¡Qué niño tan gracioso está sentado en un banco del jardín de las Tullerías! Sus ojos audaces miran fijamente a lo lejos, en el espacio, algún objeto invisible. No debe tener más de ocho años pero, no obstante, no se divierte como sería normal. Al menos, debería reír y pasearse con algún camarada en lugar de estar solo; pero ese no es su carácter.
¡Qué niño tan gracioso está sentado en un banco del jardín de las Tullerías! Un hombre, con aspecto equívoco, movido por deseo oculto viene a sentarse en el mismo banco. ¿Quién es? No necesito decíroslo pues le reconoceréis por su conversación tortuosa. Escuchemos, sin molestarles.
—Niño, ¿en qué piensas?
—Pensaba en el cielo.
—No es necesario que pienses en el cielo; es suficiente ya con pensar en la tierra. ¿Estás fatigado de vivir, tú que apenas acabas de nacer?
—No, pero todos prefieren el cielo a la tierra.
—Bueno, yo no. Pues si el cielo ha sido hecho por Dios, lo mismo que la tierra, ten la seguridad que encontrar allí los mismos males que acá abajo. Después de tu muerte, no serás recompensado por tus méritos, pues si cometen injusticias contigo en esta tierra (como comprobarás, por experiencia, más tarde), no hay razones para que, en la otra vida, no se cometan también. Lo mejor que puedes hacer es no pensar en Dios y hacerte justicia tú mismo, ya que te la niegan. Si uno de tus camaradas te ofendiese, ¿no te gustaría matarlo?
—Está prohibido.
—No está tan prohibido como piensas. Se trata solamente de no dejarse atrapar. La justicia que proporcionan las leyes no vale nada; es la jurisprudencia del ofendido la que cuenta. Si detestases a uno de tus camaradas, ¿no serías desdichado por soñar que a cada instante tienes su pensamiento delante de tus ojos?
—Es verdad.
—He aquí entonces a uno de tus camaradas que te hará desdichado durante toda la vida; pues viendo que tu odio siempre será pasivo no dejaría de burlarse de ti y de hacerte daño impunemente. Sólo existe un medio de terminar con esta situación: desembarazarse del enemigo. Hasta aquí quería llegar para hacerte comprender sobre qué bases se funda nuestra sociedad. Cada uno debe tomarse la justicia por sí mismo, salvo que sea un imbécil. El que obtiene la victoria sobre sus semejantes es el más astuto y el más fuerte. ¿Es que no querrás algún día dominar a tus semejantes?
—Sí, sí.
—Sé, pues, el más fuerte y el más astuto. Todavía eres muy joven para ser el más fuerte. Pero puedes, desde hoy, emplear la astucia, la más bella herramienta de los hombres de genio. Cuando el pastor David alcanzó en la frente al gigante Goliat con una piedra lanzada con su honda, ¿no es admirable observar que sólo con la astucia David venció a su rival y que, por el contrario, si hubiera luchado cuerpo a cuerpo, el gigante lo habría aplastado como a una mosca? Igual te pasaría a ti. A guerra abierta jamás podrás vencer a los hombres, sobre los cuales estás deseando imponer tu voluntad; sin embargo, con astucia, podrás luchar solo contra todos. ¿Deseas riquezas, hermosos palacios y la gloria? ¿O me has engañado cuando mantenías estas nobles pretensiones?
—No, no os engañaba. Pero quisiera conseguir lo que deseo por otros medios.
—Entonces no conseguirás nada absolutamente. Los medios virtuosos y bonachones no conducen a nada. Es necesario poner en movimiento palancas más enérgicas e intrigas más hábiles. Antes de que consigas la celebridad por tu virtud, mientras alcanzas la meta, mucha gente habrá tenido tiempo de hacer cabriolas por encima de tus hombros, llegando antes que tú al final de la carrera, de tal forma, que ya no habrá sitio allí para tus ideas mezquinas. Es preciso saber abarcar con más grandeza el horizonte del tiempo presente. Por ejemplo, ¿alguna vez has oído hablar de la gloria inmensa que aportan las victorias? Pero las victorias no se hacen solas. Es necesario verter sangre, mucha sangre, para engendrarlas y depositarlas a los pies de los conquistadores. Sin los cadáveres y miembros esparcidos que se descubres en la llanura, donde se ha efectuado súbitamente carnicería, no habría guerra y, sin guerra, no habría victoria. Estás comprobando que cuando se desea ser célebre, es necesario zambullirse con gallardía en ríos de sangre alimentados por la carne de cañón. El fin justifica los medios. La primera cosa que se necesita, para ser célebre, es tener dinero. Ahora bien, como tú no lo tienes, necesitas asesinar para conseguirlo; pero como no eres bastante fuerte para manejar el puñal, hazte ladrón, a la espera de que tus miembros se hayan robustecido. Y para que se robustezcan más rápido te recomiendo hacer gimnasia, dos veces al día, una hora por la mañana y otra por la tarde. De esta forma podrás intentar el crimen, con cierto éxito, desde la edad de quince años, sin tener que esperar hasta los veinte. ¡El amor a la gloria lo excusa todo y tal vez, más tarde, dueño de tus semejantes, les harás casi tanto bien como mal les has hecho al comienzo!...
Maldoror observa que la sangre hierve en la cabeza de su joven interlocutor; las ventanas de su nariz se hinchan y de sus labios brota una ligera espuma blanca. Le toma el pulso y sus pulsaciones son aceleradas. La fiebre se ha hecho dueña de este cuerpo delicado. Teme continuar hablando; el infeliz se escabulle contrariado por no haber podido conversar más tiempo con ese niño. Si en la edad madura es difícil controlar las pasiones, oscilando entre el bien y el mal, ¿qué pasará en un espíritu todavía inexperto? ¿Cuánta más energía necesitará? El niño se recuperará guardando cama tres días. ¡Quiera el cielo que el contacto maternal lleve la paz a esa flor sensible, frágil envoltura de una hermosa alma!
— Conde de Lautréamont, Los cantos de Maldoror. Trad. Ángel Pariente. Alianza: Madrid, 2009., p. 84-88