Dos niños rondaban ante el escaparate de Casinelli, un niño de aproximadamente seis años y una niña de siete, ambos bien vestidos. Hablaban de Dios y de los pecados. Yo permanecí detrás de ellos. La niña, quizá católica, sostenía que sólo el mentir a Dios constituía el verdadero pecado. El niño, quizá protestante, preguntó con testarudez infantil qué era entonces el mentir o el robar a los hombres. «También grandes pecados -dijo la niña-, pero no los más grandes, sólo los pecados contra Dios son los más grandes, para los pecados contra los hombres tenemos la confesión. Cuando me confieso, viene enseguida el ángel y se sitúa detrás de mí, cuando cometo un pecado es el diablo el que se sitúa a mis espaldas, aunque no se le puede ver». Cansada de tanta seriedad, giró sobre sus talones para divertirse y dijo: «Ves, no hay nadie a mis espaldas.» El niño giró del mismo modo y me miró: «Ves -dijo sin considerar que pudiera oírle o sin ni siquiera pensar en ello-, a mis espaldas está el diablo.» «Yo también le veo -dijo la niña-, pero no me refiero a ése.»
(En: Fragmentos póstumos)
— Franz Kafka, Aforismos, visiones y sueños. 2ª ed. Trad. y pról. José Rafael Hernández Arias. Valdemar: Madrid, 1999., p. 160-161
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