su propia cara, sino a la de un temible extraño. Derramó el agua y de un salto se puso en pie riendo con excitación. Junto a la laguna, su espigado cuerpo sostenía una máscara que atrajo hacia sí las miradas de los otros y les atemorizó. Empezó a danzar y su risa se convirtió en gruñidos sedientos de sangre. Brincó hacia Bill, y la máscara apareció como algo con vida propia tras la cual se escondía Jack, liberado de vergüenza y responsabilidad. Aquel rostro rojo, blanco y negro saltó en el aire y bailó hacia Bill, el cual se enderezó de un salto, riendo, pero de repente enmudeció y se alejó tropezando entre los matorrales. Jack se precipitó hacia los mellizos.
—Los otros se están poniendo ya en fila. ¡Vamos!
—Pero...
—...nosotros...
—¡Vámonos! Yo me acercaré a gatas y le apuñalaré...
La máscara les forzaba a obedecer.
Ralph salió de la poza y, brincando, cruzó la playa y fue a sentarse bajo la sombra de las palmeras. Tenía el pelo pegado sobre las cejas y se lo echó hacia atrás. Simón flotaba en el agua, que agitaba con sus pies, y Maurice se ensayaba en bucear. Piggy vagaba de un lado a otro, recogiendo cosas sin ningún propósito para deshacerse luego de ellas. Los breves estanques que se formaban entre las rocas le fascinaban, pero habían sido ya cubiertos por la marea y no tenía nada en que interesarse hasta que la marea bajase de nuevo. Al cabo de un rato, viendo a Ralph bajo las palmeras, fue a sentarse junto a él.
Piggy vestía los restos de unos pantalones cortos; su cuerpo regordete estaba tostado por el sol y sus gafas seguían lanzado destellos cada vez que miraba algo. Era el único muchacho en la isla cuyo pelo no parecía crecer jamás. Todos los demás tenían la cabeza poblada de greñas, pero el pelo de Piggy se repartía en finos mechones sobre su cabeza como si la calvicie fuese su estado natural y aquella cubierta rala estuviese a punto de desaparecer igual que el vello de las astas de un cervatillo.
—He estado pensado -dijo- en un reloj. Podíamos hacer un reloj de sol. Se podía hacer con un palo en la arena, y luego...
El esfuerzo para expresar el proceso matemático correspondiente resultó demasiado duro. Se limitó a dar unos pasos.
—Y un avión y un televisor -dijo Ralph con amargura- y una máquina de vapor.
Piggy negó con la cabeza.
—Para eso se necesita mucho metal -dijo-, y no tenemos nada de metal. Pero sí que tenemos un palo.
Ralph se volvió y tuvo que sonreír. Piggy era un pelma; su gordura, su asma y sus ideas prácticas resultaban aburridísimas. Pero siempre producía cierto placer tomarle el pelo, aunque se hiciese sin querer.
Piggy advirtió la sonrisa y, equivocadamente, la tomó como señal de simpatía. Se había extendido entre los mayores de manera tácita la idea de que Piggy no era uno de los suyos, no sólo por su forma de hablar, que en realidad no importaba, sino por su gordura, el asma y las gafas y una cierta aversión hacia el trabajo manual. Ahora, al ver que Ralph sonreía por algo que él había dicho, se alegró y trató de sacar ventaja.
—Tenemos muchos palos. Podríamos tener cada uno nuestro reloj de sol. Así sabríamos la hora que es.
—Pues sí que nos ayudaría eso mucho.
—Tú mismo dijiste que debíamos hacer cosas. Para que vengan a rescatarnos.
—Anda, cierra la boca.
De un salto, Ralph se puso en pie y corrió hacia la poza, en el preciso momento en que Maurice se tiraba torpemente al agua. Se alegró al encontrar la ocasión de cambiar de tema. Cuando Maurice salió a la superficie, gritó:
—¡Has caído de barriga! ¡Has caído de barriga!
Maurice sonrió con la mirada a Ralph, que se deslizó en el agua con destreza. De todos los muchachos, era él quien se sentía más a sus anchas allá dentro; pero aquel día, molesto por la mención del rescate, la inútil y estúpida mención del rescate, ni siquiera las verdes profundidades del agua ni el dorado sol, roto en ella en pedazos, podían ofrecerle bálsamo alguno. En vez de quedarse allí a jugar, nadó con seguras brazadas por debajo de Simón y salió a gatas por el otro lado de la poza para tumbarse allí, brillante y húmedo como una foca. Piggy, siempre inoportuno, se levantó y fue a su lado, por lo que Ralph dio media vuelta y fingió, boca abajo, no verle. Los espejismos habían desaparecido y con tristeza su mirada recorrió la línea azul y tensa del horizonte.
