Acompáñese con vino.

Acompáñese con vino.
by Jonathan Wolstenholme

sábado, 28 de febrero de 2015

EL VAMPIRO. Efrén Rebolledo


Ruedan tus rizos lóbregos y gruesos
por tus cándidas formas como un río,
y esparzo en su raudal, crespo y sombrío,
las rosas encendidas de mis besos.

En tanto que descojo los espesos
anillos, siento el roce leve y frío
de tu mano, y un largo calosfrío
me recorre y penetra hasta los huesos.

Tus pupilas caóticas y hurañas
destellan cuando escuchan el suspiro
que sale desgarrando las entrañas,

y mientras yo agonizo, tú sedienta,
finges un negro y pertinaz vampiro
que de mi sangre ardiente se sustenta.

— Efrén Rebolledo (1877-1929)

viernes, 27 de febrero de 2015

RÍOS METAFÍSICOS. Julio Cortázar


     A todo el mundo le pasa igual, la estatua de Jano es un despilfarro inútil, en realidad después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás. Es lo que se llama propiamente un lugar común. Nada que hacerle, hay que decirlo así, con las palabras que tuercen de aburrimiento los labios de los adolescentes unirrostros. Rodeado de chicos con tricotas y muchachas deliciosamente mugrientas bajo el vapor de los cafés crème de Saint-Germain-des-Prés, que leen a Durrell, a Beauvoir, a Duras, a Douassot, a Queneau, a Sarraute, estoy yo un argentino afrancesado (horror horror), ya fuera de la moda adolescente, del cool, con en las manos anacrónicamente Etes-vous fous? de René Crevel, con en la memoria todo el surrealismo, con en la pelvis el signo de Antonin Artaud, con en las orejas las Ionisations de Edgar Varèse, con en los ojos Picasso (pero parece que yo soy un Mondrian, me lo han dicho).
     —Tu sèmes des syllabes pour réeolter des étoiles —me toma el pelo Crevel.
     —Se va haciendo lo que se puede —le contesto.
     —Y esa fémina, n’ arrétera-t-elle donc pas de secouer l’arbre à sanglots?
     —Sos injusto —le digo—. Apenas llora, apenas se queja.
     Es triste llegar a un momento de la vida en que es más fácil abrir un libro en la página 96 y dialogar con su autor, de café a tumba, de aburrido a suicida, mientras en las mesas de al lado se habla de Argelia, de Adenauer, de Mijanou Bardot, de Guy Trébert, de Sidney Bechet, de Michel Butor, de Nabokov, de Zao- Wu-Ki, de Louison Bobet, y en mi país los muchachos hablan, ¿de qué hablan los muchachos en mi país? No lo sé ya, ando tan lejos, pero ya no hablan de Spilimbergo, no hablan de Justo Suárez, no hablan del Tiburón de Quillá, no hablan de Bonini, no hablan de Leguisamo. Como es natural. La joroba está en que la naturalidad y la realidad se vuelven no se sabe por qué enemigas, hay una hora en que lo natural suena espantosamente a falso, en que la realidad de los veinte años se codea con la realidad de los cuarenta y en cada codo hay una gillete tajeándonos el saco. Descubro nuevos mundos simultáneos y ajenos, cada vez sospecho más que estar de acuerdo es la peor de las ilusiones. ¿Por qué esta sed de ubicuidad, por qué esta lucha contra el tiempo? También yo leo a Sarraute y miro la foto de Guy Trébert esposado, pero son cosas que me ocurren, mientras que si soy yo el que decide, casi siempre es hacia atrás. Mi mano tantea en la biblioteca, saca a Crevel, saca a Roberto Arlt, saca a Jarry. Me apasiona el hoy pero siempre desde el ayer (¿me hapasiona, dije?), y es así como a mi edad el pasado se vuelve presente y el presente es un extraño y confuso futuro donde chicos con tricotas y muchachas de pelo suelto beben sus cafés crème y se acarician con una lenta gracia de gatos o de plantas.
     Hay que luchar contra eso.
     Hay que reinstalarse en el presente.
     Parece que yo soy un Mondrian, ergo...
     Pero Mondrian pintaba su presente hace cuarenta años.
     (Una foto de Mondrian, igualito a un director de orquesta típica (( ¡Julio de
Caro, ecco!)), con lentes y el pelo planchado y cuello duro, un aire de hortera
abominable, bailando con una piba diquera. ¿Qué clase de presente sentía
Mondrian mientras bailaba? Esas telas suyas, esa foto suya... Habismos.)
     Estás viejo, Horacio. Quinto Horacio Oliveira, estás viejo, Flaco. Estás flaco y
viejo, Oliveira.
     —Il verse son vitriol entre les euisses des faubourgs —se mofa Crevel.
     ¿Qué le voy a hacer? En mitad del gran desorden me sigo creyendo veleta, al final de tanta vuelta hay que señalar un norte, un sur. Decir de alguien que es un veleta prueba poca imaginación: se ven las vueltas pero no la intención, la punta de la flecha que busca hincarse y permanecer en el río del viento.
     Hay ríos metafísicos. Sí, querida, claro. Y vos estarás cuidando a tu hijo, llorando de a ratos, y aquí ya es otro día y un sol amarillo que no calienta. J’habite à Saint-Germain-des-Prés, et chaque soir j’ai rendez-vous avec Verlaine. / Ce gros pierrot n à pas changé, et pour courir le guilledou... Por veinte francos en la ranura Leo Ferré te canta sus amores, o Gilbert Bécaud, o Guy Béart. Allá en mi tierra: Si quiere ver la vida color de rosa/ Eche veinte centavos en la ranura... A lo mejor encendiste la radio (el alquiler vence el lunes que viene, tendré que avisarte) y escuchas música de cámara, probablemente Mozart, o has puesto un disco muy bajo para no despertar a Rocamadour. Y me parece que no te das demasiado cuenta de que Rocamadour está muy enfermo, terriblemente débil y enfermo, y que lo cuidarían mejor en el hospital. Pero ya no te puedo hablar de esas cosas, digamos que todo se acabó y que yo ando por ahí vagando, dando vueltas, buscando el norte, el sur, si es que lo busco. Si es que lo busco. Pero si no los buscara, ¿qué es esto? Oh mi amor, te extraño, me dolés en la piel, en la garganta, cada vez que respiro es como si el vacío me entrara en el pecho donde ya no estás.
     —Toi —dice Crevel— toujours prèt à grimper les cinq étages des pythonisses
faubouriennes, qui ouvrent grandes les portes du futur...
     Y por qué no, por qué no había de buscar a la Maga, tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y oliva que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, nos íbamos por ahí a la caza de sombras, a comer papas fritas al Faubourg St. Denis, a besarnos junto a las barcazas del canal Saint-Martin. Con ella yo sentía crecer un aire nuevo, los signos fabulosos del atardecer o esa manera como las cosas se dibujaban cuando estábamos juntos y en las rejas de la Cour de Rohan los vagabundos se alzaban al reino medroso y alunado de los testigos y los jueces... Por qué no había de amar a la Maga y poseerla bajo decenas de cielos rasos a seiscientos francos, en camas con cobertores deshilachados y rancios, si en esa vertiginosa rayuela, en esa carrera de embolsados yo me reconocía y me nombraba, por fin y hasta cuándo salido del tiempo y sus jaulas con monos y etiquetas, de sus vitrinas Omega Electron Girard Perregaud Vacheron & Constantin marcando las horas y los minutos de las sacrosantas obligaciones castradoras, en un aire donde las últimas ataduras iban cayendo y el placer era espejo de reconciliación, espejo para alondras pero espejo, algo como un sacramento de ser a ser, danza en torno al arca, avance del sueño boca contra boca, a veces sin desligarnos, los sexos unidos y tibios, los brazos como guías vegetales, las manos acariciando aplicadamente un muslo, un cuello...
     —Tu t’accroches à des histories —dice Crevel—. Tu étreins des mots...
     —No, viejo, eso se hace más bien del otro lado del mar, que no conocés. Hace rato que no me acuesto con las palabras. Las sigo usando, como vos y como todos, pero las cepillo muchísimo antes de ponérmelas.
     Crevel desconfía y lo comprendo. Entre la Maga y yo crece un cañaveral de palabras, apenas nos separan unas horas y unas cuadras y ya mi pena se llama pena, mi amor se llama mi amor... Cada vez iré sintiendo menos y recordando más, pero qué es el recuerdo sino el idioma de los sentimientos, un diccionario de caras y días y perfumes que vuelven como los verbos y los adjetivos en el discurso, adelantándose solapados a la cosa en sí, al presente puro, entristeciéndonos o aleccionándonos vicariamente hasta que el propio ser se vuelve vicario, la cara que mira hacia atrás abre grandes los ojos, la verdadera cara se borra poco a poco como en las viejas fotos y Jano es de golpe cualquiera de nosotros. Todo esto se lo voy diciendo a Crevel pero es con la Maga que hablo, ahora que estamos tan lejos. Y no le hablo con las palabras que sólo han servido para no entendernos, ahora que ya es tarde empiezo a elegir otras, las de ella, las envueltas en eso que ella comprende y que no tiene nombre, auras y tensiones que crispan el aire entre dos cuerpos o llenan de polvo de oro una habitación o un verso. ¿Pero no hemos vivido así todo el tiempo, lacerándonos dulcemente? No, no hemos vivido así, ella hubiera querido pero una vez más yo volví a sentar el falso orden que disimula el caos, a fingir qué me entregaba a una vida profunda de la que sólo tocaba el agua terrible con la punta del pie. Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire, girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impulso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada. Y no lo sabe, igualita a la golondrina. No necesita saber como yo, puede vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de orden la retenga. Ese desorden que es su orden misterioso, esa bohemia del cuerpo y el alma que le abre de par en par las verdaderas puertas. Su vida no es desorden más que para mí, enterrado en prejuicios que desprecio y respeto al mismo tiempo. Yo, condenado a ser absuelto irremediablemente por la Maga que me juzga sin saberlo. Ah, dejame entrar, dejame ver algún día como ven tus ojos.
     Inútil. Condenado a ser absuelto. Vuélvase a casa y lea a Spinoza. La Maga no sabe quién es Spinoza. La Maga lee interminables novelas de rusos y alemanes y Pérez Galdós y las olvida en seguida. Nunca sospechará que me condena a leer a Spinoza. Juez inaudito, juez por sus manos, por su carrera en plena calle, juez por sólo mirarme y dejarme desnudo, juez por tonta e infeliz y desconcertada y roma y menos que nada. Por todo eso que sé desde mi amargo saber, con mi podrido rasero de universitario y hombre esclarecido, por todo eso, juez. Dejate caer, golondrina, con esas filosas tijeras que recortan el cielo de Saint-Germaindes- Prés, arrancá estos ojos que miran sin ver, estoy condenado sin apelación, pronto a ese cadalso azul al que me izan las manos de la mujer cuidando a su hijo, pronto la pena, pronto el orden mentido de estar solo y recobrar la suficiencia, la egociencia, la conciencia. Y con tanta ciencia una inútil ansia de tener lástima de algo, de que llueva aquí dentro, de que por fin empiece a llover, a oler a tierra, a cosas vivas, sí, por fin a cosas vivas.

