Acompáñese con vino.

Acompáñese con vino.
by Jonathan Wolstenholme

lunes, 30 de junio de 2014

PERE ORDÓÑEZ EN LA FERIA DEL LIBRO. Roberto Bolaño.



Pere Ordóñez, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. Antaño los escritores de España (y de Hispanoamérica) entraban en el ruedo público para transgredirlo, para reformarlo, para quemarlo, para revolucionarlo. Los escritores de España (y de Hispanoamérica) procedían generalmente de familias acomodadas, familias asentadas o de una cierta posición, y al tomar ellos la pluma se volvían o se revolvían contra esa posición: escribir era renunciar, era renegar, a veces era suicidarse. Era ir contra la familia. Hoy los escritores de España (y de Hispanoamérica) proceden en número cada vez más alarmante de familias de clase baja, del proletariado y del lumpenproletariado, y su ejercicio más usual de la escritura es una forma de escalar posiciones en la pirámide social, una forma de asentarse cuidándose mucho de no transgredir nada. No digo que no sean cultos. Son tan cultos como los de antes. O casi. No digo que no sean trabajadores. ¡Son mucho más trabajadores que los de antes! Pero son, también, mucho más vulgares. Y se comportan como empresarios o como gángsters. Y no reniegan de nada o sólo reniegan de lo que se puede renegar y se cuidan mucho de no crearse enemigos o de escoger a éstos entre los más inermes. No se suicidan por una idea sino por locura y rabia. Las puertas, implacablemente, se les abren de par en par. Y así la literatura va como va. Todo lo que empieza como comedia acaba indefectiblemente como comedia. 

— Roberto Bolaño, Los detectives salvajes. Barcelona: Anagrama, 2008. pp. 485

viernes, 27 de junio de 2014

EL SUEÑO DE JOSEF K. Franz Kafka


Josef K soñó:
Era un día hermoso y K quería salir a pasear. Pero apenas había dado dos pasos, cuando ya se encontraba en el cementerio. Allí había dos caminos muy artificiales, que se entrecruzaban de forma poco práctica, pero él se deslizó por ellos como por un torrente, con una actitud imperturbable y oscilante. Desde la lejanía percibió un túmulo reciente ante el que quería detenerse. Este túmulo ejercía sobre él una atracción poderosa y no creía ir lo suficientemente rápido. Algunas veces apenas veía el túmulo, pues quedaba oculto por banderas que se entrelazaban con fuerza. No se veía a sus portadores, pero era como si allí reinase un gran júbilo.
      Mientras dirigía su vista hacia la lejanía, descubrió repentinamente el túmulo a su costado, en el camino, ya casi a su espalda. Saltó rápidamente al césped. Como el terreno bajo su pie de apoyo al saltar era deslizante, se desequilibró y cayó precisamente ante el túmulo y de rodillas. Detrás de la tumba había dos hombres que sostenían una lápida en el aire. Apenas apareció K, arrojaron la lápida al suelo y él quedó como si lo hubieran emparedado. Un tercer hombre, al que K reconoció de inmediato como un artista, salió enseguida de un matorral. Vestía sólo unos pantalones y una camisa mal abotonada. En la cabeza llevaba un gorro de terciopelo y sostenía en la mano un lápiz común con el que, al acercarse, trazó figuras en el aire.
      Se colocó con el lápiz arriba, sobre la lápida. Como ésta era muy alta no tuvo que agacharse del todo, aunque sí inclinarse, pues el túmulo, que no quería pisar, le separaba de la lápida. Permanecía, por consiguiente, sobre las puntas de los pies y se apoyaba con la mano izquierda en la superficie de la losa. Gracias a una hábil maniobra logró trazar letras doradas con el lápiz común. Escribió: «Aquí descansa...» Cada letra apareció clara y bella, perfecta y con oro puro. Cuando terminó de escribir las dos palabras, se volvió y miró a K, que esperaba ansioso la continuación de la escritura y apenas se preocupaba del hombre, ya que sólo mantenía fija su mirada en la lápida. El hombre, en efecto, se aprestó a seguir escribiendo, pero no podía, había algún impedimento. Bajó el lápiz y se volvió de nuevo hacia K que, ahora, se fijó en el pintor y advirtió que éste se encontraba en un estado de gran confusión, aunque no podía decir la causa.    Toda su animación previa había desaparecido. También K quedó por ello confuso. Intercambiaron miradas suplicantes. Había un malentendido que ninguno podía aclarar. Comenzó a sonar de modo inoportuno la pequeña campana de la capilla perteneciente a la tumba, pero el artista hizo un ademán con la mano alzada y la campana se detuvo. Pasado un rato comenzó a sonar de nuevo, esta vez en un tono muy bajo y deteniéndose al instante sin ningún requerimiento. Era como si quisiera probar su sonido. K estaba desconsolado por la situación del artista, comenzó a llorar y sollozó largo tiempo cubriéndose el rostro con las manos. El artista esperó hasta que K se hubo tranquilizado y entonces decidió, ya que no encontraba otra salida, seguir escribiendo. La primera línea que trazó fue para K una salvación, aunque el artista la llevó a cabo con una gran resistencia. La escritura ya no era tan bella, sobre todo parecía faltar oro. La línea surgía pálida e insegura, la letra quedaba demasiado grande. Era una «J», estaba casi terminada, cuando el artista pisoteó furioso la tumba, de tal modo que la tierra invadió el aire. K le comprendió al fin. Para pedir perdón ya no había tiempo. Escarbó en la tierra, que apenas oponía resistencia, con los dedos. Todo parecía preparado. Sólo había una ligera capa para guardar las apariencias. Una vez retirada, apareció un gran agujero con paredes escarpadas en el que K se hundió, puesto de espaldas por una suave corriente. Mientras él, con la cabeza todavía recta sobre la nuca, ya era recibido por la impenetrable profundidad, su nombre era inscrito con poderosos ornamentos en la piedra.
     Fascinado por esta visión, despertó.
(El sueño) 