Se levantó de un salto repentino y gritó:
—¡Humo! ¡Humo!
Simón, aún dentro de la poza, intentó incorporarse y se tragó una bocanada de agua. Maurice, que estaba a punto de lanzarse al agua, retrocedió y salió corriendo hacia la plataforma, pero finalmente dio la vuelta y se dirigió hacia la hierba bajo las palmeras. Allí trató de ponerse los andrajosos pantalones, a fin de estar listo para cualquier eventualidad.
Ralph, en pie, se sujetaba el pelo con una mano mientras mantenía la otra firmemente cerrada. Simón se disponía a salir del agua. Piggy se limpiaba las gafas con los pantalones y entornaba los ojos dirigiendo la mirada al mar. Maurice había metido ambas piernas en una misma pernera. Ralph era el único de los muchachos que no se movía.
—No veo ningún humo -dijo Piggy con incredulidad-. No veo ningún humo, Ralph, ¿dónde está?
Ralph no dijo nada. Mantenía ahora sus dos puños sobre la frente para apartar de los ojos el pelo. Se inclinaba hacia delante; ya la sal comenzaba a blanquear su cuerpo.
—Ralph... ¿dónde está el barco?
Simón permanecía cerca, mirando alternativamente a Ralph y al horizonte. Los pantalones de Maurice se abrieron con un quejido y cayeron hechos pedazos; los abandonó allí, corrió hacia el bosque, pero retrocedió.
El humo era un diminuto nudo en el horizonte, que iba deshaciéndose poco a poco. Debajo del humo se veía un punto que podría ser una chimenea. Ralph palideció mientras se decía a sí mismo:
—Van a ver nuestro humo.
Piggy por fin acertó con la dirección exacta.
—No parece gran cosa.
Dio la vuelta y alzó los ojos hacia la montaña. Ralph siguió contemplando el barco como si quisiera devorarlo con la mirada. El color volvía a su rostro. Simón, silencioso, seguía a su lado.
—Ya sé que no veo muy bien -dijo Piggy-, pero ¿nos queda algo de humo?
Ralph se movió impaciente, sus ojos clavados aún en el barco.
—El humo de la montaña.
Maurice llegó corriendo y miró al mar. Simon y Piggy miraban, ambos, hacia la montaña. Piggy fruncía el rostro para concentrar la mirada, pero Simón lanzó un grito como si algo le hubiese herido.
- —Ralph! ¡Ralph!
El tono de la llamada hizo girar a Ralph en la arena.
—Dímelo tú -dijo Piggy lleno de ansiedad-: ¿Tenemos alguna señal?
Ralph volvió a mirar el humo que iba dispersándose en el horizonte y luego hacia la montaña.
—¡Ralph..., por favor! ¿Tenemos alguna señal?
Simón alargó el brazo tímidamente para alcanzar a Ralph; pero Ralph echó a correr, salpicando el agua del extremo menos hondo de la poza, a través de la blanca y cálida arena y bajo las palmeras. Pronto se encontró forcejando con la maleza que comenzaba ya a cubrir la desgarradura del terreno. Simón corrió tras él; después Maurice. Piggy gritaba:
—¡Ralph! ¡Por favor..., Ralph!
Empezó a correr también, tropezando con los pantalones abandonados de Maurice antes de lograr cruzar la terraza. Detrás de los cuatro muchachos el humo se movía suavemente a lo largo del horizonte; en la playa, Henry y Johnny arrojaban arena a Percival, que volvía a lloriquear, ignorantes los tres por completo de la excitación desencadenada.
Cuando Ralph alcanzó el extremo más alejado del desgarrón ya había gastado en insultos buena parte del necesario aliento. Desesperado, violentaba de tal manera contra las ásperas trepadoras su cuerpo desnudo, que la sangre empezó a resbalar por él. Se detuvo al llegar a la empinada cuesta de la montaña. Maurice se hallaba tan sólo a unos cuantos metros detrás.
—¡Las gafas de Piggy! -gritó Ralph-. Si el fuego se ha apagado las vamos a necesitar...
