Acompáñese con vino.

Acompáñese con vino.
by Jonathan Wolstenholme

viernes, 3 de abril de 2015

NEGRO AGUJERO. Henry Miller


Así caminamos, dormimos y comimos juntos, los gemelos siameses a quienes Dios había juntado y a quienes sólo la muerte podría separar.
     Caminábamos con los pies para arriba y las manos cogidas, en el cuello de la Botella. Ella se vestía casi exclusivamente de negro, salvo algunos parches purpúreos de vez en cuando. No llevaba ropa interior, sólo un vestido de terciopelo negro saturado de perfume diabólico. Nos acostábamos al amanecer y nos levantábamos justo cuando estaba oscureciendo. Vivíamos en agujeros negros con las cortinas echadas, comíamos en platos negros, leíamos libros negros. Por el agujero negro de nuestra vida nos asomábamos al agujero negro del mundo. El sol estaba oscurecido permanentemente, como para ayudarnos en nuestra continua lucha intestina. Nuestro sol era Marte, nuestra luna Saturno, vivíamos permanentemente en el cenit del averno. La tierra había dejado de girar y a través del agujero en el cielo colgaba por encima de nosotros la negra estrella que nunca destellaba. De vez en cuando nos daban ataques de risa, una risa loca, de batracio, que hacía temblar a nuestros vecinos. De vez en cuando cantábamos, delirantes, desafinando, en puro trémolo. Estábamos encerrados durante la larga y oscura noche del alma, período de tiempo inconmensurable que empezaba y acababa al modo de un eclipse. Girábamos en torno a nuestros yos, como satélites fantasmas. Estábamos ebrios con nuestra propia imagen, que veíamos cuando nos mirábamos a los ojos. Entonces, ¿cómo mirábamos a los demás? Como el animal mira a la planta, como las estrellas miran al animal. O como Dios miraría al hombre, si el demonio le hubiera dado alas. Y, a pesar de todo, en la fija y estrecha intimidad de una noche sin fin, ella estaba radiante, alborozada; brotaba de ella un júbilo ultranegro como un flujo continuo de esperma del Toro de Mitra. Tenía dos cañones, era un toro hembra con una antorcha de acetileno en la matriz. Cuando estaba en celo, se concentraba en el gran cosmocrátor, los ojos se le quedaban en blanco, los labios llenos de saliva. En el ciego agujero del sexo, valsaba como un ratón amaestrando, con las mandíbulas desencajadas como si fueran las de serpiente, con la piel erizada de plumas armadas de púas. Tenía la lascivia insaciable de un unicornio, el prurito que provocó la decadencia de los egipcios. En su furia, tragaba hasta el agujero del cielo por el que resplandecía la estrella sin brillo.
     Vivíamos pegados al techo, y el tufo caliente y repugnante de la vida diaria ascendía y nos sofocaba. Vivíamos con el calor del mármol, y el ardor ascendente de la carne humana caldeaba los anillos como de serpiente en que estábamos encerrados. Vivíamos cautivados por las profundidades más hondas, con la piel ahumada hasta alcanzar el color de un habano gris por las emanaciones de la pasión mundana. Como dos cabezas llevadas en las picas de nuestros verdugos, girábamos lenta y fijamente sobre las cabezas y hombros de abajo. ¿Qué era la vida en la tierra sólida para nosotros que estábamos decapitados y unidos para siempre por los genitales? Éramos las serpientes gemelas del Paraíso, lúcidas en celo y frías como el propio caos. La vida era un joder perpetuo y negro en torno a un poste fijo de insomnio. La vida era escorpión en conjunción con Marte, en conjunción con Mercurio, en conjunción con Venus, en conjunción con Saturno, en conjunción con Plutón, en conjunción con Urano, en conjunción con el mercurio, el láudano, el radio, el bismuto. La gran conjunción se producía todos los sábados por la noche, Leo fornicando con el Dragón en la casa de los hermanos. El gran malheur era un rayo de sol que se filtraba por las cortinas. La maldición era Júpiter, que podía fulgurar con mirada benévola.