— Franz Kafka, Aforismos, visiones y sueños. 2ª ed. Trad. y pról. José Rafael Hernández Arias. Valdemar: Madrid, 1999., p. 172-174

lunes, 23 de junio de 2014

HACIA LA DESNUDEZ. E. M. Cioran



I

El ser que se orienta hacia la desnudez rechaza las apariencias que le recuerdan este mundo, del que se pretende desterrado. Ante lo que existe o parece existir, no siente más que exasperación. Cuanto más se aleje de las apariencias, menos necesitará los signos que las realzan o los simulacros que las denuncian, dado lo nefastos que son unos y otros para la búsqueda de lo fundamental, de lo que huye de nosotros, de ese fondo último que exige, para ser aprehendido, la ruina de toda imagen, incluso espiritual.

II

     Privilegio maldito del hombre exterior, la imagen, por pura que sea, conserva una fracción de materialidad, un algo de rugosidad, y, dado que nos remite necesariamente al mundo, posee por ello un elemento de incertidumbre y de confusión. Sólo mediante una victoria sobre la imagen podremos encaminarnos hacia el ser desnudo, hacia esa seguridad sin amarras que llamamos liberación. Liberarse, en realidad, equivale a desembarazarse de la imagen, a despojarse de todos los símbolos de este mundo.

III

       Únicamente se libera uno de la imagen si a la vez se libera de la palabra. Todo vocablo equivale a un estigma, es un atentado contra la pureza. «Ninguna palabra puede esperar otra cosa que su propia derrota», proclama Gregorio Palamas en su Defensa de los santos hesicastas. A ese fondo que se halla más allá de las apariencias sólo se llega mediante el silencio, ese silencio del que Serafin de Sarov decía que hace a los seres humanos semejantes a ángeles.
        Hecho notable: no existe silencio frívolo, silencio superficial. Todo silencio es esencial. Cuando se le saborea, se experimenta automáticamente una especie de supremacía, una extraña soberanía. Es posible que lo que llamamos interioridad no sea más que una espera muda. De la misma manera, no existe «vida verdadera» o simplemente vida espiritual que no implique la muerte de la imagen y de la palabra, la destrucción, en lo más íntimo del ser, de este mundo y de todos los mundos. La experiencia mística se confunde, en su extremo, con la beatitud de un supremo rechazo.