— Julio Cortázar, Rayuela (México: Alfaguara, 2013), 108- 112 pp. 

sábado, 21 de febrero de 2015

SOY LO QUE HAGO —POR ESO ESTOY AQUÍ. Ray Bradbury



a Gerard Manley Hopkins

Soy lo que hago; por eso estoy aquí.
¡Soy lo que hago!
¡Para eso vine al mundo!
Así decía Gerard;
el amable Manley Hopkins.
En prosa y en poesía vio el Destino
señalado en los genes, para soltarlo luego, libre
entre los caracteres eléctricos impresos en la sangre.
¡Llevas la huella del pulgar de Dios!, decía.
¡En la hora en que te alumbran:
Él te toca la frente y te estampa en el ceño,
los símbolos y riscos de su Alma!
Pero en la misma hora, nacido ya y gritando
los atónitos pronunciamientos del que viene al mundo,
reflejado en los ojos de la partera, la madre y el
médico
ves que el Pulgar se desvanece y se rasga en carne,
para que, perdido, borrado, apliques una vida a
buscar
y cavar, buscando las instrucciones allí puestas
cuando Dios hizo el circuito, e imprimiéndolo
exclamó:
«¡Adelante! ¡Haz eso! ¡Y algo más!
¡He aquí tu identidad! ¡Sé esto!
¡¿Pero qué ocurre?!, gritas tú a voz en cuello,
¿acaso no hay descanso? No, sólo un viaje hacia ti
mismo.
Y aun después, desaparecida la Huella, con un
rumor de caracol
que se extingue en suspiro, unas últimas palabras te
envían al mundo:
«No eres la madre, ni el padre ni el abuelo.
No seas otro. Sé lo que Yo te rubriqué en la sangre.
Puse en tu carne un enjambre de ti. Búscalo.
Y al encontrarlo, sé lo que no puede ser ningún otro.
Te dejo dones del Destino más oculto; no busques
uno ajeno,
pues entonces no habrá tumba en donde quepa tu
aflicción
ni distancia suficiente para ocultar tu pérdida.
Yo circunnavego cada una de tus células,
tu menor molécula es verdadera y justa.
Busca allí destinos indelebles, excelentes
y raros.
Diez mil futuros se reparten tu sangre a cada
instante;
cada gota es para ti un gemelo eléctrico, un clon.
En la más leve línea de una mano pueden leerse
réplicas
de lo que yo he planeado,
y he sabido
antes de que nacieras, y te oculté en el corazón.
No hay parte tuya que no cobije, mantenga y esconda
lo que serás si la fe dura.
Eres lo que haces. Para eso te di a luz.
Acata. Sé sólo aquello que es francamente tú mismo
en esta Tierra.»

Querido Hopkins. Amable Manley. Raro Gerard.
Hermoso nombre.
Somos lo que hacemos. Debido a ti. Para eso hemos
venido.

— Ray Bradbury, Zen en el arte de escribir, trad. Marcelo Cohen (Barcelona: Ediciones Minotauro, 1995) 131-132 pp.

ALGÚN DÍA ENCONTRARÉ UNA PALABRA... Roberto Juarroz


Algún día encontraré una palabra
que penetre en tu vientre y lo fecunde,
que se pare en tu seno
como una mano abierta y cerrada al mismo tiempo.

Hallaré una palabra
que detenga tu cuerpo y lo dé vuelta,
que contenga tu cuerpo
y abra tus ojos como un dios sin nubes
y te use tu saliva
y te doble las piernas.
Tú tal vez no la escuches
o tal vez no la comprendas.
No será necesario.
Irá por tu interior como una rueda
recorriéndote al fin de punta a punta,
mujer mía y no mía
y no se detendrá ni cuando mueras.

— Roberto Juarroz
(vía: amediavoz.com)