     La razón por la que es difícil contarlo es porque recuerdo demasiado. Recuerdo todo, pero como un muñeco sentado en las rodillas de un ventrílocuo. Me parece que durante el largo e ininterrumpido solsticio conyugal estuve sentado en su regazo (incluso cuando ella estaba de pie) y recité el parlamento que ella me había enseñado. Me parece que debió de ordenar al fontanero jefe de Dios que mantuviera brillando la negra estrella a través del agujero en el techo, debió de mandarle que derramase una noche perpetua y, con ella, todos los tormentos reptantes que van y vienen silenciosamente en la oscuridad, de modo que la mente se convierte en un punzón que gira y horada frenéticamente la negra nada. ¿Imaginé simplemente que ella hablaba sin cesar, o es que me había convertido en un muñeco tan maravillosamente amaestrado, que interpretaba el pensamiento antes de que llegara a los labios? Los labios estaban entreabiertos, suavizados con una espesa pasta de sangre oscura: los veía abrirse y cerrarse con suma fascinación, tanto si silbaban con odio viperino como si arrullaban como una tórtola. Siempre estaban en primer plano, como en los anuncios de las películas, por lo que ya conocía cada grieta, cada poro, y, cuando empezaba la salivación histérica, veía espumear la saliva como si estuviera sentado en una mecedora bajo las cataratas del Niágara. Aprendí lo que debía hacer exactamente como si fuera parte de su organismo; era mejor que un muñeco de ventrílocuo porque podía actuar sin que tirasen de mí violentamente por medio de hilos. De vez en cuando improvisaba, lo que a veces le agradaba enormemente; desde luego, hacía como que no notaba las interrupciones, pero yo siempre sabía cuándo le gustaba por la forma como se pavoneaba. Tenía el don de la transformación; era casi tan rápida y sutil como el propio diablo. Después de la de pantera y la de jaguar, la transformación que mejor se le daba era la de ave: la de garza salvaje, la de ibis, la de flamenco, la de cisne en celo. Tenía una forma de bajar en picado de repente, como si hubiera avistado un cadáver maduro, lanzándose derecha a las entrañas, arrojándose inmediatamente sobre los bocados preferidos —el corazón, el hígado, o los ovarios— y remontando el vuelo de nuevo en un abrir y cerrar de ojos. Si alguien la descubría, se quedaba quieta como una piedra en la base de un árbol, con los ojos no del todo cerrados pero inmóviles con esa mirada fija del basilisco. Si la aguijoneaban un poco, se convertía en una rosa, una rosa intensamente negra con los pétalos más sedosos y de una fragancia irresistible. Era asombroso lo maravillosamente que aprendí a recitar el parlamento adecuado; por rápida que fuese la metamorfosis, yo siempre estaba allí, en su regazo, regazo de ave, regazo de bestia, regazo de serpiente, regazo de rosa, qué más daba: regazo de regazos, labio de labios, punta a punta, pluma a pluma, la yema en el huevo, la perla en la ostra, garras de cáncer, tintura de esperma y cantárida. La vida era escorpión en conjunción con Marte, en conjunción con Venus, Saturno, Urano, etc.; el amor era conjuntivitis de las mandíbulas, agarra esto, agarra aquello, agarra, agarra, las garras mandibulares de la rueda mándala del deseo. Al llegar la hora de comer, le oía descascarar los huevos, y dentro del huevo pío-pío, feliz presagio de la próxima comida. Yo comía como un monomaníaco: la prolongada voracidad alumbrada por el sueño del hombre que rompe tres veces el ayuno. Y mientras comía, ella ronroneaba, el jadeo rítmico y depredador del súcubo al devorar a sus hijuelos. ¡Qué dichosa noche de amor! Saliva, esperma, sucubación, esfinteritis, todo en uno: la orgía conyugal en el Agujero Negro de Calcuta.