IV

       Buscar, perseguir la imagen es probar que nos hemos quedado más acá de lo absoluto y que somos incapaces de visión pura. Y ello es lógico, dado que no se trata de una visión que carezca de objeto, sino de una visión que se halla más allá de todo objeto. Podría incluso decirse que lo que ella nos permite ver es la ausencia sin límites de todo lo que puede ser visto, la desnudez pura, la vacuidad como plenitud o, mejor aún, ese «abismo de la superesencia» celebrado por Ruysbroek.

V

      Entre todos los seres que buscan, sólo el místico ha encontrado, pero el precio de tan excepcional privilegio es no poder decir jamás qué ha hallado, y ello a pesar de que posee la seguridad que únicamente otorga la sabiduría intransmisible (la verdadera sabiduría, en suma). El camino por el que nos invitará a seguirle, desemboca en una vacuidad que colma, puesto que sustituye a todos los universos abolidos. Se trata de un intento, el más radical que se ha llevado a cabo, de aferrarse a algo que sea más puro que el ser o que la ausencia del ser, algo superior a todo, incluso a lo absoluto.

VI

         La sabiduría obtenida de las apariencias es una falsa sabiduría o, si se prefiere, una no‑sabiduría. Para el místico, el conocimiento, en el sentido profundo, último, de la palabra, se reduce a una ignorancia iluminada, una ignorancia «transluminosa». Quienes viven en contacto con esa ignorancia y con la luz divina perciben, dice Ruysbroek, una especie de «soledad devastada».
      A partir de esa soledad, se comprende fácilmente la necesidad, la urgencia del desierto, espacio propicio a la huida hacia la ausencia de imágenes, hacia una renuncia inaudita, hacia la unidad desnuda, hacia la Deidad más que hacia Dios. «La Deidad y Dios», afirma Meister Eckhart, «son tan diferentes como el cielo y la tierra. El cielo se halla a miles de leguas más arriba. Lo mismo la Deidad respecto a Dios. Dios deviene y pasa.!»
         Limitarse a Dios es, como lo ha señalado un comentador, permanecer «en la orilla de la eternidad», ser incapaz de penetrar en la propia eternidad, a la cual sólo se llega elevándose a la Deidad. Inspirándonos de nuevo en la misma «soledad devastada», ¿cómo no evocar esa oratio ignita, esa «plegaria de fuego» de la que, según un Padre de los primeros siglos de nuestra era, sólo somos capaces cuando nos hallamos tan impregnados de una luz trascendente que nos resulta imposible seguir utilizando el lenguaje humano?

— CIORAN, E. M. Ejercicios de admiración y otros textos. Trad. Rafael Panizo. 3ª. ed. Barcelona: Tusquets, 2000. 229 p. ISBN: 84-7223-472-X.