viernes, 20 de febrero de 2015

ISOLDA. Guillermo Fadanelli


Isolda cruzó las piernas; sus movimientos cautelosos —como si temiera hacerse daño con sus propios huesos— brotaban a la par de su ingenuo parloteo. Domingo conservaba la vista sobre una de las peras rojizas que había dejado en el borde de la mesa. ¿Y si fuera la misma Lisaveta Ivánovna quien lo visitaba? La joven, bella y desgraciada Lisaveta Ivánovna del relato de Púshkin. Domingo divagó durante segundos que se extendieron como mesetas en el tiempo; divagó en el rostro de su joven visita y dejó de pensar. En tanto, Isolda descubrió una mancha húmeda en la entrepierna del vecino y no se le ocurrió que fueran orines, sino vino o agua recién derramada a causa de un descuido. Se hallaba dispuesta a perdonarle cualquier acto, hasta el hecho de que observara con tanta repulsión las peras que había reservado para él. Algo obnubilado, Domingo recordó de golpe su estancia en la casa de piedra verde y musgosa de su adolescencia, la casa en San Miguel Chapultepec, y entonces una voz subió por los muros que formaban la piedra y su memoria. ¿Era su propia voz? No cabía duda, era su voz: “Mi suplicio no había concluido. Nos envolvía una densa oscuridad y sólo veíamos interminables tapias, tras las que se alzaban corpulentos árboles, cuyas ramas casi se cruzaban con las ramas del lado opuesto, y casas sin ventana alguna iluminada. En una de ellas debía estar María Nicolayevna. Sin duda había caído en una trampa siniestra y terrible. ¿Quién sería el hombre alto que la había llevado allí?”
     La voz ajena se interrumpió y a la mente de Domingo llegó una escena de su pasado cuando varios niños, en sigilo, a la manera de un comando salido de la nada, se colaban al jardín de su casa en San Miguel Chapultepec, niños idiotas y sin gracia que se ocultaban entre las plantas y luego se encaramaban en los árboles de ramas torcidas que asomaban hasta la acera. Su hermano Alfredo entonces tenía diecisiete años y había adquirido un rifle de diábolos con la única finalidad de disparar contra los párvulos intrusos. Alfredo no permitiría que se pusiera un pie dentro de su futura propiedad: “¡Pendejos, voy a meterles un diábolo en el culo!”
     —Ni Dios te soporta —le reclamaba Domingo—; si disparas contra esos niños le diré a mi padre que eres maricón.
     Una figura espigada y siniestra era la de su hermano Alfredo. Y su actitud pocas veces tierna y muy arrogante como una piedra que se pule a sí misma y sabe que existirá millones de años.
     —Cállate, estúpido, o le diré a mi mamá que te masturbas en su cuarto.
     —Me masturbo en todos lados, no sólo en el cuarto de Sara.
     —Asqueroso, ya verás. Te van a echar a la calle cuando se enteren… —amenazaba el joven Alfredo.
     —Me sorprende saber que todavía se ocupan de mí —dijo Domingo más para sí que para Isolda, a quien no se le veían intenciones de marcharse.
     —Tu casa es la bodega de las botellas vacías —observó Isolda—. Los sábados en la mañana pasa un hombre en una carreta y compra botellas; ganarías buen dinero si le vendieras todas éstas. ¿Quieres que yo las venda?
     —No me interesa vender nada; pero es verdad, me deprimo mucho cuando veo una botella que no ha sido bebida. Por eso nunca tengo nada que ofrecer a las visitas… Lo siento.
     “Hablar de alcohol con una niña de trece o catorce años de edad, ¡soy un patán!”, se increpaba Domingo aunque al fin y al cabo se conformaba.
     —¿Por qué tomas tanto? ¿Ves las cosas diferentes? ¿Cómo me ves a mí?…
     —No lo sé; en tu escuela deberían dedicarse a resolver cuestiones de esa especie. ¿Tanto tiempo consumido allí adentro para nada? Si fueras mi hija no te enviaría a ningún colegio y yo mismo te daría lecciones. ¿Te sorprende que beba alcohol? Bueno, a mí me aterroriza ver a los niños tomando refrescos de gas y chupando paletas de chile y otras porquerías. Así que estamos a mano.
     En Domingo crecía la impresión de que Sara K estaba de vuelta, convertida en una menor de edad. El aire compartido se había vuelto tan familiar y los pies de ella, de ellas, sus rodillas de arcilla, y un deseo abierto y jamás satisfecho. El tener sin tener. Sara K estaba frente a él y sus axilas, la entrepierna, los lóbulos de sus orejas ardían en ella cuando él se aproximaba con sus manos y su mente. A la cabeza de Domingo llegó de súbito otro recuerdo inmundo, como un insecto desconocido que nos mira con ojos que no parecen ojos. Su padre bebía uno o dos whiskys en las rocas después de la jornada de trabajo, Cardhu, escocés. No lo bebía lentamente sino de uno o dos tragos; los hielos quedaban intactos y Domingo tomaba el vaso y lo agitaba para escuchar el ruido de los gélidos cubos golpear contra el cristal. Fue el primer instrumento musical que tuvo en las manos, y a él le sonaban, decía, como los huevos de un oso polar.
     —En mi clase hay uno que toma tequila; eso presume. Se llama Norberto y es antipático, chaparro y tiene los pelos engomados. Y escupe en el piso, es como un monstruo que escupe. Me da asco.
     —Estoy seguro de que en el futuro vas a casarte con él; es la historia del mundo, estar junto a los que más odiamos. Ya lo verás.
     Domingo se arrepintió de usar la palabra casarte en vez de unirte. Cabía la hermosa posibilidad de que las nuevas generaciones desterraran esa clase de palabras para siempre.
     —Antes que casarme con él lo asesinaría, es mucho peor que tu hermano; es antipático, “un pequeño nefasto”… Así le dice mi madre, el pequeño nefasto de los pelos tiesos.
