La seguí con las manos extendidas, como un ciego. De pronto tropecé con algo. Era la cama de María. La oí ordenarme que me acostara, luego la vi deshacer el camino (la casita de las Font es Verdaderamente grande) y cerrar sin ruido la puerta que había quedado semiabierta. No la oí regresar. La oscuridad entonces era total, aunque tras unos instantes, yo estaba sentado en el borde de la cama, no acostado como me había ordenado, distinguí el contorno de la ventana a través de las enormes cortinas de lino. Después sentí que alguien se metía en la cama y se estiraba y después, pero no sé cuánto tiempo pasó, sentí que esa persona se levantaba apenas, probablemente reclinada sobre un codo, y me jalaba hacia sí. Por el aliento supe que estaba a pocos milímetros del rostro de María. Sus dedos recorrieron mi cara, desde la barbilla hasta los ojos, cerrándolos, como invitándome a dormir, su mano, una mano huesuda, me bajó la cremallera de los pantalones y buscó mi verga; no sé por qué, tal vez debido a lo nervioso que estaba, afirmé que no tenía sueño. Ya lo sé, dijo María, yo tampoco. Luego todo se convirtió en una sucesión de hechos concretos o de nombres propios o de verbos, o de capítulos de un manual de anatomía deshojado como una flor, interrelacionados caóticamente entre sí. Exploré el cuerpo desnudo de María, el glorioso cuerpo desnudo de María en un silencio contenido, aunque de buena gana hubiera gritado, celebrando cada rincón, cada espacio terso e interminable que encontraba. María, menos recatada que yo, al cabo de poco comenzó a gemir y sus maniobras, inicialmente tímidas o mesuradas, fueron haciéndose más abiertas (no encuentro de momento otra palabra), guiando mi mano hacia los lugares que ésta, por ignorancia o por despreocupación, no llegaba. Así fue como supe, en menos de diez minutos, dónde estaba el clítoris de una mujer y cómo había que masajearlo o mimarlo o presionarlo, siempre, eso sí, dentro de los límites de la dulzura, límites que María, por otra parte, transgredía constantemente, pues mi verga, bien tratada en los primeros envites, pronto comenzó a ser martirizada entre sus manos; manos que en algunos momentos me supieron en la oscuridad y entre el revoltijo de sábanas a garras de halcón o halcona tironeando con tanta fuerza que temí quisiera arrancármela de cuajo y en otros momentos a enanos chinos (¡los dedos eran los pinches chinos!) investigando y midiendo los espacios y los conductos que comunicaban mis testículos con la verga y entre sí. Después (pero antes me había bajado los pantalones hasta las rodillas) me monté encima de ella y se lo metí.
—No te vengas dentro —dijo María.
—Lo intentaré —dije yo.
—¿Cómo que lo intentarás, cabrón? ¡No te vengas dentro!
Miré a ambos lados de la cama mientras las piernas de María se anudaban y desanudaban sobre mi espalda (hubiera querido seguir así hasta morirme). A lo lejos discerní la sombra de la cama de Angélica y la curva de las caderas de Angélica, como una isla contemplada desde otra isla. De improviso sentí que los labios de María succionaban mi tetilla izquierda, casi como si me mordiera el corazón. Di un salto y se lo metí todo de un envión, con ganas de clavarla en la cama (los muelles de ésta comenzaron a crujir espantosamente y me detuve), al tiempo que le besaba el pelo y la frente con la máxima delicadeza y aún me sobraba tiempo para cavilar cómo era posible que Angélica no se despertara con el ruido que estábamos haciendo. Ni noté cuando me vine. Por supuesto, alcancé a sacarla, siempre he tenido buenos reflejos.
—¿No te habrás venido dentro? —dijo María.
Le juré al oído que no. Durante unos segundos estuvimos ocupados respirando. Le pregunté si ella había tenido un orgasmo y su respuesta me dejó perplejo:
—Me he venido dos veces, García Madero, ¿no te has dado cuenta? — preguntó con toda la seriedad del mundo.
Dije sinceramente que no, que no me había dado cuenta de nada.
—Todavía la tienes dura —dijo María.
—Parece que sí —dije yo—. ¿Te la puedo meter otra vez?
—Bueno —dijo ella.
No sé cuánto tiempo pasó. Otra vez me corrí fuera. Esta vez no pude ahogar mis gemidos.
—Ahora mastúrbame —dijo María.
—¿No has tenido ningún orgasmo?
—No, esta vez no he tenido ninguno, pero me lo he pasado bien. —Me cogió la mano, seleccionó el índice y me lo guió alrededor de su clítoris—. Bésame los pezones, también puedes morderlos, pero al principio muy despacio —dijo—. Luego muérdelos un poco más fuerte. Y con la mano cógeme del cuello. Acaricíame la cara. Méteme los dedos en la boca.
—¿No prefieres que te... chupe el clítoris? —dije en un intento vano de encontrar las palabras más elegantes.
—No, por ahora no, con el dedo basta. Pero bésame las tetas.
—Tienes unos senos riquísimos. —Fui incapaz de repetir la palabra tetas.
Me desnudé sin salir de debajo de las sábanas (de improviso me había puesto a sudar) y acto seguido procedí a ejecutar las instrucciones de María. Sus suspiros primero y sus gemidos después me la volvieron a empalmar. Ella se dio cuenta y con una mano me acarició la verga hasta que ya no pudo más.
—¿Qué te pasa, María? —le susurré al oído temeroso de haberle hecho daño en la garganta (aprieta, susurraba ella, aprieta) o de haberle mordido demasiado fuerte un pezón.
—Sigue, García Madero —sonrió María en la oscuridad y me besó.
Cuando terminamos me dijo que se había venido más de cinco veces. A mí, la verdad, me costaba hacerme a la idea, que estimaba fantástica, pero cuando me dio su palabra no tuve más remedio que creerla.
— Roberto Bolaño, Los detectives salvajes. Barcelona: Anagrama, 2008. pp. 63-65
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