viernes, 20 de junio de 2014

LA DUCHA FRÍA. Henry Miller


Llamé suavemente. No hubo respuesta. Volví a llamar, un poco más fuerte. Esa vez oí a alguien ir y venir. Después una voz cerca de la puerta preguntó quién era y al mismo tiempo giró el pomo de la puerta. Abrí la puerta de un empujón y entré a tientas en la habitación a oscuras. Fui a caer en sus brazos y la sentí desnuda bajo la bata medio abierta. Debía de haber estado profundamente dormida y sólo a medias comprendió quién la estaba abrazando. Cuando se dio cuenta de que era yo, intentó escaparse, pero la tenía bien cogida y empecé a besarla apasionadamente y a hacerle retroceder al mismo tiempo hacia el sofá que había cerca de la ventana. Susurró algo sobre que la puerta había quedado abierta, pero no iba a correr el riesgo de dejarla escapar de mis brazos. Así, que di un ligero rodeo y poco a poco la llevé hasta la puerta y le hice empujarla con el culo. La cerré con la mano libre y después la llevé hasta el centro de la habitación y con la mano libre me desabroché la bragueta y saqué el canario y se lo metí. Estaba tan drogada por el sueño que era casi como manejar un autómata. También me daba cuenta de que disfrutaba con la idea de que la follaran medio dormida. Lo malo era que cada vez que la embestía, se despertaba un poco más.
     Y a medida que recobraba la conciencia, se asustaba cada vez más. No sabía qué hacer para volver a dormirla sin perderme un polvo tan bueno. Conseguí tumbarla en el sofá sin perder terreno, y entonces ella estaba más cachonda que la hostia, y se retorcía como una anguila. Desde que había empezado a darle marcha, creo que no había abierto los ojos ni una vez. Yo repetía sin cesar para mis adentros: «un polvo egipcio... un polvo egipcio», y para no correrme inmediatamente, empecé a pensar en el cadáver que Mónica había traído hasta la Estación Central y en los treinta y cinco centavos que había dejado con Paulina en la carretera. Y entonces, ¡pan!, una sonora llamada en la puerta, ante lo cual abrió los ojos y me miró sumamente aterrorizada. Empecé a retirarme rápidamente, pero, ante mi sorpresa, ella me retuvo con todas sus fuerzas. «No te muevas», me susurró al oído. «¡Espera!» Se oyó otro sonoro golpe y después oí la voz de Kronski que decía: «Soy yo, Thelma... soy yo, Izzy.» Al oírlo, casi me eché a reír. Volvimos a colocarnos en una posición natural y, cuando cerró los ojos suavemente, se la moví dentro, despacito para no volver a despertarla. Fue uno de los polvos más maravillosos de mi vida. Creía que iba a durar eternamente. Cada vez que me sentía en peligro de irme, dejaba de moverme y me ponía a pensar: pensaba, por ejemplo, en dónde me gustaría pasar las vacaciones, en caso de que me las dieran, o pensaba en las camisas que había en el cajón de la cómoda, o en el remiendo de la alfombra del dormitorio justo al pie de la cama. Kronski seguía parado delante de la puerta: le oía cambiar de posición. Cada vez que sentía su presencia allí, le tiraba un viaje a ella de propina y, medio dormida como estaba, me respondía, divertida, como si entendiera lo que quería yo decir con aquel lenguaje de mete y saca. No me atrevía a pensar en lo que ella podría estar pensando o, si no, me habría corrido inmediatamente. A veces me aproximaba peligrosamente, pero el truco que me salvaba era pensar en Mónica y en el cadáver en la Estación Central. Aquella idea, su carácter humorístico, quiero decir, actuaba como una ducha fría. 

— Henry Miller, Trópico de Capricornio. Trad. Carlos Manzano. Gandhi: México, 2011., p. 103-105

