Acompáñese con vino.

Acompáñese con vino.
by Jonathan Wolstenholme

viernes, 20 de febrero de 2015

ISOLDA. Guillermo Fadanelli


Isolda cruzó las piernas; sus movimientos cautelosos —como si temiera hacerse daño con sus propios huesos— brotaban a la par de su ingenuo parloteo. Domingo conservaba la vista sobre una de las peras rojizas que había dejado en el borde de la mesa. ¿Y si fuera la misma Lisaveta Ivánovna quien lo visitaba? La joven, bella y desgraciada Lisaveta Ivánovna del relato de Púshkin. Domingo divagó durante segundos que se extendieron como mesetas en el tiempo; divagó en el rostro de su joven visita y dejó de pensar. En tanto, Isolda descubrió una mancha húmeda en la entrepierna del vecino y no se le ocurrió que fueran orines, sino vino o agua recién derramada a causa de un descuido. Se hallaba dispuesta a perdonarle cualquier acto, hasta el hecho de que observara con tanta repulsión las peras que había reservado para él. Algo obnubilado, Domingo recordó de golpe su estancia en la casa de piedra verde y musgosa de su adolescencia, la casa en San Miguel Chapultepec, y entonces una voz subió por los muros que formaban la piedra y su memoria. ¿Era su propia voz? No cabía duda, era su voz: “Mi suplicio no había concluido. Nos envolvía una densa oscuridad y sólo veíamos interminables tapias, tras las que se alzaban corpulentos árboles, cuyas ramas casi se cruzaban con las ramas del lado opuesto, y casas sin ventana alguna iluminada. En una de ellas debía estar María Nicolayevna. Sin duda había caído en una trampa siniestra y terrible. ¿Quién sería el hombre alto que la había llevado allí?”
     La voz ajena se interrumpió y a la mente de Domingo llegó una escena de su pasado cuando varios niños, en sigilo, a la manera de un comando salido de la nada, se colaban al jardín de su casa en San Miguel Chapultepec, niños idiotas y sin gracia que se ocultaban entre las plantas y luego se encaramaban en los árboles de ramas torcidas que asomaban hasta la acera. Su hermano Alfredo entonces tenía diecisiete años y había adquirido un rifle de diábolos con la única finalidad de disparar contra los párvulos intrusos. Alfredo no permitiría que se pusiera un pie dentro de su futura propiedad: “¡Pendejos, voy a meterles un diábolo en el culo!”
     —Ni Dios te soporta —le reclamaba Domingo—; si disparas contra esos niños le diré a mi padre que eres maricón.
     Una figura espigada y siniestra era la de su hermano Alfredo. Y su actitud pocas veces tierna y muy arrogante como una piedra que se pule a sí misma y sabe que existirá millones de años.
     —Cállate, estúpido, o le diré a mi mamá que te masturbas en su cuarto.
     —Me masturbo en todos lados, no sólo en el cuarto de Sara.
     —Asqueroso, ya verás. Te van a echar a la calle cuando se enteren… —amenazaba el joven Alfredo.
     —Me sorprende saber que todavía se ocupan de mí —dijo Domingo más para sí que para Isolda, a quien no se le veían intenciones de marcharse.
     —Tu casa es la bodega de las botellas vacías —observó Isolda—. Los sábados en la mañana pasa un hombre en una carreta y compra botellas; ganarías buen dinero si le vendieras todas éstas. ¿Quieres que yo las venda?
     —No me interesa vender nada; pero es verdad, me deprimo mucho cuando veo una botella que no ha sido bebida. Por eso nunca tengo nada que ofrecer a las visitas… Lo siento.
     “Hablar de alcohol con una niña de trece o catorce años de edad, ¡soy un patán!”, se increpaba Domingo aunque al fin y al cabo se conformaba.
     —¿Por qué tomas tanto? ¿Ves las cosas diferentes? ¿Cómo me ves a mí?…
