La suprema finalidad, señores, es no hacer nada en absoluto. La inercia contemplativa es preferible a todo. ¡Por lo tanto, viva el subsuelo! Aunque haya dicho hace poco que envidio al hombre normal hasta la última gota de mi bilis, cuando lo veo tal como es renuncio a la normalidad (aunque sin dejar de tener envidia al ser normal). ¡No, no; el subsuelo es siempre preferible! Allí, al menos, se puede... ¡Ah! ¡Ya estoy mintiendo otra vez! Miento porque estoy convencido, tanto como de que dos y dos son cuatro, de que no es el subsuelo lo que más vale, sino otra cosa muy distinta, a la cual aspiro, pero que no sé qué es. ¡Al diablo el subsuelo!
¡Si yo pudiera creer una sola palabra de lo que estoy escribiendo! Pues les juro, señores, que no creo ni una sola y miserable palabra. Mejor dicho, tal vez crea, pero, en el momento mismo de decirlas, sospecho, no sé por qué, que miento como un sacamuelas.
«Entonces, ¿por qué ha escrito usted todo esto?», me preguntarán ustedes seguramente.
Me gustaría saber lo que habrían escrito ustedes si yo les hubiese tenido encerrados e inactivos durante cuarenta años y, transcurrido este tiempo, los hubiera ido a visitar al subsuelo para comprobar en qué se habían convertido ustedes. Sí, me habría gustado oírlos. ¿Se puede dejar durante cuarenta años a un hombre solo y sin ocupación?
«Pero eso es vergonzoso, humillante -me dirán ustedes, quizá, moviendo la cabeza con desprecio-. Usted tiene sed de vida, pero quiere resolver las cuestiones vitales por medio de absurdas lógicas. ¡Cuánta ostentación, cuánta impudicia hay en todo eso! Pero, a pesar de todo, usted tiene miedo. Dice estupideces sin la menor preocupación, y las mayores insolencias, pero, en el fondo, se siente atemorizado y pide perdón. Declara que no teme a nadie, pero busca nuestra benevolencia. Nos asegura que rechina los dientes, pero, al mismo tiempo, bromea y trata de hacemos reír. Sabe que pretende ser ingenioso y que no lo es, pero se muestra muy satisfecho de su literatura. Es posible que usted haya sufrido, pero no siente respeto alguno por su sufrimiento. Hay algo de verdad en sus palabras, pero carecen de pudor. Empujado por la vanidad más mezquina, saca su verdad a la calle, la expone en el mercado, la exhibe en la picota de las burlas. Tiene algo que decir, pero el temor le lleva a escamotear la última palabra, porque es usted insolente pero no audaz. Se jacta de su capacidad mental, pero, en su pensamiento, todo son vacilaciones, porque, aunque su inteligencia está en actividad, su corazón está manchado por el libertinaje, y si el corazón no es puro, la conciencia no puede ser completa ni clarividente. ¡Y qué importuno es usted, qué molesto! ¡Qué modo de hacer el bufón! ¡No dice más que mentiras! ¡Mentiras! ¡Mentiras!»
Huelga decir que estas palabras me las he dicho yo a mí mismo. También ellas proceden del subsuelo. Durante cuarenta años he estado escuchando por una rendija estos discursos. Los he compuesto yo mismo, porque no tenía nada que hacer. Me ha sido fácil, por consiguiente, aprendérmelos de memoria y darles forma literaria.
