De repente, la siento llegar. Vuelvo la cabeza. Sí, ahí viene de frente, con las alas desplegadas y los ojos brillantes. Ahora veo por primera vez qué tipo tiene. Avanza como un ave, un ave humana envuelta en una gran piel suave. El motor va a todo vapor: siento ganas de gritar, de dar un bocinazo que haga aguzar el oído al mundo entero. ¡Qué manera de andar! No es una manera de andar, sino de deslizarse. Alta, majestuosa, llenita, dueña de sí misma, corta el humo y el jazz y el resplandor de la luz roja como la reina madre de todas las lúbricas putas de Babilonia. En la esquina de Broadway, justo enfrente del urinario, está sucediendo esto. Broadway: es su reino. Esto es Broadway, esto es Nueva York, esto es América. Ella es América a pie, alada y sexuada. Es el lubet, la abominación y la sublimación... con una pizca de ácido clorhídrico, nitroglicerina, láudano y ónice en polvo. Opulencia tiene, y magnificencia: es América, buena o mala, y el océano a cada lado. Por primera vez en mi vida el continente entero me acierta de lleno, me acierta entre los ojos. Esto es América, con búfalos o sin ellos. América la rueda de esmeril de la esperanza y la desilusión. Lo que quiera que hiciese a América la hizo a ella, hueso, sangre, músculo, globo del ojo, andares, ritmo, aplomo, confianza, descaro y tripas vacías. Está casi encima de mí, con la cara llena brillando como el calcio. La gran piel suave se le desliza del hombro. No lo nota. No parece importarle que se le caiga la ropa. Le importa tres cojones todo. Es América avanzando como la raya de un rayo hacia el almacén de cristal de la histeria de sangre roja, América, con piel o sin ella, con zapatos o sin ellos. América a cobro revertido. ¡Y largaos, cabrones, antes de que os peguemos un tiro! Lo siento en las entrañas, estoy temblando. Algo viene hacia mí y no hay modo de esquivarlo. Viene ella de cabeza, por la ventana de cristal. Si por lo menos se detuviera por un segundo, si al menos me dejase ser un momento. Pero no, ni un momento me concede. Veloz, despiadada, arrogante, como el Destino mismo está sobre mí, una espada que me traspasa de parte a parte...
Me lleva de la mano, la aprieta. Camino a su lado sin miedo. Dentro de mí centellean las estrellas; dentro de mí, una gran bóveda azul donde hace un momento batían los motores furiosamente.
Se puede esperar toda una vida por un momento así. La mujer que esperabas conocer está ahora sentada enfrente de ti, y habla y tiene el mismo aspecto exactamente que la persona con quien soñabas. Pero lo más extraño de todo es que nunca antes te habías dado cuenta de que habías soñado con ella. Todo tu pasado es como haber estado durmiendo durante mucho tiempo y no lo habrías recordado, si no hubieras soñado. Y también el sueño podría haber quedado olvidado, si no hubiese habido memoria, pero el recuerdo está ahí, en la sangre, y la sangre es como un océano en que todo se ve arrastrado, salvo lo que es nuevo y más sustancial incluso que la vida: LA REALIDAD.
