—Pero ¿por qué entró usted en la policía? —preguntó Syme indiscretamente.
—Más o menos por la misma razón que usted tiene para calumniar a la policía —replicó el otro—. Porque comprendí que, en este servicio, hay ciertas oportunidades para aquellos cuyo interés por la humanidad afecta más bien a las aberraciones del intelecto científico, que no al estado anormal —y, aunque excesivo, excusable—, de la voluntad humana. Creo que hablo claro.
—Si quiere usted decir que habla para sí mismo —dijo Syme—, es posible. Pero si quiere decir usted que se explica, no hay tal, no señor. ¿Qué filosofías son éstas en un hombre que lleva el casco azul, aquí, en los muelles del Támesis?
—Ya se ve que no ha oído usted hablar de los últimos desarrollos de nuestro sistema policíaco —le contestó el otro—. Y no me extraña: como que procuramos ocultarlos a las clases cultas, que es donde tenemos más enemigos. Pero me parece que a usted no le faltan disposiciones. Yo creo que usted podría ser de los nuestros.
—¿En qué sentido? —interrogó Syme.
—Se lo diré a usted —comenzó el policía con lentitud—. He aquí la cuestión: el jefe de una de nuestras secciones, uno de los más celebrados detectives de Europa, sostiene, de tiempo atrás, la tesis de que nuestra civilización está amenazada por una conspiración de orden puramente intelectual. Está convencido de que el mundo científico y el mundo artístico traman, sordamente, una cruzada contra la Familia y el Estado. En consecuencia, ha organizado un cuerpo especial de policías, que son, al mismo tiempo, filósofos. La misión de éstos es observar el fermento naciente de la conspiración, para combatirla, no sólo en el sentido penal, sino en el terreno de la controversia. Yo, que soy demócrata, sé bien lo que vale el hombre ordinario en materia de valor o virtud ordinarios; pero reconozco que sería inconveniente emplear policías ordinarios para una investigación que es como una caza a la herejía.
Los ojos de Syme brillaban de entusiasmo y curiosidad.
—Y entonces —dijo—, ¿usted qué es?
—¿Qué? Desempeño el oficio de policía filósofo —dijo el del uniforme azul—. El oficio es a la vez más atrevido y más sutil que el de un detective vulgar. Éste tiene que ir a las tabernas sospechosas para arrestar ladrones. Nosotros vamos a los tés artísticos para descubrir pesimistas. El detective vulgar, hojeando un libro mayor o un diario, adivina un crimen pasado. Nosotros, hojeando un libro de sonetos, adivinamos un crimen futuro. A nosotros nos toca remontar hasta el origen de esos temerosos pensamientos que conducen a los hombres al fanatismo intelectual y al crimen intelectual. Si llegamos a tiempo para evitar el asesinato de Hartlepool, se debe a que uno de los nuestros —un tal Wilks, un muchacho muy listo— logró comprender plenamente el sentido de un tresillo musical.
—¿Cree usted realmente —preguntó Syme— que haya una relación tan estrecha entre el crimen y el intelecto moderno?
—Usted no es un demócrata muy convencido —contestó el policía—, pero tenía usted razón hace un rato al decir que solíamos tratar a los criminales pobres con la mayor brutalidad. Le confieso a usted que algunas veces me canso de este oficio, considerando que, las más de las veces, se reduce a hacer la guerra a los ignorantes o a los desesperados. Por fortuna el nuevo rumbo que ha tomado la policía es cosa muy distinta. Nosotros negamos esa afirmación de los snobs ingleses, según la cual los iletrados son los criminales más peligrosos. Recordamos el caso de los emperadores romanos. Recordamos a los grandes príncipes envenenadores del Renacimiento. Afirmamos que el criminal peligroso es el criminal culto; que hoy por hoy, el más peligroso de los criminales es el filósofo moderno que ha roto con todas las leyes. En comparación con él, los ladrones y los, bígamos casi resultan de una perfecta moralidad, y mi corazón está con ellos. Por lo menos, aceptan el ideal humano fundamental, si bien lo procuran por caminos equivocados! Los ladrones creen en la propiedad, y si procuran apropiársela sólo es por el excesivo amor que les inspira. Pero, al filósofo, la idea misma de la propiedad le disgusta, y quisiera destruir hasta la idea de posesión personal. Los bígamos creen en el matrimonio: de otro modo, no se someterían a la formalidad solemne y ritual de la bigamia. Pero el filósofo desprecia el matrimonio. Los asesinos respetan la vida humana, sino que desean alcanzar una plenitud de vida propia, a expensas de las vidas que consideran inferiores a la suya. Pero el filósofo odia la vida, ya en sí mismo o en sus semejantes.
Syme dio una palmada de entusiasmo.