     —¿Un pequeño nefasto? No está mal, pero no te equivoques conmigo, beber no es la única actividad que realizo; también leo novelas, biografías y observo a las personas.
     —¿Para qué las observas? Todas hacen lo mismo —dijo Isolda.
     Sus senos no crecerían mucho más. En ocasiones, de modo accidental al mover sus brazos, ella rozaba sus pezones con la palma de la mano. Y así, de la nada, creaba un campo magnético que sólo un cerdo o un santo se propondrían traspasar. Contra sus impulsos sanguíneos, Domingo procuraba mantenerse estoico ante esa inesperada atracción, pues bien sabía que más tarde unos buenos tragos dejarían las cosas en el mismo lugar. No tenía necesidad de sufrir estas tentaciones. ¿Era acaso una broma de Sara K? La soportaría. Domingo apretó lo más fuerte posible las piernas hasta hacerse daño en los testículos. Una erección lo habría sumido en el desasosiego y en la culpa. Para evitar esa erección acudió de nuevo a las palabras:
     —No lo sé. En realidad no sé por qué observo a la gente, es un hábito cualquiera. Quizás corra con suerte y algún día me encuentre yo con una persona interesante.
     —Mi madre cree que tú sufres mucho porque se murió tu esposa. Y yo te digo: no te preocupes. Yo no tengo padre y no me importa.
     Las turbinas de un avión prendieron el cielo y el ruido agrio de la nave interrumpió por un momento la recia afirmación de Isolda. Todos los aviones que aterrizaban en el aeropuerto de la ciudad pasaban encima de la colonia Escandón, rozaban el World Trade Center y la Torre de Mexicana de Aviación, y comenzaban a descender sobre un pantano de casas grises y tristonas. Isolda no sabía lo que era estar dentro de un avión. Lo más cerca que había estado de una visión panorámica era el séptimo piso de un edificio en la colonia Roma.
     —Tú, por ejemplo, me das la impresión de ser irreal; eres simpática y noble, pero muy joven todavía. Es probable que en unos años te vuelvas odiosa y aún así vas a querer vivir mucho tiempo. Los odiosos se obstinan en ser eternos, ¿qué le vamos a hacer? Nadie quiere vivir tanto tiempo, sólo los odiosos. Además lo logran… ¿Para qué te hablo de estas cosas? Tú eres simpática, y joven; ya te echarás a perder en unos años….
     —¿Joven yo? No creas eso. Yo no pienso como las mujeres de mi edad. Soy distinta a ellas y casi no tengo amigos. Tendré que ir a un psicólogo si no cambio, dice mi madre. Los psicólogos deben cobrar mucho dinero, así que más me vale ser normal. Yo nunca en mi vida he visto a un psicólogo; dicen que hay uno en la escuela. Yo no lo veo por allí, tal vez esté disfrazado y nos vigila.
     —Olvídate de esa gente. Tu mente debe seguir virgen; no abras las puertas, no abras esas puertas… Si lo haces entrarán animales muertos, y teorías raras. ¿Conoces la tintorería que está en José Martí, a un lado del pequeño deportivo? La atiende una anciana que parece japonesa.
     —Sí, conozco a la señora: le decimos “la Japonesa”. Nosotras siempre lavamos en casa y a la tintorería sólo llevamos ropa en días especiales. Es cara, muy cara esa tintorería. Por lavar y planchar un abrigo cobran hasta noventa pesos. Parece una tintorería barata, pero no lo es. ¿Noventa pesos? ¡Eso es lo que cuesta planchar mi abrigo! Nosotras también tenemos manos y plancha…
     —Hace mucho tiempo mi esposa llevó un vestido a este lugar, pero no sé si aún conserven la prenda. No sé qué hacen con la ropa de las personas que mueren y que nadie reclama.
     Isolda cruzaba una y otra vez las piernas e intentaba construirse una apariencia de persona mayor e interesante. Tenía deseos de impresionar a Domingo. ¿Por qué motivo? No lo sabía. Y ese deseo de impresionar al borracho nacía no en su mente sino en sus ancas, en medio de las piernas, en los sedosos glúteos cuyas formas no ocultaban sus faldas. Domingo, por su parte, parecía inmune a los movimientos de la joven, pero cada vez que ella cruzaba las piernas, un borbotón de sangre y licor abría una oquedad en su estómago y tenía que cerrar y apretar las manos como si se aferrara a la maroma de un barco sacudido de pronto por el oleaje. Tal vez si vomitara, aferrado a no caer, fundiendo sus metacarpos a la baranda, si echara toda su porquería al mar, toda la mierda que comía en las cantinas, quizás entonces sus pensamientos no apestarían a odre viejo, a piel podrida, como él se imaginaba el aroma de su vómito.
     —Si averiguas algo te lo agradeceré. Ha pasado tanto tiempo… Se habrán deshecho de ese vestido, pero quisiera intentarlo. ¿Qué tal si los tintoreros son unos personajes sentimentales y acumulan las prendas sólo por cariño? ¿Qué tal si se enamoran de un saco en especial o de un vestido? Lo hábitos de cada quien son una encrucijada. Si tengo suerte, puede ser que la Japonesa sea una cursi y conserve un cementerio de prendas olvidadas en algún lugar.
     —Haré lo que tú me pidas, pero no vuelvas a decir que me casaré con el imbécil de Norberto. En verdad lo odio.
     —Cuando crezcas le tendrás lástima, ya verás. En fin, no habrá boda y los invitados tendrán que devolver los trajes alquilados.
     —Sí, que devuelvan los trajes, y los zapatos.
     —Oye, niña, a tu edad no se debe odiar a nadie, todavía no tienes suficientes motivos; tu odio no es real, es una invención —dijo Domingo, concentrado y animado por la posibilidad de recuperar el vestido de Sara K, y le extendió a la joven un papel arrugado y mal doblado a punto de desintegrarse en el aire: la nota que guardaba en un ánfora vacía, el recibo de la tintorería.