Estamos sentados en un pequeño compartimento del restaurante chino de la acera de enfrente. Por el rabillo del ojo capto el parpadeo de las letras iluminadas que suben y bajan en el cielo. Sigue hablando de Henriette, o quizá sea de sí misma de quien habla. Su gorrito negro, su bolso y la piel están junto a ella sobre una silla. Cada pocos minutos enciende un nuevo cigarrillo que arde mientras habla. No hay principio ni fin; sale a chorros de ella como una llama y consume todo lo que esté al alcance. No hay modo de saber cómo o dónde empezó. De repente, se encuentra en medio de un largo relato, uno nuevo, pero siempre es el mismo. Su charla es tan informe como un sueño: no hay surcos, ni paredes, ni salidas, ni paradas. Tengo la sensación de sumergirme en una profunda red de palabras, de gatear penosamente para volver a la boca de la red, de mirarle a los ojos e intentar encontrar en ellos algún reflejo del significado de sus palabras... pero no logro encontrar nada, nada excepto mi imagen tambaleándose en un pozo sin fondo. Aunque no habla de otra cosa que de sí misma, no consigo formarme la menor imagen de su ser. Se inclina hacia adelante, con los codos en la mesa, y sus palabras me inundan; ola tras ola rodando sobre mí y, sin embargo, nada se forma en mi interior, nada que pueda captar con la mente. Me está hablando de su padre, de la extraña vida que llevaron en el borde del Sharwood Forest, donde nació, o por lo menos estaba hablándome de eso, pero ahora es de Henriette otra vez de quien habla, ¿o es de Dostoyevski? no estoy seguro—, pero el caso es que de repente comprendo que ya no está hablando de ninguna de esas cosas, sino de un hombre que la llevó a su casa una noche y, cuando estaban en el porche dándose las buenas noches, de pronto él se agachó y le levantó la falda. Se detiene un momento como para asegurarme que de eso es de lo que se propone hablar. La miro perplejo. No puedo imaginar por qué ruta hemos llegado a este punto. ¿Qué hombre? ¿Qué le había estado diciendo él? Le dejo proseguir, pensando que volverá a referirse a eso, pero no, ha vuelto a dejarme atrás y ahora parece ser que el hombre, ese hombre, ya está muerto; un suicidio, y ella está intentando hacerme entender que fue un golpe terrible para ella, pero lo que en realidad parece dar a entender es que está orgullosa de haber conducido a un hombre hasta el suicidio. No puedo imaginar al hombre muerto; sólo puedo imaginarlo en el porche levantándole la falda, un hombre sin nombre, pero vivo y perpetuamente inmóvil en el acto de agacharse para alzarle la falda. Hay otro hombre, que era su padre, y lo veo con una fila de caballos de carreras, o a veces en una pequeña posada en las afueras de Viena; más que nada, lo veo en el techo de la posada haciendo volar cometas para pasar el tiempo. Y entre ese hombre que era su padre y el hombre del que estaba locamente enamorada no puedo hacer distinción. Es alguien en su vida de quien prefiero no hablar, pero aun así vuelve a referirse a él todo el tiempo, y, aunque no estoy seguro de que no fuera el hombre que le levantó la falda, tampoco estoy seguro de que no fuese el hombre que se suicidó. Quizá fuera el hombre del que empezó a hablar cuando nos sentamos a comer. Recuerdo ahora que, cuando nos sentamos, empezó a hablar bastante febrilmente de un hombre al que acababa de ver entrar en la cafetería. Incluso mencionó su nombre, pero lo olvidé al instante. Pero recuerdo que dijo haber vivido con él y que él había hecho algo que no le había gustado —no dijo qué—, así que lo había abandonado, lo había dejado sin más ni más, sin una palabra de explicación. Y entonces, justo cuando estábamos entrando en el restaurante chino, se habían encontrado cara a cara y ella estaba todavía temblando a consecuencia de ello, cuando nos sentamos en el pequeño compartimento... Por un largo momento siento el mayor desasosiego. ¡Quizá fueran mentiras todas las palabras que pronunciaba! No mentiras corrientes, no, algo peor, algo indescriptible. Sólo en ocasiones sale también la verdad así, sobre todo