     Afuera, donde pendía la estrella negra, un silencio panislámico, como el mundo de la caverna donde hasta el viento se serena. Afuera, en caso de que me atreviera a cavilar sobre ello, la quietud espectral de la locura, el mundo de los hombres, adormecidos, exhaustos por siglos de matanza incesante. Afuera, una membrana sangrienta circundante dentro de la cual se producía toda la actividad, mundo heroico de los lunáticos y maníacos que habían apagado la luz del cielo con sangre. ¡Qué apacible nuestra vida de paloma y buitre en la oscuridad! Carne en que enterrar los dientes o el pene, carne abundante y olorosa sin señal de cuchillo ni de tijeras, sin cicatrices de metralla explotada, sin quemaduras de mostaza, sin pulmones quemados. Exceptuando el alucinante agujero en el techo, una vida en el útero casi perfecta. Pero allí estaba el agujero —como una fisura en la vejiga— y no había guata que pudiera taparlo permanentemente, no había orina que pudiese pasar con una sonrisa. Mear larga y libremente, sí, pero, ¿cómo olvidar la grieta en el campanario, el silencio no natural, la inminencia, el terror, la fatalidad del «otro» mundo? Comer hasta hartarse, sí, y mañana otro hartazgo, y mañana y mañana y mañana... pero al final, ¿qué? ¿Al final? ¿Qué era al final? Un cambio de ventrílocuo; un cambio de regazo, un desplazamiento del eje, otra grieta en la bóveda... ¿qué? ¿qué? Os lo voy a decir: sentado en su regazo, petrificado por los rayos fijos y dentados de la estrella negra, corneado, refrenado, amarrado y trepanado por la telepática agudeza de nuestra agitación recíproca, no pensaba en nada en absoluto, en nada que estuviese fuera de la celda que habitábamos, ni siquiera en una miga de pan sobre un mantel. Pensaba puramente dentro de las paredes de nuestra vida de amebas, pensamiento puro como el que Immanuel Kant el Cauteloso nos dio y que sólo el muñeco de un ventrílocuo podría reproducir. Reflexionaba detenidamente sobre todas las teorías de la ciencia, todas las teorías del arte, sobre todas las pizcas de verdad que puede haber en cualquier sistema disparatado de salvación. Calculaba todo exactamente con decimales gnósticos y todo, como primas que distribuye un borracho al final de una carrera de seis días. Pero todo estaba calculado para otra vida que alguien viviría algún día... quizás. Estábamos en pleno cuello de la botella, ella y yo, como se suele decir, pero el cuello se había roto y la botella no era sino una ficción.
     Recuerdo que la segunda vez que la vi, me dijo que en ningún momento había esperado volver a verme, y la próxima vez que la vi dijo que pensaba que yo era un morfinómano, y la vez siguiente me llamó dios, y después intentó suicidarse y luego lo intenté yo y después volvió a intentarlo ella, y nada dio resultado, salvo el de unirnos más, tanto, de hecho, que nos compenetramos, intercambiamos personalidades, nombre, identidad, religión, padre, madre, hermano. Hasta su cuerpo experimentó un cambio radical, no una sino varias veces. Al principio era grande y aterciopelada, como el jaguar, con esa fuerza suave y engañosa de la especie felina, la forma de agazaparse, de saltar, de abalanzarse de repente; después se quedó en los huesos, se volvió frágil, delicada casi como una neguilla, y después de cada cambio pasaba por las modulaciones más sutiles: de piel, músculo, color, postura, olor, andares, ademanes, etcétera. Cambiaba como un camaleón. Nadie podía decir qué aspecto tenía realmente porque con cada cual era una persona enteramente diferente. Al cabo de un tiempo ni siquiera ella sabía qué aspecto tenía. Había comenzado ese proceso de metamorfosis antes de que yo la conociera, como descubrí más adelante. Como tantas mujeres que se creen feas, se había propuesto volverse bella, deslumbrantemente bella. Para conseguirlo, lo primero que hizo fue renunciar a su nombre, después a su familia, a sus amigos, a todo lo que pudiera atarla al pasado. Con todo su ingenio y todas sus facultades, se dedicó al cultivo de su belleza, de su encanto, que ya poseía en alto grado pero que le habían hecho creer que no existían. Vivía constantemente ante el espejo, estudiando todos los movimientos, todos los gestos, todas las muecas, hasta la más mínima. Cambió por completo de forma de hablar, de dicción, de entonación, de acento, de fraseología. Se conducía con tanta habilidad, que era imposible sacar a relucir siquiera el tema de sus orígenes. Estaba constantemente en guardia, incluso mientras dormía. Y, como un buen general, descubrió con bastante rapidez que la mejor defensa es el ataque. Nunca dejaba una posición sin ocupar; sus avanzadas, sus exploradores, sus centinelas estaban situados por todas partes. Su mente era un reflector giratorio que nunca se apagaba.