— Guillermo Fadanelli, Mis mujeres muertas. Cap. 23. Grijalbo: México, 2012. (Edición Electrónica Random House Mondadori) 

sábado, 14 de febrero de 2015

COMO UNA FLOR BAJO LA LLUVIA. Charles Bukowski


Me corté la uña del dedo
del medio
de la mano derecha
bien corta
y empecé a sobarle el coño
mientras ella estaba sentada en la cama
poniéndose crema en los brazos
la cara
y los pechos
después de bañarse.
Entonces encendió un cigarrillo:
«tu sigue»,
y fumó, y continuó poniéndose
crema.
yo continué sobándole el coño.
<<quieres una manzana?>>, le pregunté.
«bueno», dijo,«¿tú vas a comer una?»
pero fue a ella a quien comí...
empezó a girar
después se puso de lado,
se estaba humedeciendo y abriendo
como una flor bajo la lluvia.
Después se puso boca abajo
y su hermosísimo culo
se alzó ante mí
y metí la mano por debajo
hasta el coño otra vez.
Estiró un brazo y me cogió
la polla, giró y se volvió,
me monté encima
hundía la cara en la mata
de pelo rojo
derramada alrededor de su cabeza
y mi polla tiesa entró
en el milagro.
Más tarde bromeamos sobre la crema
y el cigarrillo y la manzana.
Después salí a la calle y compré pollo
y gambas y patatas fritas y bollitos
y puré y salsa y
ensalada de col, y comimos, ella me dijo
lo bien que lo había pasado y yo le dije
lo bien que lo había pasado y nos comimos
el pollo y las gambas
y las patatas fritas y los bollitos y el
puré y la salsa y
hasta la ensalada de col.

— Charles Bukowski, ‘Como una flor bajo la lluvia’ en Antología, pról y trad. Umberto Cobo (Colombia: Arquitrave, 2004), 67-68.