si piensas que no vas a volver a ver nunca a la persona con la que estás hablando. A veces puedes decir a un perfecto extraño lo que nunca te atreves a revelar a tu amigo más íntimo. Es como quedarse dormido en medio de una fiesta; te llegas a interesar tanto por ti mismo, que te quedas dormido. Cuando estás profundamente dormido, empiezas a hablar con alguien, alguien que ha estado contigo en la misma habitación todo el tiempo y, por tanto, entiende todo, aunque empieces en el medio de una frase. Y quizás esa otra persona se quede dormida también, o haya estado dormida siempre, y por eso es por lo que ha sido tan fácil encontrarla, y, si no dice nada que te perturbe, entonces sabes que lo que estás diciendo es real y cierto y que estás completamente despierto y no hay otra realidad que el hecho de estar durmiendo estando completamente despierto. Nunca en mi vida he estado tan completamente despierto y tan profundamente dormido al mismo tiempo. Si el ogro de mis sueños hubiera roto realmente los barrotes y me hubiese cogido de la mano, me habría muerto de miedo y, por consiguiente, ahora estaría muerto, es decir, dormido para siempre y, por tanto, siempre en libertad, y nada sería ya extraño ni incierto, aun cuando lo que ocurrió no hubiera sucedido. Lo que ocurrió debió de suceder hace mucho tiempo, por la noche indudablemente. Y lo que ahora está ocurriendo está sucediendo también hace tiempo, y no es más cierto que el sueño del ogro y los barrotes que no cedían, excepto que ahora los barrotes están rotos y aquella a la que temía me tiene cogido de la mano y no hay diferencia entre lo que temía y lo que es, porque estaba dormido y ahora estoy durmiendo completamente despierto y ya no hay nada que temer, ni que esperar, sino sólo esto que es y que no tiene fin.
Quiere irse. Irse... Otra vez su cadera, ese deslizarse escurridizo como cuando bajó del baile y se acercó a mí. Otra vez sus palabras: «De repente, sin razón alguna, se agachó y me levantó la falda.» Se está echando la piel en torno al cuello; el gorrito negro hace resaltar su cara como un camafeo. La cara redonda, llena, con mejillas eslavas. ¿Cómo pude soñar esto, sin haberlo visto nunca? ¿Cómo pude saber que se alzaría así, cerca y plena, con la cara blanca, llena y lozana como una magnolia? Tiemblo cuando la plenitud de su muslo me roza. Parece incluso un poco más alta que yo, aunque no lo es. Es por la forma como alza la barbilla. No nota por dónde camina. Camina sobre las cosas, sin mirar, con los ojos completamente abiertos y mirando al vacío. Sin pasado, sin futuro. Hasta el presente parece dudoso. El yo parece haberla abandonado, y el cuerpo se alza hacia adelante, con el cuello lleno y alto, blanco como la cera, lleno como la cara. Sigue hablando en esa voz baja y ronca. Sin principio, sin fin. No soy consciente ni del tiempo ni del paso del tiempo, sino sólo de la intemporalidad. Tiene la pequeña matriz de la garganta conectada con la gran matriz de la pelvis. El taxi está junto a la acera y todavía está mascando la paja cosmológica del yo exterior. Tomo el tubo acústico y conecto con el doble útero. ¡Hola, hola! ¿Estás ahí? ¡Vamos! Sigamos: taxis, barcos, trenes, lanchas con motor; playas, chinches, carreteras, desvíos, ruinas, reliquias; viejo mundo, nuevo mundo, muelle, espigón; el alto fórceps; el trapecio oscilante, la zanja, el delta, los caimanes, los cocodrilos, charla, charla; y más charla, después calles otra vez y más polvo en los ojos, más arcoiris, más aguaceros, más desayunos, más cremas, más lociones. Y cuando hayamos atravesado todas las calles y sólo quede el polvo de nuestros pies frenéticos, todavía quedará el recuerdo de tu ancha cara llena, tan blanca, y la gruesa boca con frescos labios entreabiertos, los dientes blancos como la tiza y todos ellos perfectos, y en ese recuerdo nada puede cambiar en modo alguno, porque esto, como tus dientes, es perfecto...
— Henry Miller, Trópico de Capricornio. Trad. Carlos Manzano. Gandhi: México, 2011., p. 430-436
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