     Ciega para su propia belleza, para su propio encanto, para su propia personalidad, por no hablar de su identidad, acometió con todas sus energías la invención de una criatura mítica, una Helena, una Juno, cuyos encantos no podría resistir mujer ni hombre alguno. Automáticamente, sin conocer la leyenda lo más mínimo, empezó a crear poco a poco los antecedentes ontológicos, la mística sucesión de acontecimientos anteriores al nacimiento consciente. No necesitaba recordar sus mentiras, sus invenciones: bastaba con que tuviera presente su papel. No había mentira demasiado monstruosa como para que no la pronunciase, pues en el papel que había adoptado era absolutamente fiel a sí misma. No tenía que inventar un pasado: recordaba el pasado que le correspondía. Nunca se dejaba coger en falta por una pregunta directa, ya que nunca se presentaba a un adversario, a no ser ambiguamente. Sólo presentaba los ángulos de las caras siempre cambiantes, los deslumbradores prismas de luz que mantenía girando constantemente. Nunca fue un ser tal, que se lo pudiera sorprender por fin en reposo, sino el propio mecanismo, que accionaba incesantemente la miríada de espejos en que se reflejaría el mito que había creado. No tenía el menor equilibrio; se mantenía suspendida eternamente por encima de sus múltiples identidades en el vacío del yo. No había pretendido convertirse en una figura legendaria, había querido simplemente que reconociesen su belleza. Pero, en la búsqueda de la belleza, pronto olvidó enteramente lo que buscaba, se convirtió en la víctima de su propia creación. Se volvió tan asombrosamente bella, que a veces era aterradora, a veces verdaderamente más fea que la mujer más fea del mundo. Podía inspirar horror y espanto, sobre todo cuando su encanto estaba en su punto culminante. Era como si la voluntad, ciega e incontrolable, resplandeciera a través de la creación y revelase su monstruosidad.
     En la oscuridad, encerrados en el negro agujero sin que ningún mundo nos contemplara, sin adversario, sin rivales, el cegador dinamismo de la voluntad disminuía un poco, le daba un brillo de cobre fundido, y las palabras salían de la boca como lava, su carne buscaba ansiosamente un asidero, algo sólido y sustancial en que sentarse, algo en que recobrarse y reposar por unos momentos. Era como un mensaje de larga distancia desesperado, un S.O.S. desde un barco que se hundía. Al principio, lo confundí con la pasión, con el éxtasis producido por la carne al rozar con la carne. Pensaba que había encontrado un volcán vivo, un Vesubio hembra. Nunca pensé en un barco humano que se hundía en un océano de desesperación, en los Sargazos de la impotencia. Ahora pienso en aquella estrella negra que brillaba a través del agujero del techo, aquella estrella inmóvil que pendía sobre nuestra celda conyugal, más fija, más remota que lo absoluto, y sé que era ella, despojada de todo lo que era ella propiamente: un sol negro muerto y sin aspecto. Sé que estábamos conjugando el verbo amar como dos maníacos intentando follar a través de una verja de hierro. He dicho que en el frenético forcejeo en la oscuridad a veces olvidaba su nombre, el aspecto que tenía, quién era. Es cierto. Me excedía en la oscuridad. Me salía de los raíles de la carne para entrar en el espacio infinito del sexo, en las órbitas establecidos por ésta o aquélla: Georgiana, por ejemplo, sólo de una corta tarde; Telma la puta egipcia; Carlotta, Alannah, Una, Mona, Magda, muchachas de seis o siete años; niñas expósitas, fuegos fatuos, rostros, cuerpos, muslos, roces en el metro, un sueño, un recuerdo, un deseo, un anhelo. Podía comenzar con Georgiana de una tarde de domingo cerca de las vías del tren, su vestido suizo de lunares, su ondulante cadera, su acento del sur, su lasciva boca, sus senos que se derretían; podía empezar con Georgiana, el candelabro de diez mil brazos del sexo, y avanzar hacia afuera y hacia arriba por la ramificación del coño hasta la enésima dimensión del sexo, mundo sin fin. Georgiana era como la membrana del minúsculo oído de un monstruo inacabado llamado sexo. Estaba transparentemente viva y palpitante a la luz del recuerdo de una breve tarde en la avenida, los primeros olor y sustancia tangibles del mundo de la jodienda, que es en sí mismo un ser ilimitado e indefinible, como nuestro mundo el mundo. El entero mundo de la jodienda como la membrana que nunca deja de crecer, del animal que llamamos sexo, que es como otro ser que crece en nuestro propio ser y lo va suplantando gradualmente, de modo que con el tiempo el mundo humano sólo será un débil recuerdo de ese ser nuevo, que todo lo abarca, que todo lo procrea y se da a luz a sí mismo.