     —No lo sé; en tu escuela deberían dedicarse a resolver cuestiones de esa especie. ¿Tanto tiempo consumido allí adentro para nada? Si fueras mi hija no te enviaría a ningún colegio y yo mismo te daría lecciones. ¿Te sorprende que beba alcohol? Bueno, a mí me aterroriza ver a los niños tomando refrescos de gas y chupando paletas de chile y otras porquerías. Así que estamos a mano.
     En Domingo crecía la impresión de que Sara K estaba de vuelta, convertida en una menor de edad. El aire compartido se había vuelto tan familiar y los pies de ella, de ellas, sus rodillas de arcilla, y un deseo abierto y jamás satisfecho. El tener sin tener. Sara K estaba frente a él y sus axilas, la entrepierna, los lóbulos de sus orejas ardían en ella cuando él se aproximaba con sus manos y su mente. A la cabeza de Domingo llegó de súbito otro recuerdo inmundo, como un insecto desconocido que nos mira con ojos que no parecen ojos. Su padre bebía uno o dos whiskys en las rocas después de la jornada de trabajo, Cardhu, escocés. No lo bebía lentamente sino de uno o dos tragos; los hielos quedaban intactos y Domingo tomaba el vaso y lo agitaba para escuchar el ruido de los gélidos cubos golpear contra el cristal. Fue el primer instrumento musical que tuvo en las manos, y a él le sonaban, decía, como los huevos de un oso polar.
     —En mi clase hay uno que toma tequila; eso presume. Se llama Norberto y es antipático, chaparro y tiene los pelos engomados. Y escupe en el piso, es como un monstruo que escupe. Me da asco.
     —Estoy seguro de que en el futuro vas a casarte con él; es la historia del mundo, estar junto a los que más odiamos. Ya lo verás.
     Domingo se arrepintió de usar la palabra casarte en vez de unirte. Cabía la hermosa posibilidad de que las nuevas generaciones desterraran esa clase de palabras para siempre.
     —Antes que casarme con él lo asesinaría, es mucho peor que tu hermano; es antipático, “un pequeño nefasto”… Así le dice mi madre, el pequeño nefasto de los pelos tiesos.
     —¿Un pequeño nefasto? No está mal, pero no te equivoques conmigo, beber no es la única actividad que realizo; también leo novelas, biografías y observo a las personas.
     —¿Para qué las observas? Todas hacen lo mismo —dijo Isolda.
     Sus senos no crecerían mucho más. En ocasiones, de modo accidental al mover sus brazos, ella rozaba sus pezones con la palma de la mano. Y así, de la nada, creaba un campo magnético que sólo un cerdo o un santo se propondrían traspasar. Contra sus impulsos sanguíneos, Domingo procuraba mantenerse estoico ante esa inesperada atracción, pues bien sabía que más tarde unos buenos tragos dejarían las cosas en el mismo lugar. No tenía necesidad de sufrir estas tentaciones. ¿Era acaso una broma de Sara K? La soportaría. Domingo apretó lo más fuerte posible las piernas hasta hacerse daño en los testículos. Una erección lo habría sumido en el desasosiego y en la culpa. Para evitar esa erección acudió de nuevo a las palabras:
     —No lo sé. En realidad no sé por qué observo a la gente, es un hábito cualquiera. Quizás corra con suerte y algún día me encuentre yo con una persona interesante.
     —Mi madre cree que tú sufres mucho porque se murió tu esposa. Y yo te digo: no te preocupes. Yo no tengo padre y no me importa.
     Las turbinas de un avión prendieron el cielo y el ruido agrio de la nave interrumpió por un momento la recia afirmación de Isolda. Todos los aviones que aterrizaban en el aeropuerto de la ciudad pasaban encima de la colonia Escandón, rozaban el World Trade Center y la Torre de Mexicana de Aviación, y comenzaban a descender sobre un pantano de casas grises y tristonas. Isolda no sabía lo que era estar dentro de un avión. Lo más cerca que había estado de una visión panorámica era el séptimo piso de un edificio en la colonia Roma.