Dejó de gritar y se movió indeciso. Piggy subía trabajosamente por la playa y apenas podía vérsele. Ralph contempló el horizonte, luego la montaña. ¿Sería mejor ir por las gafas de Piggy o se habría ya ido el barco para entonces? Y si seguía escalando, ¿qué pasaría si no había ningún fuego encendido y tenía que quedarse viendo cómo se arrastraba Piggy hacia arriba mientras se hundía el barco en el horizonte? Inseguro en la cumbre de la urgencia, en la agonía de la indecisión, Ralph gritó:
—¡Oh Dios, oh Dios!
Simón, que luchaba con los matorrales, se detuvo para recobrar el aliento. Tenía el rostro alterado. Ralph siguió como pudo, desgarrándose la piel mientras el rizo de humo seguía su camino.
El fuego estaba apagado. Lo vieron en seguida; vieron lo que en realidad habían sabido allá en la playa cuando el humo del hogar familiar les había llamado desde el mar. El fuego estaba completamente apagado, sin humo, muerto. Los vigilantes se habían ido. Un montón de leña se hallaba listo para su empleo.
Ralph se volvió hacia el mar. De un lado a otro se extendía el horizonte, indiferente de nuevo, sin otra cosa que una ligerísima huella de humo. Ralph corrió a tropezones por las rocas hasta llegar al borde mismo del acantilado rosa y gritó al barco:
—¡Vuelve! ¡Vuelve!
Corrió de un lado a otro, vuelto siempre el rostro hacia el mar, y alzó la voz enloquecida:
—¡Vuelve! ¡Vuelve!
Llegaron Simon y Maurice. Ralph les miró sin pestañear. Simón se volvió para secarse las lágrimas. Ralph buscó dentro de sí la palabra más fea que conocía.
—Han dejado apagar ese maldito fuego.
Miró hacia abajo, por el lado hostil de la montaña. Piggy llegaba jadeando y lloriqueando como uno de los pequeños. Ralph cerró los puños y enrojeció. No necesitaba señalar, ya lo hacían por él la intensidad de su mirada y la amargura de su voz.
—Ahí están.
A lo lejos, abajo, entre las piedras y los guijarros rosados junto a la orilla, aparecía una procesión. Algunos de los muchachos llevaban gorras negras, pero iban casi desnudos. Cuando llegaban a un punto menos escabroso todos alzaban los palos a la vez. Cantaban algo referente al bulto que los inseguros mellizos llevaban con tanto cuidado.
Ralph distinguió fácilmente a Jack, incluso a aquella distancia: alto, pelirrojo y, como siempre, a la cabeza de la procesión.
La mirada de Simón iba ahora de Ralph a Jack, como antes pasara de Ralph al horizonte, y lo que vio pareció atemorizarle. Ralph no volvió a decir nada; aguardaba mientras la procesión se iba acercando. Oían la cantinela, pero desde aquella distancia no llegaban las palabras. Los mellizos caminaban detrás de Jack, cargando sobre sus hombros una gran estaca. El cuerpo destripado de un cerdo se balanceaba pesadamente en la estaca mientras los mellizos caminaban con gran esfuerzo por el escabroso terreno. La cabeza del cerdo colgaba del hendido cuello y parecía buscar algo en la tierra. Las palabras del canto flotaron por fin hasta ellos, a través de la cárcava cubierta de maderas ennegrecidas y cenizas.
—Mata al jabalí. Córtale el cuello. Derrama su sangre.
Pero cuando las palabras se hicieron perceptibles la procesión había llegado ya a la parte más empinada de la montaña y muy poco después se desvaneció la cantinela. Piggy lloriqueaba y Simón se apresuró a mandarle callar, como si hubiese alzado la voz en una iglesia.
Jack, con el rostro embadurnado de diversos colores, fue el primero en alcanzar la cima y saludó, excitado, a Ralph con la lanza alzada al aire.
—¡Mira! Hemos matado un jabalí... le sorprendimos... formamos un círculo...
Los cazadores interrumpieron a voces:
—Formamos un círculo...
—Nos arrastramos...
—El jabalí empezó a chillar...
Los mellizos permanecieron quietos, sosteniendo al cerdo que se balanceaba entre ambos y goteaba negros grumos sobre la roca. Parecían compartir una misma sonrisa amplia y extasiada. Jack tenía demasiadas cosas que contarle a Ralph, y todas a la vez. Pero, en lugar de hacerlo, dio un par de saltos de alegría, hasta acordarse de su dignidad; se paró con una alegre sonrisa. Al fijarse en la sangre que cubría sus manos hizo un gesto de desagrado y buscó algo para limpiarlas. Las frotó en sus pantalones y rió.