     Precisamente esa copulación como de culebras en la oscuridad, ese acoplamiento de articulaciones dobles y de dos cañones era lo que me ponía en la camisa de fuerza de la duda, los celos, el miedo, la soledad. Si empezaba mi vainica con Georgiana y el candelabro de diez mil brazos del sexo, estaba seguro de que también ella se aplicaba a construir membranas, a fabricar oídos, ojos, dedos, cuero cabelludo, y yo qué sé qué más, del sexo. Comenzaba con el monstruo que la había violado, suponiendo que hubiera una simple pizca de verdad en esa historia; en cualquier caso, también ella empezaba en algún lugar, por un raíl paralelo, avanzando hacia fuera y hacia arriba por aquel ser multiforme e increado a través de cuyo cuerpo hacíamos esfuerzos desesperados para encontrarnos. Como yo sólo conocía una fracción de su vida, como sólo poseía una sarta de mentiras, de invenciones, de imaginaciones, de obsesiones e ilusiones, uniendo fragmentos, sueños de cocaína, frases inacabadas, palabras confusas dichas en sueños, delirios histéricos, fantasías mal disimuladas, deseos morbosos, al conocer de vez en cuando un nombre en persona, al oír por casualidad retazos dispersos de conversación, al observar miradas a hurtadillas, gestos interrumpidos, podía perfectamente reconocerle un panteón de dioses folladores propios, de criaturas de carne y hueso y más que vivas, hombres de aquella misma tarde quizá, de una hora antes tal vez, cuando tenía todavía el coño empapado con la esperma del último polvo. Cuanto más sumisa era, cuanto más apasionada se mostraba, cuanto más me parecía abandonarse, más insegura se volvía. No había comienzo, no había un punto de partida personal, individual; nos encontrábamos como espadachines expertos en el campo del honor ahora abarrotado con los fantasmas de la victoria y la derrota. Estábamos alerta y reaccionábamos ante la más leve acometida, como sólo pueden hacerlo los expertos.
     Nos reuníamos al abrigo de la oscuridad con nuestros ejércitos y desde extremos opuestos forzábamos las puertas de la ciudadela. Nada resistía nuestro asalto sangriento; no pedíamos ni dábamos cuartel. Nos reuníamos nadando en sangre, reunión sangrienta y glauca en la noche con todas las estrellas extinguidas, salvo la estrella fija que pendía como un cuero cabelludo por encima del agujero del techo. Si había tomado la dosis adecuada de coca, lo vomitaba como un oráculo, todo lo que le había ocurrido durante el día, ayer, anteayer, el año antepasado, todo, hasta el día en que nació. Y ni una palabra era cierta, ni un solo detalle. No se detenía ni un momento, pues si lo hubiera hecho, el vacío que creaba su arranque habría provocado una explosión capaz de partir el mundo en dos. Era la máquina de mentir del mundo en microcosmos, engranada al mismo miedo inacabable y devastador que permite a los hombres emplear todas sus energías en la creación del aparato de la muerte. Al mirarla, hubiera uno pensado que era valiente y lo era, con tal de que no se viera obligada a volver sobre sus pasos. Tras ella quedaba el hecho sereno de la realidad, un coloso que seguía todos sus pasos. Cada día esa realidad colosal adquiría nuevas proporciones, cada día más aterradora, más paralizadora. Cada día tenían que crecerle alas más rápidas, garras más afiladas, ojos hipnóticos. Era una carrera hasta los límites extremos del mundo, una carrera perdida desde la salida, y sin nada que pudiera detenerla. En el borde del vacío se hallaba la Verdad, lista para recobrar el terreno perdido de un barrido rápido como un relámpago. Era tan simple y tan evidente, que la ponía frenética. Aunque pusiera en formación mil personalidades, requisase los cañones más grandes, engañara a las mentes más dotadas, diese el rodeo más largo... aun así, el final sería la derrota. En el encuentro final todo estaba destinado a desbaratarse: la astucia, la habilidad, el poder, todo. Iba a ser un grano de arena en la playa del mayor océano, y, peor aún, iba a parecerse a todos y cada uno de los demás granos de arena de esa playa del océano. Iba a verse condenada a reconocer en todas partes su yo excepcional hasta el fin de los tiempos. ¡Qué destino había escogido! ¡Que su singularidad quedara sumergida en lo universal! ¡Que su poder quedase reducido al grado máximo de pasividad! Era enloquecedor, alucinante. ¡No podía ser! ¡No debía ser! ¡Adelante! Como las legiones negras. ¡Adelante! Por todos los grados del círculo que cada vez se ensanchaba más. Adelante y lejos del yo, hasta que la última partícula sustancial del alma se extendiera hasta el infinito. En su huida despavorida parecía llevar el mundo entero en su matriz. Nos veíamos expulsados de los confines del universo hacia una nebulosa que ningún instrumento podía concebir. Nos veíamos precipitados a un reposo tan tranquilo, tan prolongado, que en comparación la muerte parecía una francachela de brujas locas.