sábado, 14 de junio de 2014

LA PEREZA. Fiódor Dostoievski


¡Ah, si sólo hubiese sido un perezoso! ¡Cómo me habría respetado a mí mismo! Me habría respetado porque me habría visto capaz, por lo menos, de tener pereza, porque habría poseído una cualidad definida y la seguridad de poseerla. Pregunta: ¿quién eres? Respuesta: ¡un perezoso! Habría sido verdaderamente agradable oírse llamar así. Quedas definido claramente: hay, pues, algo que decir de tu persona... «¡Oh perezoso!» ¡Es un título, una función, una carrera, señores! No se rían; es así. Entonces yo habría sido por derecho propio miembro del primer club del universo y habría pasado la vida respetándome. Conocí a un señor que se sentía orgulloso de llamarse Laffitte. 
     Consideraba esta particularidad como una gran virtud, y no dudó nunca de sí mismo. Murió con la conciencia no sólo tranquila, sino triunfante, y tenía motivos para ello. Si yo hubiese sido un perezoso, me habría elegido una carrera: habría sido perezoso y gastrónomo; no un glotón vulgar, sino un regalón que se interesaría por «todo lo bello y sublime». ¿Qué les parece a ustedes? Hace ya mucho tiempo que pienso en esto. «Lo bello y lo sublime» gravitan pesadamente sobre mi nuca desde que tengo cuarenta años! Pero ¿qué habría ocurrido antes? ¡Antes habría sido todo distinto! Habría encontrado en seguida una actividad adaptada a mi carácter; por ejemplo, beber a la salud de todas las cosas «bellas y sublimes». Habría aprovechado todas las ocasiones de bebe por «lo bello y lo sublime» después de haber dejado caer alguna lágrima en mi copa. Habría convertido todas las cosas en «bellas y sublimes »; habría descubierto «lo bello y lo sublime» incluso en las basuras más evidentes; habría vertido lágrimas a raudales como el líquido que sale de una esponja. Un pintor, por ejemplo, pinta un cuadro digno de Ghé, e inmediatamente bebo a la salud del artista, porque adoro todo lo que es «bello y sublime». Un poeta escribe ¡Cómo gusta a todos!, y bebo al punto a la salud de todos, porque adoro «lo bello y lo sublime». Esto me procurará el respeto general. Exigiré ese respeto; perseguiré con mi cólera al que me lo niegue. Así, habría vivido apaciblemente y muerto solemnemente. ¿No es admirable? ¿No es exquisito? y habría dejado que se me desarrollara un vientre tan opulento, una nariz tan grasienta y un mentón tan redondeado, que el mundo habría exclamado al verme: «¡He ahí un hombre verdadero, un ser positivo!». Digan ustedes lo que digan, es muy agradable oírse llamar cosas semejantes en nuestro siglo tan esencialmente negativo. 

Fiódor M. Dostoievski, Cap. VI, en Memorias del subsuelo. 2ª ed. Trad. Bela Martinova. Cátedra: Madrid, 2005., pp. 83-84

lunes, 9 de junio de 2014

EL ARTE. Ernesto Sabato


El arte fue el puerto definitivo donde colmé mi ansia de nave sedienta y a la deriva. Lo hizo cuando la tristeza y el pesimismo habían ya roído de tal modo mi espíritu que, como un estigma, quedaron para siempre enhebrados a la trama de mi existencia. Pero debo reconocer que fue precisamente el desencuentro, la ambigüedad, esta melancolía frente a lo efímero y precario, el origen de la literatura en mi vida.
     En los tratados, el escritor debe ser coherente y unívoco y por eso el ser humano se le escapa de las manos. En la novela, el personaje es ambiguo como en la vida real, y la realidad que aparece en una gran obra de ficción es realmente representativa. ¿Cuál es la Rusia verdadera? ¿La del piadoso, sufriente y comprensivo Aliosha Karamazov? ¿O la del canalla de Svidrigailov? Ni la una ni la otra. O, mejor dicho, la una y la otra. El novelista es todos y cada uno de sus personajes, con el total de las contradicciones que esa multitud presenta. Es a la vez, o en diferentes momentos de su existencia, piadoso y despiadado, generoso y mezquino, austero y libidinoso. Y cuanto más complejo es un individuo, más contradictorio es. Lo mismo ocurre con los pueblos.
     No es una casualidad que el desarrollo de la novela coincida con el desarrollo de los tiempos modernos. ¿Dónde se iban a refugiar las Furias? Cuando una cultura las reprime, explotan y su daño es mucho mayor. Se habla mucho del Hombre Nuevo, con mayúsculas. Pero no vamos a crear a ese hombre si no lo reintegramos. Está desintegrado por esta civilización racionalista y mecánica de plásticos y computadoras. En las grandes culturas, como en las obras de arte, las fuerzas oscuras son atendidas, por más que nos avergüencen o nos den asco.
     “Persona” quiere decir máscara, y cada uno de nosotros tiene muchas. ¿Hay realmente una verdadera que pueda expresar la compleja, ambigua y contradictoria condición humana?
     Me acuerdo de algo que había dicho Bruno: siempre es terrible ver a un hombre que se cree absoluta y seguramente solo, pues hay en él algo trágico, quizá hasta de sagrado, y a la vez de horrendo y vergonzoso. Siempre, decía Bruno, llevamos una máscara, que nunca es la misma sino que cambia para cada uno de los lugares que tenemos asignados en la vida: la del profesor, la del amante, la del intelectual, la del héroe, la del hermano cariñoso. Pero ¿qué máscara nos ponemos o qué máscara nos queda cuando estamos en soledad, cuando creemos que nadie, nadie, nos observa, nos controla, nos escucha, nos exige, nos suplica, nos intima, nos ataca? Acaso el carácter sagrado de ese instante se deba a que el hombre está entonces frente a la Divinidad, o por lo menos ante su propia e implacable conciencia. 