—Habéis dejado que se apague el fuego -dijo Ralph.
Jack se quedó cortado, irritado ligeramente por aquella tontería, pero demasiado contento para preocuparse mucho.
—Ya lo encenderemos luego. Oye, Ralph, debías haber venido con nosotros. Pasamos un rato estupendo. Tumbó a los mellizos...
—Le dimos al jabalí...
—...Yo caí encima...
—Yo le corté el cuello -dijo Jack, con orgullo, pero todavía estremeciéndose al decirlo.
—Ralph, ¿me prestas el tuyo para hacer una muesca en el puño?
Los muchachos charlaban y danzaban. Los mellizos seguían sonriendo.
—Había sangre por todas partes -dijo Jack riendo estremecido-. Deberías haberlo visto.
—Iremos de caza todos los días...
Volvió a hablar Ralph, con voz enronquecida. No se había movido.
—Habéis dejado que se apague el fuego.
La insistencia incomodó a Jack. Miró a los mellizos y luego de nuevo a Ralph.
—Les necesitábamos para la caza -dijo-, no hubiéramos sido bastantes para formar el círculo.
Se turbó al reconocer su falta.
—El fuego sólo ha estado apagado una hora o dos. Podemos encenderlo otra vez...
Advirtió la erosionada desnudez de Ralph y el sombrío silencio de los cuatro. Su alegría le hacía sentir un generoso deseo de hacerles compartir lo que había sucedido. Su mente estaba llena de recuerdos: los recuerdos de la revelación al acorralar a aquel jabalí combativo; la revelación de haber vencido a un ser vivo, de haberle impuesto su voluntad, de haberle arrancado la vida, con la satisfacción de quien sacia una larga sed.
Abrió los brazos:
—¡Tenías que haber visto la sangre!
Los cazadores estaban ahora más silenciosos, pero al oír .aquello hubo un nuevo susurro. Ralph se echó el pelo hacia atrás. Señaló el vacío horizonte con un brazo. Habló con voz alta y violenta, y su impacto obligó al silencio.
—Ha pasado un barco.
Jack, enfrentado de repente con tantas terribles implicaciones, trató de esquivarlas. Puso una mano sobre el cerdo y sacó su cuchillo. Ralph bajó el brazo, cerrado el puño, y le tembló la voz:
—Vimos un barco allá afuera. ¡Dijiste que te ocuparías de tener la hoguera encendida y has dejado que se apague!
Dio un paso hacia Jack, que se volvió y se enfrentó con él.
—Podrían habernos visto. Nos podríamos haber ido a casa...
Aquello era demasiado amargo para Piggy, que ante el dolor de lo perdido, olvidó su timidez. Empezó a gritar con voz aguda:
—¡Tú y tu sangre, Jack Merridew! ¡Tú y tu caza! Nos podríamos haber ido a casa...
Ralph apartó a Piggy de un empujón.
—Yo era el jefe, y vosotros ibais a hacer lo que yo dijese. Tú, mucho hablar; pero ni siquiera sois capaces de construir unas cabañas... luego os vais por ahí a cazar y dejáis que se apague el fuego...
Se dio la vuelta, silencioso unos instantes. Después volvió a oírse su voz emocionada:
—Vimos un barco...
Uno de los cazadores más jóvenes comenzó a sollozar. La triste realidad comenzaba a invadirles a todos. Jack se puso rojo mientras hundía en el jabalí el cuchillo.
—Era demasiado trabajo. Necesitábamos a todos. Ralph se adelantó.
—Te podías haber llevado a todos cuando acabásemos los refugios. Pero tú tenías que cazar...
—Necesitábamos carne.
Jack se irguió al decir aquello, con su cuchillo ensangrentado en la mano. Los dos muchachos se miraron cara a cara. Allí estaba el mundo deslumbrante de la caza, la táctica, la destreza y la alegría salvaje; y allí estaba también el mundo de las añoranzas y el sentido común desconcertado. Jack se pasó el cuchillo a la mano izquierda y se manchó de sangre la frente al apartarse el pelo pegajoso.
Piggy empezó de nuevo:
—¿Por qué has dejao que se apague el fuego? Dijiste que te ibas a ocupar del humo...
Esas palabras de Piggy y los sollozos solidarios de algunos de los cazadores arrastraron a Jack a la violencia. Aquella mirada suya que parecía dispararse volvió a sus ojos azules. Dio un paso, y al verse por fin capaz de golpear a alguien, lanzó un puñetazo al estómago de Piggy. Cayó éste sentado, con un quejido. Jack permanecía erguido ante él y, con voz llena de rencor por la humillación, dijo:
—¿Conque sí, eh, gordo?