     —Tú, por ejemplo, me das la impresión de ser irreal; eres simpática y noble, pero muy joven todavía. Es probable que en unos años te vuelvas odiosa y aún así vas a querer vivir mucho tiempo. Los odiosos se obstinan en ser eternos, ¿qué le vamos a hacer? Nadie quiere vivir tanto tiempo, sólo los odiosos. Además lo logran… ¿Para qué te hablo de estas cosas? Tú eres simpática, y joven; ya te echarás a perder en unos años….
     —¿Joven yo? No creas eso. Yo no pienso como las mujeres de mi edad. Soy distinta a ellas y casi no tengo amigos. Tendré que ir a un psicólogo si no cambio, dice mi madre. Los psicólogos deben cobrar mucho dinero, así que más me vale ser normal. Yo nunca en mi vida he visto a un psicólogo; dicen que hay uno en la escuela. Yo no lo veo por allí, tal vez esté disfrazado y nos vigila.
     —Olvídate de esa gente. Tu mente debe seguir virgen; no abras las puertas, no abras esas puertas… Si lo haces entrarán animales muertos, y teorías raras. ¿Conoces la tintorería que está en José Martí, a un lado del pequeño deportivo? La atiende una anciana que parece japonesa.
     —Sí, conozco a la señora: le decimos “la Japonesa”. Nosotras siempre lavamos en casa y a la tintorería sólo llevamos ropa en días especiales. Es cara, muy cara esa tintorería. Por lavar y planchar un abrigo cobran hasta noventa pesos. Parece una tintorería barata, pero no lo es. ¿Noventa pesos? ¡Eso es lo que cuesta planchar mi abrigo! Nosotras también tenemos manos y plancha…
     —Hace mucho tiempo mi esposa llevó un vestido a este lugar, pero no sé si aún conserven la prenda. No sé qué hacen con la ropa de las personas que mueren y que nadie reclama.
     Isolda cruzaba una y otra vez las piernas e intentaba construirse una apariencia de persona mayor e interesante. Tenía deseos de impresionar a Domingo. ¿Por qué motivo? No lo sabía. Y ese deseo de impresionar al borracho nacía no en su mente sino en sus ancas, en medio de las piernas, en los sedosos glúteos cuyas formas no ocultaban sus faldas. Domingo, por su parte, parecía inmune a los movimientos de la joven, pero cada vez que ella cruzaba las piernas, un borbotón de sangre y licor abría una oquedad en su estómago y tenía que cerrar y apretar las manos como si se aferrara a la maroma de un barco sacudido de pronto por el oleaje. Tal vez si vomitara, aferrado a no caer, fundiendo sus metacarpos a la baranda, si echara toda su porquería al mar, toda la mierda que comía en las cantinas, quizás entonces sus pensamientos no apestarían a odre viejo, a piel podrida, como él se imaginaba el aroma de su vómito.
     —Si averiguas algo te lo agradeceré. Ha pasado tanto tiempo… Se habrán deshecho de ese vestido, pero quisiera intentarlo. ¿Qué tal si los tintoreros son unos personajes sentimentales y acumulan las prendas sólo por cariño? ¿Qué tal si se enamoran de un saco en especial o de un vestido? Lo hábitos de cada quien son una encrucijada. Si tengo suerte, puede ser que la Japonesa sea una cursi y conserve un cementerio de prendas olvidadas en algún lugar.
     —Haré lo que tú me pidas, pero no vuelvas a decir que me casaré con el imbécil de Norberto. En verdad lo odio.
     —Cuando crezcas le tendrás lástima, ya verás. En fin, no habrá boda y los invitados tendrán que devolver los trajes alquilados.
     —Sí, que devuelvan los trajes, y los zapatos.
     —Oye, niña, a tu edad no se debe odiar a nadie, todavía no tienes suficientes motivos; tu odio no es real, es una invención —dijo Domingo, concentrado y animado por la posibilidad de recuperar el vestido de Sara K, y le extendió a la joven un papel arrugado y mal doblado a punto de desintegrarse en el aire: la nota que guardaba en un ánfora vacía, el recibo de la tintorería.

— Guillermo Fadanelli, Mis mujeres muertas. Cap. 23. Grijalbo: México, 2012. (Edición Electrónica Random House Mondadori) 

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