     Por la mañana, contemplando el exangüe cráter de su cara. ¡Ni una línea en él, ni una arruga, ni una sola tacha! La expresión de un ángel en los brazos del Creador. ¿Quién mató a Cock Robín? ¿Quién hizo una carnicería con los iroqueses? Yo, no, podía decir mi encantador ángel, y por Dios, ¿quién podía contradecirle, al contemplar aquella cara pura e inocente? ¿Quién podía ver en aquel sueño de inocencia que la mitad de la cara pertenecía a Dios y la otra mitad a Satán? La máscara era lisa como la muerte, fresca, deliciosa al tacto, pálida, cérea, como un pétalo abierto con la más ligera brisa. Era tan seductoramente atractiva y cándida, que podía uno ahogarse en ella, bajar a ella, con el cuerpo y todo, como un buzo, y no regresar nunca más. Hasta que no se abrían los ojos al mundo, seguía así, completamente extinguida y brillante con una luz reflejada, como la propia luna. En su trance de inocencia, semejante a la muerte, fascinaba todavía más; sus delitos se disolvían, rezumaban por los poros, permanecía enroscada como una serpiente dormida clavada a la tierra. El cuerpo, fuerte, ágil, musculoso, parecía poseído por un peso no natural; tenía una gravedad más que humana, la gravedad, casi podríamos decir, de un cadáver caliente. Era como podría uno imaginar que debió de haber sido la bella Nefertiti después de los primeros mil años de momificación, una maravilla de perfección mortuoria, un sueño de la carne preservado de la descomposición mortal. Yacía enroscada en la base de una pirámide hueca, conservada en el vacío de su propia creación como una reliquia sagrada del pasado. Su sopor era tan profundo, que hasta su respiración parecía haberse detenido. Había descendido por debajo de la esfera humana, por debajo de la esfera animal, por debajo incluso de la esfera vegetativa: se había hundido hasta el nivel del mundo animal donde la animación está apenas a un paso de la muerte. Había llegado a dominar hasta tal punto el arte de la superchería, que hasta el sueño era capaz de traicionarla. Había aprendido a no dormir: cuando se enroscaba en el sueño, desconectaba la corriente automáticamente. Si hubiera podido uno sorprenderla así y abrirle el cráneo, lo habría encontrado absolutamente vacío. No guardaba secretos inquietantes; todo lo que podía matarse estaba muerto. Podría seguir viviendo infinitamente, como la Luna, como cualquier planeta muerto, irradiando una refulgencia hipnótica, creando olas de pasión, sumiendo el mundo en la locura, decolorando todas las sustancias terrestres con sus rayos magnéticos, metálicos. Al sembrar su propia muerte, volvía febriles a todos los que la rodeaban. En la horrible quietud de su sueño, renovaba su propia muerte magnética mediante la unión con el frío magma de los mundos planetarios sin vida. Estaba mágicamente intacta. Su mirada caía sobre uno con una fijeza penetrante: era la mirada de la luna a través de la cual el dragón muerto de la vida despedía un fuego frío. Uno de los ojos era castaño cálido, el color de una hoja en otoño; el otro era de color avellana, el ojo magnético que hacía oscilar la aguja de una brújula. Incluso en el sueño ese ojo seguía oscilando bajo la persiana del párpado; era el único signo aparente de vida en ella.