Ralph dio un paso hacia delante y Jack golpeó a Piggy en la cabeza.
Las gafas de Piggy volaron por el aire y tintinearon en las rocas. Piggy gritó aterrorizado:
—¡Mis gafas!
Buscó a gatas y a tientas por las rocas; Simón, que se había adelantado, las encontró. Las pasiones giraban con espantosas alas en torno a Simón, sobre la cima de la montaña.
—Se ha roto uno de los lados.
Piggy le arrebató las gafas y se las puso. Miró a Jack con aversión.
—No puedo estar sin las gafas estas. Ahora sólo tengo un ojo. Tú vas a ver...
Jack iba a lanzarse contra Piggy, pero éste se escabulló hasta esconderse detrás de una gran roca. Sacó la cabeza por encima y miró enfurecido a Jack a través de su único cristal, centelleante.
—Ahora sólo tengo un ojo. Tú vas a ver... Jack imitó sus quejidos y su huida a gatas.
—¡Tú vas a ver...!, ¡Ahhh...!
Piggy y aquella parodia resultaban tan cómicos que los cazadores se echaron a reír. Jack se sintió alentado. Siguió a gatas hacia él, dando tumbos, y la risa creció hasta convertirse en un vendaval de histeria. Ralph sintió que se le contraían los labios a pesar suyo. Se irritó contra sí mismo por ceder de aquel modo y murmuró:
—Fue una jugada sucia.
Jack abandonó sus escarceos y puesto en pie se enfrentó con Ralph. Sus palabras salieron con un grito:
—¡Bueno, bueno!
Miró a Piggy, a los cazadores, a Ralph.
—Lo siento. Lo de la hoguera, quiero decir. Ya está. Quiero...
Se irguió:
—... Quiero disculparme.
El susurro que salió de las bocas de los cazadores estaba lleno de admiración por aquel noble gesto. Evidentemente, ellos pensaban que Jack había hecho lo que era debido, había logrado enmendar su falta con una disculpa generosa y, a la vez, confusamente, pensaban que había puesto a Ralph ahora en evidencia. Esperaban oír una respuesta noble, tal como correspondía.
Pero los labios de Ralph se negaban a pronunciarla. Le indignaba que Jack añadiese aquel truco verbal a su mal comportamiento. La hoguera estaba apagada; el barco se había ido. ¿Es que no se daban cuenta? Fue cólera y no nobleza lo que salió de su garganta.
—Esa fue una jugada sucia.
Permanecieron todos callados en la cima de la montaña; por los ojos de Jack pasó de nuevo aquella violenta ráfaga.
La palabra final de Ralph fue un murmullo sin elegancia :
—Bueno, encended la hoguera.
Disminuyó la tirantez al hallarse frente a una actividad positiva. Ralph no dijo más; no se movió, observaba la ceniza a sus pies. Jack se mostraba activo y excitado. Daba órdenes, cantaba, silbaba, lanzaba comentarios al silencioso Ralph; comentarios que no requerían contestación alguna y no podían, por tanto, provocar un desaire; pero Ralph seguía en silencio. Nadie, ni siquiera Jack, se atrevió a pedirle que se apartase a un lado y acabaron por hacer la hoguera a dos metros del antiguo emplazamiento, en un lugar menos apropiado. Confirmaba así Ralph su caudillaje, y no podría haber elegido modo más eficaz si se lo hubiese propuesto. Jack se encontraba impotente ante aquel arma tan indefinible, pero tan eficaz, y sin saber por qué se encolerizó. Cuando la pila quedó formada, ambos se hallaban ya separados por una alta barrera.
Preparada la leña surgió una nueva crisis. Jack no tenía con qué encenderla, y entonces, para su sorpresa, Ralph se acercó a Piggy y le quitó las gafas. Ni el mismo Ralph supo cómo se había roto el lazo que le había unido a Jack y cómo había ido a prenderse en otro lugar.
—Ahora te las traigo.
—Voy contigo.
Piggy, aislado en un mar de colores sin sentido, se colocó detrás de Ralph, mientras éste se arrodillaba para enfocar el brillante punto. En cuanto se encendió la hoguera, Piggy alargó sus manos y asió las gafas.
