Siempre que intento explicarme a mí mismo la pauta peculiar que mi vida ha adoptado, cuando me remonto hasta la causa primera, por decirlo así, pienso inevitablemente en la primera muchacha a la que amé. Me parece que todo data de aquel amor abortado. Fue un amor extraño y masoquista, ridículo y trágico al mismo tiempo. Quizá conociera el placer de besarla dos o tres veces, el tipo de beso que reserva uno para una diosa. Tal vez la viese sólo varias veces. Desde luego, nunca habría podido imaginarse que durante un año pasé por delante de su casa todas las noches con la esperanza de vislumbrarla en la ventana. Todas las noches después de cenar me levantaba de la mesa y recorría el largo camino que conducía a su casa.
Nunca estaba en la ventana, cuando yo pasaba, y nunca tuve el valor de quedarme parado delante de la casa y esperar. Iba y venía, para arriba y para abajo, pero nunca le vi ni un cabello. ¿Por qué no le escribí? ¿Por qué no le telefoneé? Recuerdo que en cierta ocasión hice acopio del suficiente valor para invitarla al teatro. Llegué a su casa con un ramo de violetas, la primera y única vez que he llevado flores a una mujer.
Cuando salíamos del teatro, las violetas se le cayeron de la blusa, y en mi confusión las pisé. Le pedí que las dejara allí, pero insistió en recogerlas. Estaba pensando en lo torpe que yo era: hasta mucho después no recordé la sonrisa que me dirigió, cuando se agachó a recoger las violetas.
Fue un completo fracaso. Al final, escapé. En realidad, huía de otra mujer, pero el día antes de abandonar la ciudad decidí ir a verla una vez más. Era por la tarde y salió a hablar conmigo en la calle, en el pequeño patio de entrada rodeado por una cerca. Ya estaba prometida a otro hombre; fingió que se sentía feliz por eso, pero, aun ciego y todo como estaba, pude ver que no estaba tan feliz como aparentaba. Con sólo que yo hubiera dicho la palabra, estoy seguro de que habría dejado al otro; hasta puede que se hubiera venido conmigo. Preferí castigarme. Dije adiós como si tal cosa y me fui calle abajo como un muerto. A la mañana siguiente salía con destino al oeste, decidido a emprender una nueva vida.
También la nueva vida fue un fracaso. Acabé en un rancho de Chula Vista, el hombre más desdichado que haya pisado la tierra. Por un lado, la muchacha a la que amaba y, por otro, la otra mujer, por la que sentía profunda compasión. Había estado viviendo dos años con ella, con aquella otra mujer, pero parecía toda una vida. Yo tenía veintiún años y ella reconocía tener treinta y seis. Siempre que la miraba, me decía: cuando yo tenga cuarenta años, ella tendrá cincuenta y cinco; cuando yo tenga cincuenta años, ella tendrá sesenta y cinco. Tenía finas arrugas bajo los ojos, arrugas sonrientes, pero arrugas de todos modos. Cuando la besaba, aumentaban doce veces. Reía con facilidad, pero tenía ojos tristes, terriblemente tristes. Eran ojos armenios. Su cabello, que en tiempos había sido rojo, era ahora de un rubio oxigenado. Por lo demás, era adorable: un cuerpo de venus, un alma de venus, leal, encantadora, agradecida, todo lo que debe ser una mujer, sólo que tenía quince años más que yo. Los quince años de diferencia me volvían loco. Cuando salía con ella, sólo pensaba: ¿cómo será dentro de diez años? O bien, ¿qué edad aparenta ahora? ¿Parezco suficientemente mayor para ella? Una vez que llegábamos a la casa, no había problema. Al subir las escaleras, le metía los dedos por la entrepierna, lo que le hacía relinchar como un caballo. Si su hijo, que era casi de mi edad, estaba acostado, cerrábamos las puertas y nos encerrábamos en la cocina. Ella se tumbaba en la estrecha mesa de cocina y yo se la clavaba. Era maravilloso. Y lo que lo volvía más maravilloso todavía era que a cada sesión me decía para mis adentros: Esta es la última vez... ¡mañana me largo! Y después, como ella era la portera, bajaba al sótano y sacaba por ella los cubos de la basura. Por la mañana, cuando el hijo se había ido al trabajo, yo subía a la azotea y oreaba la ropa de cama. Tanto ella como el hijo tenían tuberculosis... A veces no había sesión en la mesa. A veces el carácter irremediable de todo aquello se me subía a la garganta y me vestía y me iba a dar una vuelta. Una vez que otra me olvidaba de volver. Y cuando lo hacía, me sentía más desdichado que nunca, porque sabía que me estaría esperando con aquellos grandes ojos desconsolados.
