¡Ah, si sólo hubiese sido un perezoso! ¡Cómo me habría respetado a mí mismo! Me habría respetado porque me habría visto capaz, por lo menos, de tener pereza, porque habría poseído una cualidad definida y la seguridad de poseerla. Pregunta: ¿quién eres? Respuesta: ¡un perezoso! Habría sido verdaderamente agradable oírse llamar así. Quedas definido claramente: hay, pues, algo que decir de tu persona... «¡Oh perezoso!» ¡Es un título, una función, una carrera, señores! No se rían; es así. Entonces yo habría sido por derecho propio miembro del primer club del universo y habría pasado la vida respetándome. Conocí a un señor que se sentía orgulloso de llamarse Laffitte.
Consideraba esta particularidad como una gran virtud, y no dudó nunca de sí mismo. Murió con la conciencia no sólo tranquila, sino triunfante, y tenía motivos para ello. Si yo hubiese sido un perezoso, me habría elegido una carrera: habría sido perezoso y gastrónomo; no un glotón vulgar, sino un regalón que se interesaría por «todo lo bello y sublime». ¿Qué les parece a ustedes? Hace ya mucho tiempo que pienso en esto. «Lo bello y lo sublime» gravitan pesadamente sobre mi nuca desde que tengo cuarenta años! Pero ¿qué habría ocurrido antes? ¡Antes habría sido todo distinto! Habría encontrado en seguida una actividad adaptada a mi carácter; por ejemplo, beber a la salud de todas las cosas «bellas y sublimes». Habría aprovechado todas las ocasiones de bebe por «lo bello y lo sublime» después de haber dejado caer alguna lágrima en mi copa. Habría convertido todas las cosas en «bellas y sublimes »; habría descubierto «lo bello y lo sublime» incluso en las basuras más evidentes; habría vertido lágrimas a raudales como el líquido que sale de una esponja. Un pintor, por ejemplo, pinta un cuadro digno de Ghé, e inmediatamente bebo a la salud del artista, porque adoro todo lo que es «bello y sublime». Un poeta escribe ¡Cómo gusta a todos!, y bebo al punto a la salud de todos, porque adoro «lo bello y lo sublime». Esto me procurará el respeto general. Exigiré ese respeto; perseguiré con mi cólera al que me lo niegue. Así, habría vivido apaciblemente y muerto solemnemente. ¿No es admirable? ¿No es exquisito? y habría dejado que se me desarrollara un vientre tan opulento, una nariz tan grasienta y un mentón tan redondeado, que el mundo habría exclamado al verme: «¡He ahí un hombre verdadero, un ser positivo!». Digan ustedes lo que digan, es muy agradable oírse llamar cosas semejantes en nuestro siglo tan esencialmente negativo.
Fiódor M. Dostoievski, Cap. VI, en Memorias del subsuelo. 2ª ed. Trad. Bela Martinova. Cátedra: Madrid, 2005., pp. 83-84
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