Ante aquellas flores violetas, rojas y amarillas, tan maravillosamente atractivas, se derritió todo resto de aspereza. Se transformaron en un círculo de muchachos alrededor de la fogata en un campamento, y hasta Piggy y Ralph sintieron su atractivo. Pronto salieron algunos muchachos cuesta abajo en busca de más leña, mientras Jack se encargaba de descuartizar el cerdo. Intentaron sostener la res entera sobre el fuego, colgada de una estaca, pero esta ardió antes de que el cerdo se asara. Acabaron por cortar trozos de carne y mantenerlos sobre las llamas atravesados con palos, y aun así los muchachos se asaban casi tanto como la carne.
A Ralph se le hacía la boca agua. Tenía toda la intención de rehusar la carne, pero su pobre régimen de fruta y nueces, con algún que otro cangrejo o pescado, le instaba a no oponer ninguna resistencia.
Aceptó un trozo medio crudo de carne y lo devoró como un lobo.
Piggy, no menos deseoso que Ralph, exclamó:
—¿Es que a mí no me vais a dar?
Jack había pensado dejarle en la duda, como una muestra de su autoridad, pero Piggy, al anunciarle la omisión, hacía necesaria una crueldad mayor.
—Tú no cazaste.
—Ni tampoco Ralph -dijo Piggy quejoso-, ni Simón.
Luego, añadió:
—No hay ni media pizca de carne en un cangrejo.
Ralph se movió disgustado. Simón, sentado entre los mellizos y Piggy, se limpió la boca y deslizó su trozo de carne sobre las rocas, junto a Piggy, que se abalanzó sobre él. Los mellizos se rieron y Simón agachó la cabeza sonrojado.
Jack se puso entonces en pie de un salto, cortó otro gran trozo de carne y lo arrojó a los pies de Simón.
—¡Come! ¡Maldito seas!
Miró furibundo a Simón.
—¡Cógelo!
Giró sobre sus talones; era el centro de un círculo de asombrados muchachos.
—¡He traído carne para todos!
Un sinfín de inexpresables frustraciones se unieron para dar a su furia una fuerza elemental y avasalladora.
—Me pinté la cara..., me acerqué hasta ellos. Ahora coméis... todos... y yo...
Lentamente, el silencio en la montaña se fue haciendo tan profundo que los chasquidos de la leña y el suave chisporroteo de la carne al fuego se oían con claridad. Jack miró en torno suyo en busca de comprensión, pero tan sólo encontró respeto. Ralph, con las manos repletas de carne, permanecía de pie sobre las cenizas de la antigua hoguera, silencioso.
Por fin, Maurice rompió el silencio. Pasó al único tema capaz de reunir de nuevo a la mayoría de los muchachos.
—¿Dónde encontrasteis el jabalí?
Roger señaló hacia el lado hostil.
—Estaban allí..., junto al mar.
Jack, que había recobrado la tranquilidad, no podía soportar que alguien relatase su propia hazaña. Le interrumpió rápido:
—Nos fuimos cada uno por un lado. Yo me acerqué a gatas. Ninguna de las lanzas se le quedaba clavada porque no llevaban puntas. Se escapó con un ruido espantoso ...
—Luego se volvió y se metió en el círculo; estaba sangrando...
Todos hablaban a la vez, con alivio y animación.
—Le acorralamos...
El primer golpe le había paralizado sus cuartos traseros y por eso les resultó fácil a los muchachos cerrar el círculo, acercarse y golpearle una y otra vez...
—Yo le atravesé la garganta...
Los mellizos, que aún compartían su idéntica sonrisa, saltaron y comenzaron a correr en redondo uno tras el otro. Los demás se unieron a ellos, imitando los quejidos del cerdo moribundo y gritando:
—¡Dale uno en el cogote!
—¡Un buen estacazo!
Después Maurice, imitando al cerdo, corrió gruñendo hasta el centro; los cazadores, aún en círculo, fingieron golpearle. Cantaban a la vez que bailaban.
—¡Mata al jabalí! ¡Córtale el cuello! ¡Pártele el cráneo!
Ralph les contemplaba con envidia y resentimiento. No dijo nada hasta que decayó la animación y se apagó el canto.
—Voy a convocar una asamblea.
Uno a uno fueron calmándose todos y se quedaron mirándole.
—Con la caracola. Voy a convocar una reunión, aunque tenga que durar hasta la noche. Abajo, en la plataforma. En cuanto la haga sonar. Ahora mismo.
Dio la vuelta y se alejó montaña abajo.
—GOLDING, William., El Señor de las Moscas, Alianza Editorial, 2003, México., Pp., 71-94