Volvía con ella como un hombre que tuviera que cumplir una misión sagrada. Me tumbaba en la cama y le dejaba acariciarme; le estudiaba las arrugas bajo los ojos y las raíces del pelo que se estaban volviendo rojas. Estando así tumbado, muchas veces pensaba en la otra, aquella a la que amaba, me preguntaba si estaría también tumbada para el asunto o... ¡Daba aquellos largos paseos trescientos sesenta y cinco días al año! Los repasaba en la mente acostado junto a la otra mujer. ¡Cuántas veces he revivido aquellos paseos desde entonces! Las calles más deprimentes, más desoladas, más feas que el hombre haya creado. Revivo con angustia aquellos paseos, aquellas casas, aquellas primeras esperanzas destruidas. La ventana está ahí, pero Melisenda no; también está ahí el jardín, pero no hay resplandor de oro.
Paso y vuelvo a pasar, la ventana siempre está vacía. El lucero de la tarde cuelga a poca altura; aparece Tristán, después Fidelio, y después Oberón. El perro de cabeza de hidra ladra con todas sus bocas y, aunque no hay ciénagas, oigo croar a las ranas por todos lados. Las mismas casas, los mismos tranvías, todo lo mismo. Está escondida tras la cortina, está esperando a que yo pase, está haciendo esto o lo otro... pero no está ahí, nunca, nunca, nunca. ¿Es una ópera grandiosa o es un organillo lo que suena? Es Ameto rompiéndose el pulmón de oro; es el Rubaiyat, es el Monte Everest, es una noche sin luna, es un sollozo al amanecer, es un muchacho que aparenta, es el Gato con Botas, es Mauna Loa, es zorro o astracán, es insustancial e intemporal, es inacabable y empieza una y mil veces, bajo el corazón, en el fondo de la garganta, en las plantas de los pies, y por qué no una vez, una sola vez, por el amor de Dios, una simple sombra o un crujido de la cortina, o el aliento en el cristal de la ventana, algo por una vez, aunque sólo sea una mentira, algo que acabe con el dolor, que detenga este ir y venir... De regreso. Las mismas casas, los mismos faroles, todo lo mismo. Paso de largo por delante de mi casa, del cementerio, paso por delante de los depósitos de gas, de las cocheras, del embalse, hasta llegar al campo abierto. Me siento junto a la carretera con la cabeza en las manos y sollozo. Pobre tío que soy, no puedo contraer bastante el corazón para reventar las venas. Me gustaría ahogarme de dolor pero, en lugar de eso, doy a luz a una roca.
Mientras tanto, la otra está esperando. Vuelvo a verla sentada en el porche bajo esperándome, con sus grandes y dolorosos ojos, su pálido rostro y temblando de anhelo. Siempre pensé que era compasión lo que me hacía volver, pero ahora, al caminar hacia ella y verle la mirada en los ojos, ya no sé lo que es, sólo que iremos dentro y nos tumbaremos juntos y ella se levantará medio llorando, medio riendo, y se quedará muy callada y me mirará, estudiándome mientras me muevo de un lado para otro, y sin preguntarme qué es lo que me tortura, nunca, nunca, porque ésa es la única cosa que teme, la única cosa que tiene miedo a conocer. ¡No te amo! ¿Es que no me oye gritarlo? ¡No te amo! Una y mil veces lo grito, con los labios cerrados, con odio en el corazón, con desesperación, con rabia impotente. Pero las palabras nunca salen de mis labios. La miro y me quedo mudo. No puedo hacerlo... Tiempo, tiempo, tiempo inacabable en nuestras manos y nada con que llenarlo salvo mentiras.
En fin, no quiero relatar toda mi vida hasta aquel momento fatal: es demasiado largo y doloroso. Además, ¿condujo realmente mi vida hasta aquel momento culminante? Lo dudo. Creo que hubo innumerables momentos en que tuve la oportunidad de empezar de nuevo, pero carecí de fuerza y de fe. La noche a que me refiero me abandoné a mí mismo: salí derecho de la antigua vida y entré en la nueva. No necesité hacer el menor esfuerzo. Tenía treinta años entonces. Tenía una esposa y una hija y lo que se llama una posición «responsable». Esos son los hechos y los hechos no significan nada. La verdad es que mi deseo era tan grande, que se convirtió en realidad. En un momento así lo que hace un hombre no tiene demasiada importancia, lo que cuenta es lo que es. Esto es precisamente lo que me ocurrió: me convertí en un ángel. No es la pureza de un ángel lo que es tan valioso, es el hecho de que pueda volar. Un ángel puede romper la pauta en cualquier punto y en cualquier momento y encontrar su cielo; tiene poder para descender hasta la materia más baja y para salir de ella cuando quiera. La noche a que me refiero lo entendí perfectamente. Era puro e inhumano, era independiente, tenía alas. Estaba desposeído del pasado y no me preocupaba el futuro. Estaba más allá del éxtasis. Cuando abandoné la oficina, plegué mis alas y las escondí bajo la chaqueta.
— Henry Miller, Trópico de Capricornio. Trad. Carlos Manzano. Gandhi: México, 2011., p. 422-427
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