En el sueño de Norton ésta se veía reflejada en ambos espejos. En uno de frente y en el otro de espaldas. Su cuerpo estaba ligeramente sesgado. Con certeza resultaba imposible decir si pensaba avanzar o retroceder. La luz de la habitación era escasa y matizada, como la de un atardecer inglés. No había ninguna lámpara encendida. Su imagen en los espejos aparecía vestida como para salir, con un traje sastre gris y, cosa curiosa, pues Norton rara vez usaba esta prenda, con un sombrerito gris que evocaba páginas de moda de los años cincuenta. Probablemente llevaba zapatos de tacón, de color negro, aunque no se los podía ver. La inmovilidad de su cuerpo, algo en él que inducía a pensar en lo inerte y también en lo inerme, la llevaba a preguntarse, sin embargo, qué era lo que estaba esperando para partir, qué aviso aguardaba para salir del campo en que ambos espejos se miraban y abrir la puerta y desaparecer. ¿Tal vez había oído un ruido en el pasillo? ¿Tal vez alguien había intentado al pasar abrir su puerta? ¿Un huésped despistado del hotel? ¿Un empleado, alguien enviado por la recepción, una mujer de la limpieza? El silencio, no obstante, era total y tenía, además, algo de calmo, de los largos silencios que preceden a la noche. De pronto Norton se dio cuenta de que la mujer reflejada en el espejo no era ella. Sintió miedo y curiosidad y permaneció quieta, observando si cabe con mayor detenimiento a la figura en el espejo. Objetivamente, se dijo, es igual a mí y no tengo ninguna razón para pensar lo contrario. Soy yo. Pero luego se fijó en su cuello: una vena hinchada, como si estuviera a punto de reventar, lo recorría desde la oreja hasta perderse en el omóplato. Una vena que más que real parecía dibujada. Entonces Norton pensó: tengo que marcharme de aquí. Y recorrió la habitación con los ojos intentando descubrir el lugar exacto en que se encontraba la mujer, pero le fue imposible verla. Para que se reflejase en ambos espejos, se dijo, tenía que estar justo entre el pequeño pasillo de entrada y la habitación. Pero no la vio. Al mirarla en los espejos notó un cambio. El cuello de la mujer se movía de forma casi imperceptible. Yo también estoy siendo reflejada en los espejos, se dijo Norton. Y si ella sigue moviéndose finalmente ambas nos miraremos. Veremos nuestras caras. Norton apretó los puños y esperó. La mujer del espejo también apretó los puños, como si el esfuerzo que hacía fuera sobrehumano. La tonalidad de la luz que entraba en la habitación se hizo cenicienta. Norton tuvo la impresión de que afuera, en las calles, se había desatado un incendio. Empezó a sudar. Agachó la cabeza y cerró los ojos. Cuando volvió a mirar los espejos, la vena hinchada de la mujer había crecido de volumen y su perfil comenzaba a insinuarse. Tengo que huir, pensó. También pensó: ¿dónde están Jean-Claude y Manuel? También pensó en Morini. Sólo vio una silla de ruedas vacía y atrás un bosque enorme, impenetrable, de un verde casi negro, que tardó en reconocer como Hyde Park. Cuando abrió los ojos la mirada de la mujer del espejo y la de ella se intersecaron en algún punto indeterminado de la habitación. Los ojos de ella eran iguales a los suyos. Los pómulos, los labios, la frente, la nariz. Norton se puso a llorar o creyó que lloraba de pena o de miedo. Es igual a mí, se dijo, pero ella está muerta. La mujer ensayó una sonrisa y luego, casi sin transición, una mueca de miedo le desfiguró el rostro. Sobresaltada, Norton miró hacia atrás, pero atrás no había nadie, sólo la pared de la habitación. La mujer volvió a sonreírle. Esta vez la sonrisa no fue precedida por una mueca sino por un gesto de profundo abatimiento. Y luego la mujer volvió a sonreírle y su rostro se hizo ansioso y luego inexpresivo y luego nervioso y luego resignado y luego pasó por todas las expresiones de la locura y siempre volvía a sonreírle, mientras Norton, recuperada la sangre fría, había sacado una libretita y tomaba notas muy rápidas de todo lo que sucedía, como si en ello estuviera cifrado su destino o su cuota de felicidad en la tierra, y así estuvo hasta despertar.
— Roberto Bolaño, 2666 (Anagrama: Barcelona, 2004) 154-155
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