— Ernesto Sabato, La resistencia. 1ª ed. Seix Barral: México, 2002., p. 85-88

viernes, 6 de junio de 2014

EL DIABLO. Franz Kafka

Dos niños rondaban ante el escaparate de Casinelli, un niño de aproximadamente seis años y una niña de siete, ambos bien vestidos. Hablaban de Dios y de los pecados. Yo permanecí detrás de ellos. La niña, quizá católica, sostenía que sólo el mentir a Dios constituía el verdadero pecado. El niño, quizá protestante, preguntó con testarudez infantil qué era entonces el mentir o el robar a los hombres. «También grandes pecados -dijo la niña-, pero no los más grandes, sólo los pecados contra Dios son los más grandes, para los pecados contra los hombres tenemos la confesión. Cuando me confieso, viene enseguida el ángel y se sitúa detrás de mí, cuando cometo un pecado es el diablo el que se sitúa a mis espaldas, aunque no se le puede ver». Cansada de tanta seriedad, giró sobre sus talones para divertirse y dijo: «Ves, no hay nadie a mis espaldas.» El niño giró del mismo modo y me miró: «Ves -dijo sin considerar que pudiera oírle o sin ni siquiera pensar en ello-, a mis espaldas está el diablo.» «Yo también le veo -dijo la niña-, pero no me refiero a ése.»
(En: Fragmentos póstumos) 

— Franz Kafka, Aforismos, visiones y sueños. 2ª ed. Trad. y pról. José Rafael Hernández Arias. Valdemar: Madrid, 1999., p. 160-161

lunes, 2 de junio de 2014

REGLAS PARA VENCER EL PESIMISMO PERO NO EL SUFRIMIENTO. E. M. Cioran



[...]acompañar el más delicado estremecimiento del alma
con una tensión premeditada;
estar lúcido en la disolución interior;
vigilar la fascinación musical;
estar triste con método;
leer la Biblia con interés político,
y a los poetas
para verificar la propia resistencia;
servirse de las nostalgias
para los pensamientos o hechos;
robárselas al alma;
crearse un centro exterior:
un país, un paisaje,
ligar los pensamientos al espacio;
mantener artificialmente el odio contra lo que sea:
contra una nación, una ciudad,
un individuo, un recuerdo;
amar la fuerza después del sueño:
ser brutal
después de lo que es puro y sublime;
aprender una táctica del alma;
conquistar los estados de ánimo;
no aprender nada de los hombres;
solamente la naturaleza es dueña de la duda;
anular el miedo con el movimiento;
con la fuga; cuando nos paramos,
las cosas callan y la nada nos llama;
hacer de la quimera un sistema [...]

— E. M. Cioran, El libro de las quimeras. Trad. Joaquín Garrigós. Tusquets: México DF, 2013., p. 166-167