viernes, 13 de febrero de 2015

LA NOCHE DEL BUQUE NÁUFRAGO. Francisco Tario


Peregrino de todos los mares; marinero de todos los puertos; noctámbulo de todas las noches… decidí sucumbir para siempre.
     Nada sobre la Tierra permanecía oculto para mí: la inmensidad azul o negra de los océanos; la bienvenida alegre de las ciudades blancas; la línea recta y excitante de las costas tropicales; los acantilados con sus cavernas de monstruos; las bahías aceitosas y grises de los mares africanos; las cordilleras más altas —peladas unas, otras azules de misterio—; los amaneceres radiantes; los crepúsculos lánguidos; las tempestades, la inercia, el estruendo; la piedad y la gula, la lujuria y las auroras boreales.
     De día, como un meteoro, he surcado los mares, arrullando a los hombres. De noche, como un palacio iluminado, he velado su sueño. He transportado de extremo a extremo del planeta las mercancías más exóticas: del trópico, vainilla, azúcar y piedras preciosas; de los climas templados, aceite, nueces y vinos; de las crestas heladas, maderas sólidas y pieles. Conozco el uranio, la seda, la morfina y la dinamita; el champagne, el plomo y el éter. He tenido entre mis brazos a hombres de todas las razas; he escuchado lenguas de todas las latitudes. He sido testigo de los ritos más paganos, de los más obscuros raptos. Innúmeras veces llevé conmigo al amor, a la muerte y a la esperanza.
     Ancianos de barba plateada se apoyaban junto a mi borda, mirando al mar con ojos ahítos; niños de mejillas frescas y triunfales animaban mi ruta; músicas de genios ausentes retumbaban en mis entrañas; visionarios de mil ideales ocultos se tendían sobre mi proa, pretendiendo descifrar cada cual su enigma; amantes, de carnes febriles o yertas, consumaban el acto genésico; científicos, aventureros, cortesanas ricas y toxicómanos envilecidos recorrieron sin cesar mis cubiertas; caballos de pura sangre, reptiles, y bacilos destinados al laboratorio compartieron mis inquietudes. Transporté una locomotora y un ramo de orquídeas; un niño recién nacido y un moribundo; un banquero y un poeta; una reina y un prófugo. Conozco todos los vicios del hombre; las brumas de la justicia; el orden de los astros. Lo conozco todo, y decidí sucumbir.
     Fue una noche clara, muy tibia.
     Ha tiempo me asediaba el terror, la congoja, todos esos sentimientos pestilentes que agitan al hombre en cuanto la vejez se acerca. Una sensación inexplicable —mezcla de tedio y nostalgia por la juventud extinguida— me oprimía, rumbo a las playas de Asia. Navegaba yo, pues, ausente, extraño a mí mismo, como un carricoche cualquiera que rueda a merced del caballito que tira de él. No ansié nunca ser inmortal, porque ello presupone el hastío. Tampoco temí jamás a la muerte.
     En cambio, me llenó siempre de cruel espanto la vejez. La decrepitud de un barco es el espectáculo más monstruoso que pueda darse. La decrepitud de un ser triunfante de la Naturaleza sólo tiene un paralelo: el río, que, al secarse, muestra sin pudor alguno su ridícula osamenta. En un tiempo, sus aguas profundas y verdes contenían el secreto de toda belleza; hoy, sobre sus piedras ardientes cantan los grillos feos, los sapos, y millones de moscas ventrudas olfatean y engullen el excremento de los asnos.
     Mi terror, por consiguiente, era justificado.
     No deseaba yo —viajero de lunas y soles— verme arrumbado en un muelle de fuego, bajo una luz extenuante, retorcidos mis músculos en siniestras contorsiones, como un epiléptico en el desierto inútil. No deseaba ser ruina, guarida de aves y teatro de experimentos marinos. Pronto el metal de mis herrajes se cubriría de moho; mis mástiles se inclinarían como árboles sin savia; se crisparían mis maderas finas; y mis tres chimeneas paralelas serían igual que tres cruces gigantes sobre la tumba de un millonario. Deshabitado, absurdo, no tendría más valor que una reminiscencia. Imitaría, imperfectamente, sobre el fondo olivo del mar, uno de esos esqueletos antediluvianos que despiertan en los museos la ansiedad de las criaturas. Pertenecería a lo que fue. Y un día no muy lejano, una de esas tempestades colosales y frenéticas, que tanto he admirado, rompería mis amarras, golpearía mi casco contra las paredes del muelle, y, lentamente, tristemente, sin ningún espasmo, me iría sumergiendo allí, allí mismo, junto a las barquichuelas de los pescadores, entre el griterío de la multitud enardecida, cerca de los comercios, de los bártulos, de los retretes de los hombres. Ningún prodigioso abismo me acogería: sólo diez, quince metros de agua turbia, pesada, multicolor por la abundancia de desperdicios.
     Así, pues, deseé fenecer en la inmensidad de la noche, del mar abierto, bajo las estrellas chispeantes y la luna roja.
     Ocurrió bien simplemente.
     Sonaba la orquesta adentro. Se bebía champagne, cerveza helada y kirsch. Se comía caviar, cerezas en compota y galletas sodas. Bailaban los pasajeros, uno que otro tripulante y el capitán. Los marineros cantaban sobre la popa, acompañados de un acordeón. Un hombre solitario, junto a una grúa, limpiaba nerviosamente sus gafas. Otro, más viejo que éste, miraba pensativamente a la obscuridad. En la cabina de un multimillonario yanqui se redactaba este telegrama:

Happy New Year

     Dos jovencitos núbiles, con las mejillas encendidas de deseo, tejían un sueño imposible de azahares, virginidad e incienso.
     No sentí la menor inquietud o temor, el más leve remordimiento. ¡Era tan pueril todo aquello! ¡Es tan pueril realmente la vida de los hombres!
     Miré por última vez al cielo alto, negro; a la luna mórbida, sangrante; a la espuma inquieta; a la concavidad profunda del horizonte. Una sed abrasadora —sed de agua salada— me quemó la garganta, cual si un fuego repentino hubiera estallado en mi pecho y se propagara a través de mis arterias. Abrí la boca y bebí. El agua penetró a borbotones, se precipitó en mi vientre, inundándome las entrañas. Cesó la orquesta. Se apagaron las luces. Tronó la sirena barriendo la llanura…
     Y me hundí. Me hundí cruelmente con un mundo a cuestas; con el hombre que limpiaba sus gafas; con la compota de cerezas; con el acordeón de los marineros; con el uniforme del capitán; con las gemas y los metales de las señoras; con mil botellas de champagne sin descorchar…
     Y otro mundo más noble, infinitamente más bello, salió a mi encuentro. Un mundo húmedo, susurrante y pleno. Un mundo de fosforescencias extrañas, de monstruos casi divinos, de sombras gráciles que se deslizan sin ningún ruido, de mujeres azules y hombres con escamas rojas, de copas cargadas de sal. Un mundo de floraciones perpetuas; de miradas inalterables; de paz y regocijo continuos.
     Cuando caí al fondo escuché el canto triunfal de todos los buques muertos. Y me eché a dormir así, un poco fatigado, otro poco orgulloso, pensando con angustia en esos muelles infames donde los barcos decrépitos se retuercen vencidos, cobardes, enfermos…

