El arte fue el puerto definitivo donde colmé mi ansia de nave sedienta y a la deriva. Lo hizo cuando la tristeza y el pesimismo habían ya roído de tal modo mi espíritu que, como un estigma, quedaron para siempre enhebrados a la trama de mi existencia. Pero debo reconocer que fue precisamente el desencuentro, la ambigüedad, esta melancolía frente a lo efímero y precario, el origen de la literatura en mi vida.
En los tratados, el escritor debe ser coherente y unívoco y por eso el ser humano se le escapa de las manos. En la novela, el personaje es ambiguo como en la vida real, y la realidad que aparece en una gran obra de ficción es realmente representativa. ¿Cuál es la Rusia verdadera? ¿La del piadoso, sufriente y comprensivo Aliosha Karamazov? ¿O la del canalla de Svidrigailov? Ni la una ni la otra. O, mejor dicho, la una y la otra. El novelista es todos y cada uno de sus personajes, con el total de las contradicciones que esa multitud presenta. Es a la vez, o en diferentes momentos de su existencia, piadoso y despiadado, generoso y mezquino, austero y libidinoso. Y cuanto más complejo es un individuo, más contradictorio es. Lo mismo ocurre con los pueblos.
No es una casualidad que el desarrollo de la novela coincida con el desarrollo de los tiempos modernos. ¿Dónde se iban a refugiar las Furias? Cuando una cultura las reprime, explotan y su daño es mucho mayor. Se habla mucho del Hombre Nuevo, con mayúsculas. Pero no vamos a crear a ese hombre si no lo reintegramos. Está desintegrado por esta civilización racionalista y mecánica de plásticos y computadoras. En las grandes culturas, como en las obras de arte, las fuerzas oscuras son atendidas, por más que nos avergüencen o nos den asco.
“Persona” quiere decir máscara, y cada uno de nosotros tiene muchas. ¿Hay realmente una verdadera que pueda expresar la compleja, ambigua y contradictoria condición humana?
Me acuerdo de algo que había dicho Bruno: siempre es terrible ver a un hombre que se cree absoluta y seguramente solo, pues hay en él algo trágico, quizá hasta de sagrado, y a la vez de horrendo y vergonzoso. Siempre, decía Bruno, llevamos una máscara, que nunca es la misma sino que cambia para cada uno de los lugares que tenemos asignados en la vida: la del profesor, la del amante, la del intelectual, la del héroe, la del hermano cariñoso. Pero ¿qué máscara nos ponemos o qué máscara nos queda cuando estamos en soledad, cuando creemos que nadie, nadie, nos observa, nos controla, nos escucha, nos exige, nos suplica, nos intima, nos ataca? Acaso el carácter sagrado de ese instante se deba a que el hombre está entonces frente a la Divinidad, o por lo menos ante su propia e implacable conciencia.
— Ernesto Sabato, La resistencia. 1ª ed. Seix Barral: México, 2002., p. 85-88
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