Peregrino de todos los mares; marinero de todos los puertos; noctámbulo de todas las noches… decidí sucumbir para siempre.
Nada sobre la Tierra permanecía oculto para mí: la inmensidad azul o negra de los océanos; la bienvenida alegre de las ciudades blancas; la línea recta y excitante de las costas tropicales; los acantilados con sus cavernas de monstruos; las bahías aceitosas y grises de los mares africanos; las cordilleras más altas —peladas unas, otras azules de misterio—; los amaneceres radiantes; los crepúsculos lánguidos; las tempestades, la inercia, el estruendo; la piedad y la gula, la lujuria y las auroras boreales.
De día, como un meteoro, he surcado los mares, arrullando a los hombres. De noche, como un palacio iluminado, he velado su sueño. He transportado de extremo a extremo del planeta las mercancías más exóticas: del trópico, vainilla, azúcar y piedras preciosas; de los climas templados, aceite, nueces y vinos; de las crestas heladas, maderas sólidas y pieles. Conozco el uranio, la seda, la morfina y la dinamita; el champagne, el plomo y el éter. He tenido entre mis brazos a hombres de todas las razas; he escuchado lenguas de todas las latitudes. He sido testigo de los ritos más paganos, de los más obscuros raptos. Innúmeras veces llevé conmigo al amor, a la muerte y a la esperanza.
Ancianos de barba plateada se apoyaban junto a mi borda, mirando al mar con ojos ahítos; niños de mejillas frescas y triunfales animaban mi ruta; músicas de genios ausentes retumbaban en mis entrañas; visionarios de mil ideales ocultos se tendían sobre mi proa, pretendiendo descifrar cada cual su enigma; amantes, de carnes febriles o yertas, consumaban el acto genésico; científicos, aventureros, cortesanas ricas y toxicómanos envilecidos recorrieron sin cesar mis cubiertas; caballos de pura sangre, reptiles, y bacilos destinados al laboratorio compartieron mis inquietudes. Transporté una locomotora y un ramo de orquídeas; un niño recién nacido y un moribundo; un banquero y un poeta; una reina y un prófugo. Conozco todos los vicios del hombre; las brumas de la justicia; el orden de los astros. Lo conozco todo, y decidí sucumbir.
Fue una noche clara, muy tibia.
Ha tiempo me asediaba el terror, la congoja, todos esos sentimientos pestilentes que agitan al hombre en cuanto la vejez se acerca. Una sensación inexplicable —mezcla de tedio y nostalgia por la juventud extinguida— me oprimía, rumbo a las playas de Asia. Navegaba yo, pues, ausente, extraño a mí mismo, como un carricoche cualquiera que rueda a merced del caballito que tira de él. No ansié nunca ser inmortal, porque ello presupone el hastío. Tampoco temí jamás a la muerte.
En cambio, me llenó siempre de cruel espanto la vejez. La decrepitud de un barco es el espectáculo más monstruoso que pueda darse. La decrepitud de un ser triunfante de la Naturaleza sólo tiene un paralelo: el río, que, al secarse, muestra sin pudor alguno su ridícula osamenta. En un tiempo, sus aguas profundas y verdes contenían el secreto de toda belleza; hoy, sobre sus piedras ardientes cantan los grillos feos, los sapos, y millones de moscas ventrudas olfatean y engullen el excremento de los asnos.
Mi terror, por consiguiente, era justificado.
No deseaba yo —viajero de lunas y soles— verme arrumbado en un muelle de fuego, bajo una luz extenuante, retorcidos mis músculos en siniestras contorsiones, como un epiléptico en el desierto inútil. No deseaba ser ruina, guarida de aves y teatro de experimentos marinos. Pronto el metal de mis herrajes se cubriría de moho; mis mástiles se inclinarían como árboles sin savia; se crisparían mis maderas finas; y mis tres chimeneas paralelas serían igual que tres cruces gigantes sobre la tumba de un millonario. Deshabitado, absurdo, no tendría más valor que una reminiscencia. Imitaría, imperfectamente, sobre el fondo olivo del mar, uno de esos esqueletos antediluvianos que despiertan en los museos la ansiedad de las criaturas. Pertenecería a lo que fue. Y un día no muy lejano, una de esas tempestades colosales y frenéticas, que tanto he admirado, rompería mis amarras, golpearía mi casco contra las paredes del muelle, y, lentamente, tristemente, sin ningún espasmo, me iría sumergiendo allí, allí mismo, junto a las barquichuelas de los pescadores, entre el griterío de la multitud enardecida, cerca de los comercios, de los bártulos, de los retretes de los hombres. Ningún prodigioso abismo me acogería: sólo diez, quince metros de agua turbia, pesada, multicolor por la abundancia de desperdicios.
Así, pues, deseé fenecer en la inmensidad de la noche, del mar abierto, bajo las estrellas chispeantes y la luna roja.
Ocurrió bien simplemente.
Sonaba la orquesta adentro. Se bebía champagne, cerveza helada y kirsch. Se comía caviar, cerezas en compota y galletas sodas. Bailaban los pasajeros, uno que otro tripulante y el capitán. Los marineros cantaban sobre la popa, acompañados de un acordeón. Un hombre solitario, junto a una grúa, limpiaba nerviosamente sus gafas. Otro, más viejo que éste, miraba pensativamente a la obscuridad. En la cabina de un multimillonario yanqui se redactaba este telegrama:
Happy New Year
Dos jovencitos núbiles, con las mejillas encendidas de deseo, tejían un sueño imposible de azahares, virginidad e incienso.
No sentí la menor inquietud o temor, el más leve remordimiento. ¡Era tan pueril todo aquello! ¡Es tan pueril realmente la vida de los hombres!
Miré por última vez al cielo alto, negro; a la luna mórbida, sangrante; a la espuma inquieta; a la concavidad profunda del horizonte. Una sed abrasadora —sed de agua salada— me quemó la garganta, cual si un fuego repentino hubiera estallado en mi pecho y se propagara a través de mis arterias. Abrí la boca y bebí. El agua penetró a borbotones, se precipitó en mi vientre, inundándome las entrañas. Cesó la orquesta. Se apagaron las luces. Tronó la sirena barriendo la llanura…
Y me hundí. Me hundí cruelmente con un mundo a cuestas; con el hombre que limpiaba sus gafas; con la compota de cerezas; con el acordeón de los marineros; con el uniforme del capitán; con las gemas y los metales de las señoras; con mil botellas de champagne sin descorchar…
Y otro mundo más noble, infinitamente más bello, salió a mi encuentro. Un mundo húmedo, susurrante y pleno. Un mundo de fosforescencias extrañas, de monstruos casi divinos, de sombras gráciles que se deslizan sin ningún ruido, de mujeres azules y hombres con escamas rojas, de copas cargadas de sal. Un mundo de floraciones perpetuas; de miradas inalterables; de paz y regocijo continuos.
Cuando caí al fondo escuché el canto triunfal de todos los buques muertos. Y me eché a dormir así, un poco fatigado, otro poco orgulloso, pensando con angustia en esos muelles infames donde los barcos decrépitos se retuercen vencidos, cobardes, enfermos…
— Francisco Tario, "La noche del buque náufrago" en Algunas noches, algunos fantasmas (México: FCE, 2004)
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