No crean que mi propósito era imprimir todo esto para darlo a leer a ustedes. Pero hay algo que no comprendo: ¿por qué me dirijo a ustedes como si fueran mis lectores? Las confidencias que me dispongo a hacer aquí no son las que... se publican y se dan a leer. Por lo menos, yo no me siento con fuerzas para obrar así. Por otra parte, no veo la necesidad de hacerlo... Pero, miren ustedes, tengo un capricho y quiero realizarlo a toda costa. Les explicaré en qué consiste. Entre los recuerdos que todos conservamos de nosotros mismos, hay algunos que sólo se los contamos a nuestros amigos. Otros, ni siquiera a nuestros amigos se los queremos confesar y los guardamos para nosotros mismos bajo el sello del secreto. Y existen, en fin, cosas que el hombre no quiere confesarse ni siquiera a sí mismo. En el curso de su existencia todo hombre honrado ha acumulado gran cantidad de estos recuerdos. Incluso me atrevería a decir que su número está en proporción directa con la honradez del hombre. Pero yo he decidido recordar algunas de mis antiguas aventuras, que hasta ahora he eludido con cierta inquietud. Y ahora, cuando las evoco e incluso quiero anotarlas, me pregunto si es posible ser sincero, por lo menos con uno mismo; si puede uno decirse toda la verdad. Respecto a este asunto, les diré que Heine asegura que no existen autobiografías exactas, porque el hombre miente siempre cuando habla de sí mismo. Según Reine, Rousseau nos mintió en sus Confesiones, e incluso deliberadamente, por vanidad. Estoy seguro de que Reine tiene razón. Comprendo que uno "se achaque crímenes abominables exclusivamente por vanidad, y comprendo igualmente lo que es ese sentimiento. Pero Reine se refería a las confesiones públicas, y yo escribo para mí solo. Si hablo de modo que parece que me dirijo a los lectores, lo hago sólo porque así es más fácil exponer por escrito mis ideas. Se trata exclusivamente de una forma, una forma vacía. Ya he dicho, y lo repito, que nunca tendré lectores. No quiero ninguna traba en la redacción de mis notas. No observaré orden alguno, no seguiré ningún plan. Escribiré simplemente lo que vaya recordando. Ustedes podrían tomarme la palabra ahora mismo y preguntarme: si no piensa usted en los lectores, ¿por qué declara -¡y por escrito además!- que no observará ningún orden, ningún plan; que escribirá simplemente lo que le haya pasado por la cabeza, etc.? ¿Por qué da usted estas explicaciones? ¿Por qué presenta estas excusas?
Estamos ante un caso psicológico interesante. Es posible que obre así por cobardía. Pero también puede ser que me imagine tener ante mí un público, a fin de no pasar por alto las conveniencias. Motivos como éste puede haber millares...
Pero aún hay otra cosa. ¿Por qué escribo todo esto? Si no me dirijo al público, bien puedo evocar mis recuerdos sin registrarlos en el papel. Cierto, pero hay que tener en cuenta que, una vez registrados en el papel, cobran importancia. Esto me impresionará, me juzgaré mejor a mí mismo y mi estilo ganará con ello. Además, es probable que experimente cierto alivio. Hoy estoy deprimido por un recuerdo lejano que ha acudido a mí con claridad hace unos días, y desde entonces me persigue sin tregua, como uno de esos motivos musicales que nos obsesionan. Pero es absolutamente preciso que me desprenda de él. Tengo centenares de recuerdos de este tipo, y a veces, de pronto, se despierta uno de ellos y me oprime la garganta. Y creo, no sé por qué, que si expreso por escrito ese recuerdo, me veré libre de él. ¿Por qué no he de probar?
Y la última razón es que, como nunca hago nada, estoy aburrido. Escribir los recuerdos propios es todo un trabajo. Se dice que el trabajo hace al hombre honrado y bueno. Se me ofrece, pues, una oportunidad...
Hoy nieva. Cae una capa brumosa de copos amarillentos y medio derretidos. Ayer nevó también, y anteayer. Creo que ha sido precisamente esta nieve fundida la que ha traído a mi memoria la anécdota que me obsesiona. Así, pues, mi relato se titulará A propósito de nieve derretida.
— Fiódor Dostoievski, Memorias del subsuelo, trad. Bela Martinova (Madrid: Cátedra, 2005), 101-105 pp.
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