Acompáñese con vino.

Acompáñese con vino.
by Jonathan Wolstenholme

lunes, 10 de marzo de 2014

¡ESTRANGULÉ A HÉLÈNE! Louis Althusser




Es probable que consideren sorprendente que no me resigne al silencio después de la acción que cometí, y, también, del no ha lugar que la sancionó y del que, como se suele decir, me he beneficiado.
     Sin embargo, de no haber tenido tal beneficio, hubiera debido comparecer, y si hubiera comparecido habría tenido que responder.
     Este libro es la respuesta a la que, en otras circunstancias, habría estado obligado. Y cuanto pido, es que se me conceda; que se me conceda ahora lo que entonces habría sido una obligación.
     Naturalmente, tengo conciencia de que la respuesta que intento aquí no sigue ni las reglas de una comparecencia, que no tuvo lugar, ni la forma en que se habría desarrollado. No obstante, me pregunto si la ausencia de dicha comparecencia, pasada y para siempre, de sus reglas y su forma, no muestra, en definitiva, más aún lo que yo había intentado decir para la evaluación pública y su libertad. En cualquier caso, así lo deseo. Es mi destino no pensar en calmar una inquietud más que exponiéndome indefinidamente a otras.
     Tal y como he conservado el recuerdo intacto y preciso hasta sus mínimos detalles, grabado en mí a través de todas mis pruebas y para siempre, entre dos noches, aquella en la que entraría, ya diré cuándo y cómo: he aquí la escena del homicidio tal y como lo viví.
     De pronto me veo levantado, en bata, al pie de la cama en mi departamento de l’Ecole Normale. Una luz gris de noviembre –era el domingo 16, hacia las nueve de la mañana– entra por la izquierda, por una ventana alta, encuadrada desde hace años por unas cortinas muy viejas, rojo imperio, desgarradas por el tiempo y quemadas por el sol, e ilumina los pies de mi cama.
     Frente a mí: Hélène, tumbada de espaldas, también en bata.
     Sus caderas sobre el borde de la cama, las piernas abandonadas sobre la alfombra del suelo.
     Arrodillado muy cerca de ella, inclinado sobre su cuerpo, estoy dándole un masaje en el cuello. A menudo le doy masajes en silencio, en la nuca, la espalda y los riñones: aprendí la técnica de un camarada de cautiverio, el amigo Clerc, un futbolista profesional, experto en todo.
     Pero en esta ocasión, el masaje es en la parte delantera de su cuello. Apoyo los dos pulgares en el hueco de la carne que bordea lo alto del esternón y voy llegando lentamente, un pulgar hacia la derecha, otro un poco sesgado hacia la izquierda, hasta la zona más dura encima de las orejas. El masaje es en V. Siento una gran fatiga muscular en los antebrazos: es verdad, dar masajes siempre me produce dolor en el antebrazo.
     La cara de Hélène está inmóvil y serena, sus ojos abiertos, miran al techo.
     Y, de repente, me sacude el terror: sus ojos están interminablemente fijos y, sobre todo, la punta de la lengua reposa, insólita y apacible, entre sus dientes y labios.
     Ciertamente, ya había visto muertos, pero en mi vida había visto el rostro de una estrangulada. Y, no obstante, sé que es una estrangulada. Pero, ¿cómo? Me levanto y grito: ¡Estrangulé a Hélène!
     Me precipito y, en un estado de intenso pánico, corriendo con todas mis fuerzas, atravieso el departamento, bajo la escalera con pasamanos de hierro que lleva al patio delantero con rejas altas y me dirijo, siempre corriendo, hacia la enfermería donde sabía que podría encontrar al doctor Étienne, que vive en el primer piso. No me cruzo con nadie, es domingo, la École está medio vacía y aún duerme. Siempre gritando, subo la escalera del médico de cuatro en cuatro: “¡Estrangulé a Hélène!”.
     Llamo con violencia a la puerta del médico, quien, también él en bata, termina por abrir, sorprendido. Grito sin parar que estrangulé a Hélène, agarro al médico por el cuello de la bata: que venga urgentemente a verla, si no prenderé fuego a la École. Étienne no me cree, “es imposible”.
     Bajamos a toda prisa y henos aquí a los dos frente a Hélène. Sigue con los mismos ojos fijos y aquel poco de lengua entre los dientes y los labios. Étienne la ausculta: “No hay nada que hacer, es demasiado tarde”. Y yo: “Pero, ¿no se puede reanimar?”. “No”.
     Entonces Étienne me pide algunos minutos y me deja solo. Más tarde comprendería que debió llamar al director, al hospital, a la comisaría, ¿qué sé yo? Espero, con un temblor interminable.
     Las largas cortinas rojas desgarradas y a jirones cuelgan de los dos lados de la ventana, una de ellas, la de la derecha, totalmente contra el bajo de la cama. Vuelvo a ver a nuestro amigo Jacques Martin a quien, un día de agosto de 1964, encontraron muerto en su minúscula habitación del distrito XVI, tendido en la cama desde hacía varios días y con el largo tallo de una rosa escarlata sobre el pecho: un mensaje silencioso para los dos, que lo apreciábamos desde hacía veinte años, en recuerdo de Beloyannis, un mensaje de ultratumba. Entonces tomo una de las estrechas partes desgarradas de la alta cortina roja y, sin romperla, la pongo sobre el pecho de Hélène, donde reposará sesgada, del saliente del hombro derecho hasta el seno izquierdo.
     Vuelve Étienne. Aquí todo se nubla. Me pone, según parece, una inyección, vuelvo con él a mi despacho y veo a alguien (no sé a quién) recogiendo libros prestados de la biblioteca de la École. Étienne habla del hospital. Y yo me hundo en la noche. Me “despertaría”, no sé cuándo, en Sainte-Anne.

—Louis Althusser, L’avenir dure longtemps, op. Cit., pp. 11 y 12 [trad. Esp.: pp. 27 y 28].

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