—¡Cuán cierto es eso! —exclamó—. Desde mi infancia he sentido así, pero nunca había logrado formularlo en una antítesis verbal. El criminal común es un mal hombre, pero, en todo caso, puede asegurarse que es un hombre bueno condicional. Con sólo destruir un obstáculo, por ejemplo un tío rico, está dispuesto a aceptar el universo y a dar gracias a Dios. Es un reformador: no un anarquista. Pretende limpiar el edificio: no derrumbarlo. Pero el filósofo perverso no trata de alterar las cosas, sino de aniquilarlos. Sí, es verdad: la sociedad moderna sólo ha conservado las partes más opresivas e ignominiosas de la función policíaca: saquea al pobre, y vigila cautelosamente al infortunado. En cambio, ha abandonado lo más noble de la función: el castigo de los traidores poderosos, en el Estado; y, en la Iglesia, el de los herejes poderosos. Los modernos dicen que no se debe castigar al hereje. Y yo me pregunto si tendremos derecho para castigar, fuera de los casos de herejía.
—¡Pero esto es absurdo! —exclamó el policía, dando a su vez una palmada, con una excitación poco común en personas de su oficio y su corpulencia—. ¡Pero esto es intolerable! Yo no sé a qué se dedicará usted, pero sí sé decirle que está usted desperdiciando su vida. Usted debe unirse, usted va a unirse a nuestro ejército contra la anarquía. Los ejércitos de la anarquía están a las puertas. No tardarán en intentar un golpe. Un instante más, y habrá usted perdido la gloria de trabajar con nosotros, y tal vez la gloria de morir al lado de los últimos héroes.
—En efecto —asintió Syme—, no es cosa de desperdiciar semejante ocasión. Pero creo que aun no he entendido bien. Yo me doy cuenta, como cualquiera, de que el mundo moderno está lleno de pequeños engendros de la anarquía y de multitud de pequeñas tendencias extraviadas. Pero, por repugnantes que sean, tienen generalmente el mérito de estar en desacuerdo entre sí. ¿Qué quiere usted decir al hablar de sus ejércitos y del golpe que preparan? ¿Qué anarquía puede ser ésa?
—No la confunda usted —dijo el guardia— con esas casuales explosiones de dinamita que acaecen en Rusia o en Irlanda, y que son siempre actos de gente oprimida, aunque equivocada. Yo me refiero a un vasto movimiento filosófico, en el que hay un círculo externo y un círculo interno. El círculo externo podemos decir que es el elemento laico; y el interno, el elemento sacerdotal. Pero prefiero llamar, al círculo externo, la sección inocente; y al interno, la sección criminal. El círculo externo —el más numeroso— está constituido por simples anarquistas; es decir, hombres que creen que las reglas y las fórmulas han acabado con la humana felicidad. Así, están convencidos de que los siniestros efectos del crimen son el resultado natural del sistema que le ha dado el nombre de crimen. No creen que el crimen engendra el castigo, sino que el castigo engendra el crimen. El hombre que ha seducido a siete mujeres les parece, en sí mismo, tan irreprochable como las flores de la primavera. El cortador de bolsas les resulta, en sí mismo, un hombre de exquisita bondad. A éstos, pues, llamo yo, la sección de los inocentes.
—¡Oh! —murmuró Syme.
—¡Oh! —murmuró Syme.
—Esta gente, naturalmente, está siempre anunciando una futura era de bienaventuranza, un paraíso por venir, la liberación de las cadenas de la virtud y el vicio, y otras cosas por el estilo. Y también hablan así los del círculo interno, los del sacerdocio sagrado. También hablan, ante las arrebatadas multitudes, de la felicidad futura y la liberación de los hombres. Sólo que en boca de éstos, esas halagüeñas palabras tienen un sentido espantoso. Porque éstos no se hacen ilusiones; son demasiado intelectuales para creer que el hombre se verá alguna vez libre, en este mundo, del pecado original y de la necesidad de la lucha. Cuando hablan así, se refieren a la muerte. Cuando auguran la liberación final de la humanidad, quieren significar con eso el suicidio futuro de la humanidad. Cuando hablan de un paraíso sin bien ni mal, hablan de la tumba. Sólo dos fines se proponen: primero, destruir a la humanidad, y después, destruirse a sí mismos. Por eso lanzan bombas en vez de disparar pistolas. La sección o fila de los inocentes queda contrariada al ver que la bomba no mata al rey; pero el alto sacerdocio se regocija porque, en todo caso, la bomba ha matado a alguien...
—¿Qué debo hacer para unirme a ustedes? —preguntó de pronto Syme, como en un arrebato.
—Sé a punto fijo que hay actualmente una vacante —le contestó el policía—, pues tengo la honra de merecer hasta cierto punto la confianza del jefe de quien le he hablado a usted. Debería usted venir a verlo ahora mismo. Aunque digo mal, porque como verlo, nadie lo ve; pero si usted quiere, puede hablar con él.
—¿Por teléfono? —preguntó Syme con interés.
—No —dijo plácidamente el otro—. Sino que le gusta estar siempre en un cuarto oscuro. Dice que esto aclara sus pensamientos. Venga usted, venga usted conmigo.
— G. K. Chesterton, El hombre que fue jueves, trad. Alfonso Reyes (México: FCE, 2009), 60- 65 pp.
No hay comentarios:
Publicar un comentario