«Siempre creí que era posible vivir con orden, equilibrio y mesura. Todos me metían eso en la cabeza: escuela, padres, Iglesia, prensa. Patria, orden y libertad. Égalité, fraternité, liberté. La vida es pura, bella y perfecta. Como en una revista de decoración de interiores. Todo encaja milimétricamente y no hay suciedad a la vista. Ni una simple telaraña pequeñita en un rincón. Después salí a la calle. Solo. Y esas ideas se descalabraron. Todo confuso. A mi alrededor sólo veía desorden y desequilibrio. Ninguna pieza encajaba con otra. Descubrir eso a los quince años es aterrador. Locura, pánico, caos y vértigo.
Ahora miraba al amanecer por la ventanilla. A esa hora a veces tengo momentos de lucidez. Lúcido y aterrado ante la vida. Perdido en aquel pueblo. Sin un centavo en el bolsillo. Sin un trago de aguardiente. Sentado en un tren cochino, oliendo los excrementos ajenos.
Miraba a la gente que caminaba por el andén, pero intentaba alejarme de todo y controlar aquel momento de lucidez terrorífica. Quería correr. Siempre he padecido esos ataques de locura y deseos desesperados de huir corriendo, mezclado con claustrofobia. ¿Esquizofrenia? No sé. No quiero saberlo».
— Pedro Juan Gutiérrez, El nido de la serpiente. Barcelona: Anagrama, 2006., p. 57
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