     En el momento en que abría los ojos, estaba completamente despierta. Se despertaba con un violento sobresalto, como si el espectáculo del mundo y de sus accesorios humanos fuera una conmoción. Al instante, estaba en plena actividad, moviéndose de un lado para otro como un gran tifón. ¡Lo que le molestaba era la luz! Se despertaba maldiciendo el sol, maldiciendo el resplandor de la realidad. Había que dejar a oscuras la habitación, encender las velas, cerrar las ventanas herméticamente para impedir que llegara a penetrar en la habitación el ruido de la calle. Se movía de un lado para otro desnuda con un cigarrillo colgando de la comisura de los labios. Su tocado era motivo de gran preocupación; tenía que ocuparse de mil detalles insignificantes antes de ponerse siquiera una bata de baño. Era como un atleta preparándose para el gran acontecimiento del día. Desde las raíces del pelo, que estudiaba con profunda atención, hasta la forma y tamaño de las uñas de los pies, inspeccionaba minuciosamente todas las partes de su anatomía antes de sentarse a desayunar. Decía que era como un atleta, pero en realidad era más como un mecánico examinando detenidamente un avión veloz para un vuelo de prueba. Una vez que se ponía el vestido, estaba lanzada para la jornada, para el vuelo que podía acabar tal vez en Irkutsk o en Teherán. En el desayuno tomaba suficiente combustible para que le durara todo el viaje. El desayuno era una sesión prolongada: era la única ceremonia del día en la que se demoraba y perdía el tiempo. De hecho, era exasperantemente prolongada. Se preguntaba uno si llegaría a despegar, si no habría olvidado la gran misión que había jurado cumplir cada día. Quizás estuviera soñando con su itinerario, o tal vez no estaba soñando en absoluto sino simplemente dando tiempo para procesos funcionales de su maravillosa máquina, de modo que, una vez lanzada, no hubiese que dar la vuelta. A esa hora del día estaba muy serena y dueña de sí misma; era como una gran ave del aire parada en un risco de una montaña, reconociendo soñadoramente el terreno que quedaba abajo. No era de la mesa del desayuno de donde iba a lanzarse de repente y a bajar en picado para caer sobre su presa. No, desde la percha de por la mañana temprano despegaba lenta y majestuosamente, sincronizando todos y cada uno de sus movimientos con el ritmo del motor. Todo el espacio quedaba debajo de ella, y sólo el capricho le imponía la dirección. Era casi la imagen de la libertad, de no haber sido por el peso saturnal de su cuerpo y la envergadura anormal de sus alas. Por equilibrada que pareciese, sobre todo en el despegue, uno sentía el terror que motivaba el vuelo diario. Obedecía a su destino y a la vez anhelaba desesperadamente superarlo. Cada mañana se elevaba a las alturas desde su percha, como desde un pico del Himalaya; siempre parecía dirigir su vuelo hacia una región inexplorada en la que, de salir todo bien, desaparecería para siempre. Cada mañana parecía llevarse a las alturas esa desesperada esperanza del último instante; se marchaba con dignidad tranquila y grave, como algo que estuviera a punto de bajar a la tumba. Ni una sola vez daba vueltas en torno a la pista de salida; ni una sola vez lanzaba una mirada hacia aquellos a los que estaba abandonando. Como tampoco dejaba el más leve rastro de personalidad tras sí; se lanzaba al aire con todas sus pertenencias, con el menor vestigio que pudiera atestiguar el hecho de su existencia. Ni siquiera dejaba tras sí el aliento de su suspiro, ni siquiera la uña de un pie. Una salida sin tacha como la que podría hacer el propio Diablo por razones personales. Te quedabas con un gran vacío en las manos. Te quedabas abandonado, y no sólo abandonado, sino también traicionado, traicionado de forma inhumana. No sentías deseo de detenerla ni de gritarle que volviera; te quedabas con una maldición en los labios, con un odio negro que oscurecía el día entero. Más tarde, yendo de un lado para otro por la ciudad, moviéndote con la lentitud de los peatones, arrastrándote como el gusano, recogías rumores de su espectacular vuelo; la habían visto doblando determinado promontorio, había descendido aquí o allá por razones que nadie sabía, en otro punto había virado en redondo; había pasado como un cometa, había escrito cartas de humo en el cielo, etc., etc. Todo lo que había hecho era enigmático y exasperante, aparentemente sin objeto. Era como un comentario simbólico e irónico sobre la vida humana, sobre el comportamiento de la criatura humana semejante a una hormiga, visto desde otra dimensión.