— Francisco Tario, "La noche del buque náufrago" en Algunas noches, algunos fantasmas (México: FCE, 2004)

sábado, 7 de febrero de 2015

TROYA. Ray Bradbury


Mi Troya, claro, estaba allí,
aunque los demás decían: No.
Homero el ciego ha muerto. Sus mitos
no tienen donde ir. No caves. Deja ya.
Pero entonces urdí un modo
de reparar mi alma de barro
o morir.
Yo conocía mi Troya.
La gente me advertía: es puro cuento,
nada más.
Yo soportaba la advertencia, sonriendo,
mientras mi pala no dejaba de hurgar
en los claroscuros del jardín de Hornero.
¡Dioses! ¡Qué importa!, gritaban los amigos:
¡Si el tonto Homero era ciego!
¿Cómo va a enseñarte
ruinas que no fueron nunca?
Es cierto, decía yo. Él habla. Yo oigo. Es cierto.
Desdeñado el consejo,
cavaba cuando me daban la espalda,
pues desde los ocho años lo sabía:
Mi destino era fatídico, decían.
¡El mundo se iba a acabar!
Aquel día tuve pánico, creí
que ni ellos ni tú ni yo
veríamos el siguiente amanecer
—pero ese amanecer llegó.
Avergonzado lo vi, me recordé vacilar
y me pregunté qué pretendían
los mentores de la Fatalidad.
Desde entonces guardo una dicha íntima
y no los dejo ver
mi Troya que está enterrada;
pues si la vieran, qué burlas,
qué escarnio, qué bromas;
para todos esos tipos
mi Ciudad quedó sellada;
y a medida que fui creciendo,
he cavado cada día. ¿Qué encontré
para dar como regalo al viejo Homero,
el ciego?
No una Troya, ¡sino diez!
¿Diez Troyas? ¡Dos veces diez! ¡Tres docenas!
¡Prima cada una más rica,
esplendorosa, excelente!
Todas de mi carne y sangre
y cada una verdadera.
¿Qué significa esto, pues?
¡Desentierra la Troya que hay en ti!

— Ray Bradbury, Zen en el arte de escribir, trad. Marcelo Cohen (Barcelona: Ediciones Minotauro, 1995) 135-136 pp.


viernes, 6 de febrero de 2015

FILÓSOFOS POLICÍAS. G. K. Chesterton


  —Pero ¿por qué entró usted en la policía? —preguntó Syme indiscretamente. 
     —Más o menos por la misma razón que usted tiene para calumniar a la policía —replicó el otro—. Porque comprendí que, en este servicio, hay ciertas oportunidades para aquellos cuyo interés por la humanidad afecta más bien a las aberraciones del intelecto científico, que no al estado anormal —y, aunque excesivo, excusable—, de la voluntad humana. Creo que hablo claro.
     —Si quiere usted decir que habla para sí mismo —dijo Syme—, es posible. Pero si quiere decir usted que se explica, no hay tal, no señor. ¿Qué filosofías son éstas en un hombre que lleva el casco azul, aquí, en los muelles del Támesis?
     —Ya se ve que no ha oído usted hablar de los últimos desarrollos de nuestro sistema policíaco —le contestó el otro—. Y no me extraña: como que procuramos ocultarlos a las clases cultas, que es donde tenemos más enemigos. Pero me parece que a usted no le faltan disposiciones. Yo creo que usted podría ser de los nuestros.
       —¿En qué sentido? —interrogó Syme.
     —Se lo diré a usted —comenzó el policía con lentitud—. He aquí la cuestión: el jefe de una de nuestras secciones, uno de los más celebrados detectives de Europa, sostiene, de tiempo atrás, la tesis de que nuestra civilización está amenazada por una conspiración de orden puramente intelectual. Está convencido de que el mundo científico y el mundo artístico traman, sordamente, una cruzada contra la Familia y el Estado. En consecuencia, ha organizado un cuerpo especial de policías, que son, al mismo tiempo, filósofos. La misión de éstos es observar el fermento naciente de la conspiración, para combatirla, no sólo en el sentido penal, sino en el terreno de la controversia. Yo, que soy demócrata, sé bien lo que vale el hombre ordinario en materia de valor o virtud ordinarios; pero reconozco que sería inconveniente emplear policías ordinarios para una investigación que es como una caza a la herejía.
      Los ojos de Syme brillaban de entusiasmo y curiosidad.
      —Y entonces —dijo—, ¿usted qué es?
     —¿Qué? Desempeño el oficio de policía filósofo —dijo el del uniforme azul—. El oficio es a la vez más atrevido y más sutil que el de un detective vulgar. Éste tiene que ir a las tabernas sospechosas para arrestar ladrones. Nosotros vamos a los tés artísticos para descubrir pesimistas. El detective vulgar, hojeando un libro mayor o un diario, adivina un crimen pasado. Nosotros, hojeando un libro de sonetos, adivinamos un crimen futuro. A nosotros nos toca remontar hasta el origen de esos temerosos pensamientos que conducen a los hombres al fanatismo intelectual y al crimen intelectual. Si llegamos a tiempo para evitar el asesinato de Hartlepool, se debe a que uno de los nuestros —un tal Wilks, un muchacho muy listo— logró comprender plenamente el sentido de un tresillo musical.
     —¿Cree usted realmente —preguntó Syme— que haya una relación tan estrecha entre el crimen y el intelecto moderno?
     —Usted no es un demócrata muy convencido —contestó el policía—, pero tenía usted razón hace un rato al decir que solíamos tratar a los criminales pobres con la mayor brutalidad. Le confieso a usted que algunas veces me canso de este oficio, considerando que, las más de las veces, se reduce a hacer la guerra a los ignorantes o a los desesperados. Por fortuna el nuevo rumbo que ha tomado la policía es cosa muy distinta. Nosotros negamos esa afirmación de los snobs ingleses, según la cual los iletrados son los criminales más peligrosos. Recordamos el caso de los emperadores romanos. Recordamos a los grandes príncipes envenenadores del Renacimiento. Afirmamos que el criminal peligroso es el criminal culto; que hoy por hoy, el más peligroso de los criminales es el filósofo moderno que ha roto con todas las leyes. En comparación con él, los ladrones y los, bígamos casi resultan de una perfecta moralidad, y mi corazón está con ellos. Por lo menos, aceptan el ideal humano fundamental, si bien lo procuran por caminos equivocados! Los ladrones creen en la propiedad, y si procuran apropiársela sólo es por el excesivo amor que les inspira. Pero, al filósofo, la idea misma de la propiedad le disgusta, y quisiera destruir hasta la idea de posesión personal. Los bígamos creen en el matrimonio: de otro modo, no se someterían a la formalidad solemne y ritual de la bigamia. Pero el filósofo desprecia el matrimonio. Los asesinos respetan la vida humana, sino que desean alcanzar una plenitud de vida propia, a expensas de las vidas que consideran inferiores a la suya. Pero el filósofo odia la vida, ya en sí mismo o en sus semejantes. 
      Syme dio una palmada de entusiasmo.
     —¡Cuán cierto es eso! —exclamó—. Desde mi infancia he sentido así, pero nunca había logrado formularlo en una antítesis verbal. El criminal común es un mal hombre, pero, en todo caso, puede asegurarse que es un hombre bueno condicional. Con sólo destruir un obstáculo, por ejemplo un tío rico, está dispuesto a aceptar el universo y a dar gracias a Dios. Es un reformador: no un anarquista. Pretende limpiar el edificio: no derrumbarlo. Pero el filósofo perverso no trata de alterar las cosas, sino de aniquilarlos. Sí, es verdad: la sociedad moderna sólo ha conservado las partes más opresivas e ignominiosas de la función policíaca: saquea al pobre, y vigila cautelosamente al infortunado. En cambio, ha abandonado lo más noble de la función: el castigo de los traidores poderosos, en el Estado; y, en la Iglesia, el de los herejes poderosos. Los modernos dicen que no se debe castigar al hereje. Y yo me pregunto si tendremos derecho para castigar, fuera de los casos de herejía.
     —¡Pero esto es absurdo! —exclamó el policía, dando a su vez una palmada, con una excitación poco común en personas de su oficio y su corpulencia—. ¡Pero esto es intolerable! Yo no sé a qué se dedicará usted, pero sí sé decirle que está usted desperdiciando su vida. Usted debe unirse, usted va a unirse a nuestro ejército contra la anarquía. Los ejércitos de la anarquía están a las puertas. No tardarán en intentar un golpe. Un instante más, y habrá usted perdido la gloria de trabajar con nosotros, y tal vez la gloria de morir al lado de los últimos héroes.
     —En efecto —asintió Syme—, no es cosa de desperdiciar semejante ocasión. Pero creo que aun no he entendido bien. Yo me doy cuenta, como cualquiera, de que el mundo moderno está lleno de pequeños engendros de la anarquía y de multitud de pequeñas tendencias extraviadas. Pero, por repugnantes que sean, tienen generalmente el mérito de estar en desacuerdo entre sí. ¿Qué quiere usted decir al hablar de sus ejércitos y del golpe que preparan? ¿Qué anarquía puede ser ésa?
    —No la confunda usted —dijo el guardia— con esas casuales explosiones de dinamita que acaecen en Rusia o en Irlanda, y que son siempre actos de gente oprimida, aunque equivocada. Yo me refiero a un vasto movimiento filosófico, en el que hay un círculo externo y un círculo interno. El círculo externo podemos decir que es el elemento laico; y el interno, el elemento sacerdotal. Pero prefiero llamar, al círculo externo, la sección inocente; y al interno, la sección criminal. El círculo externo —el más numeroso— está constituido por simples anarquistas; es decir, hombres que creen que las reglas y las fórmulas han acabado con la humana felicidad. Así, están convencidos de que los siniestros efectos del crimen son el resultado natural del sistema que le ha dado el nombre de crimen. No creen que el crimen engendra el castigo, sino que el castigo engendra el crimen. El hombre que ha seducido a siete mujeres les parece, en sí mismo, tan irreprochable como las flores de la primavera. El cortador de bolsas les resulta, en sí mismo, un hombre de exquisita bondad. A éstos, pues, llamo yo, la sección de los inocentes.
     —¡Oh! —murmuró Syme.
    —Esta gente, naturalmente, está siempre anunciando una futura era de bienaventuranza, un paraíso por venir, la liberación de las cadenas de la virtud y el vicio, y otras cosas por el estilo. Y también hablan así los del círculo interno, los del sacerdocio sagrado. También hablan, ante las arrebatadas multitudes, de la felicidad futura y la liberación de los hombres. Sólo que en boca de éstos, esas halagüeñas palabras tienen un sentido espantoso. Porque éstos no se hacen ilusiones; son demasiado intelectuales para creer que el hombre se verá alguna vez libre, en este mundo, del pecado original y de la necesidad de la lucha. Cuando hablan así, se refieren a la muerte. Cuando auguran la liberación final de la humanidad, quieren significar con eso el suicidio futuro de la humanidad. Cuando hablan de un paraíso sin bien ni mal, hablan de la tumba. Sólo dos fines se proponen: primero, destruir a la humanidad, y después, destruirse a sí mismos. Por eso lanzan bombas en vez de disparar pistolas. La sección o fila de los inocentes queda contrariada al ver que la bomba no mata al rey; pero el alto sacerdocio se regocija porque, en todo caso, la bomba ha matado a alguien...
     —¿Qué debo hacer para unirme a ustedes? —preguntó de pronto Syme, como en un arrebato.
     —Sé a punto fijo que hay actualmente una vacante —le contestó el policía—, pues tengo la honra de merecer hasta cierto punto la confianza del jefe de quien le he hablado a usted. Debería usted venir a verlo ahora mismo. Aunque digo mal, porque como verlo, nadie lo ve; pero si usted quiere, puede hablar con él.
     —¿Por teléfono? —preguntó Syme con interés.
     —No —dijo plácidamente el otro—. Sino que le gusta estar siempre en un cuarto oscuro. Dice que esto aclara sus pensamientos. Venga usted, venga usted conmigo. 

— G. K. Chesterton, El hombre que fue jueves, trad. Alfonso Reyes (México: FCE, 2009), 60- 65 pp.