     Entre el momento en que despegaba y el momento en que regresaba yo hacía la vida de un esquizerino de pura raza. No era una eternidad la que transcurría, porque de algún modo la eternidad tiene que ver con la paz y la victoria, es algo hecho por el hombre, algo ganado: no, pasaba por un entreacto en que cada cabello se vuelve blanco hasta las raíces, en que cada milímetro de piel pica y abrasa hasta que el cuerpo entero se convierte en una herida supurante. Me veo sentado ante una mesa en la oscuridad, con las manos y los pies volviéndose enormes, como si estuviera apoderándose de mí una elefantiasis galopante. Oigo la sangre precipitarse al cerebro y golpear los tímpanos como diablos himalayos con almádenas; le oigo batir sus enormes alas, incluso en Irkutsk, y sé que sigue avanzando y avanzando, cada vez más lejos, hasta quedar fuera de alcance. La habitación está tan silenciosa y yo estoy tan espantosamente vacío, que doy gritos y alaridos para hacer un poco de ruido, un poco de sonido humano. Intento levantarme de la mesa, pero tengo los pies demasiado pesados y las manos se han vuelto como los pies informes del rinoceronte. Cuanto más pesado se vuelve mi cuerpo, más ligera la atmósfera de la habitación; voy a estirarme y estirarme hasta llenar la habitación con una masa sólida de jalea compacta. Voy a llenar hasta las grietas de la pared; voy a crecer y a atravesar la pared como una planta parásita, estirándome y estirándome hasta que la casa entera sea una masa indescriptible de carne y cabello y uñas. Sé que eso es la muerte, pero me veo impotente para acabar con ese conocimiento... o con el conocedor. Alguna partícula diminuta de mí está viva, alguna pizca de conciencia persiste, y, a medida que se dilata el armazón interior, ese parpadeo de vida se vuelve cada vez más intenso y fulgura dentro de mí como el frío fuego de una gema. Ilumina toda la viscosa masa de pulpa, de modo que soy como un buzo con una linterna en el cuerpo de un monstruo marino muerto. Gracias a un ligero filamento oculto sigo conectado con la vida que hay por encima de la superficie de la sima, pero está tan lejos el mundo de arriba, y el peso del cadáver es tan grande, que, aunque fuera posible, se tardarían años en llegar a la superficie. Me muevo alrededor de mi propio cuerpo muerto, explorando todos los escondrijos y hendiduras de esa enorme masa informe. Es una exploración interminable, pues con el crecimiento incesante toda la topografía cambia, deslizándose y yendo a la deriva como el caliente magma de la tierra. Ni por un minuto hay tierra firme, ni por un minuto permanece nada quieto y reconocible: es un crecimiento sin hitos, un viaje en que el destino cambia con el menor movimiento o temblor. Ese interminable llenado del espacio es lo que elimina cualquier sensación de espacio o de tiempo; cuanto más se dilata el cuerpo, más diminuto se vuelve el mundo, hasta que al final siento que todo está concentrado en la cabeza, de un alfiler. A pesar del forcejeo de la enorme masa muerta en que me he convertido, siento que lo que la sostiene, el mundo del que crece, no es mayor que una cabeza de alfiler. En medio de la corrupción, en el corazón y en las entrañas de la muerte, por decirlo así, siento la semilla, la palanca milagrosa, infinitesimal, que equilibra el mundo. He esparcido el mundo como un jarabe y su vacuidad es aterradora, pero no se puede desalojar la semilla; la semilla se ha convertido en un pequeño nudo de fuego frío que ruge como un sol en el enorme hueco del armazón inerte.
     Cuando la gran ave de rapiña regrese exhausta de su vuelo, me encontrará aquí en medio de mi nada, a mí, el esquizerino imperecedero, una semilla llameante oculta en el corazón de la muerte. Cada día cree encontrar otro medio de subsistencia, pero no existe, sólo esta eterna semilla de luz que al morir cada día vuelvo a descubrir para ella. ¡Vuela, oh, ave devoradora! ¡Vuela hasta los límites del universo! ¡Aquí está tu alimento resplandeciendo en el repugnante vacío que has creado! Regresarás para perecer una vez más en el negro agujero; regresarás una y otra vez, pues no tienes alas que puedan llevarte fuera del mundo. Este es el único mundo en que puedes vivir, esta tumba de la culebra en que reina la obscuridad. 

— Henry Miller, Trópico de Capricornio, trad. Carlos Manzano (México: Punto de lectura, 2011) 292- 311 pp. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario