No hay absolutamente ninguna transición desde este sueño, el más agradable que conozco, hasta el meollo de un libro llamado La evolución creadora. En este libro de Henri Bergson, al que llegué con la misma naturalidad que al sueño de la tierra de más allá del límite, vuelvo a estar completamente solo, vuelvo a ser un extranjero, un hombre de edad indeterminada parado ante una puerta de hierro observando una metamorfosis singular por dentro y por fuera. Si este libro no hubiera caído en mis manos en el momento en que lo hizo, quizá me habría vuelto loco. Llegó en un momento en que otro mundo enorme se estaba desmoronando en mis manos. Aunque no hubiese entendido una sola cosa de las escritas en este libro, aunque sólo hubiera preservado el recuerdo de una palabra, creadoras, habría sido suficiente. Esta palabra era mi talismán. Con ella podía desafiar al mundo entero, y sobre todo a mis amigos.
Hay ocasiones en que tiene uno que romper con sus amigos para entender el significado de la amistad. Puede parecer extraña, pero el descubrimiento de este libro equivalió al descubrimiento de una nueva arma, un instrumento, con el que podía cercenar a todos los amigos que me rodeaban y que ya no significaban nada para mí. Este libro se convirtió en mi amigo porque me enseñó que no tenía necesidad de amigos. Me infundió valor para permanecer solo, me permitió apreciar la soledad. Nunca he entendido el libro; a veces pensaba que estaba a punto de entender, pero nunca llegué a hacerlo verdaderamente. Para mí era más importante no entender. Con este libro en las manos, leyendo en voz alta a los amigos, llegué a entender claramente que no tenía amigos, que estaba solo en el mundo. Porque, al no entender el significado de las palabras, ni yo ni mis amigos, una cosa quedó muy clara y fue que había formas diferentes de no entender y que la diferencia entre la incomprensión de un individuo y la de otro creaba un mundo de tierra firme más sólido que las diferencias de comprensión. Todo lo que antes creía haber entendido se desmoronó e hice borrón y cuenta nueva. En cambio, mis amigos se atrincheraron muy sólidamente en el pequeño pozo de comprensión que se habían acabado para sí mismos. Murieron cómodamente en su camita de comprensión, para convertirse en ciudadanos útiles del mundo. Los compadecí, y muy pronto los abandoné uno a uno sin el menor pesar.
Entonces, ¿qué es lo que había en ese libro que podía significar tanto para mí y, aun así, parecer oscuro? Vuelvo a la palabra creadora. Estoy seguro de que todo el misterio radica en la comprensión del significado de esta palabra. Cuando pienso ahora en el libro, y en la forma como lo abordé, pienso en un hombre que pasa por ritos de iniciación. La desorientación y reorientación que acompaña a la iniciación en cualquier misterio es la experiencia más maravillosa que se pueda vivir. Todo lo que el cerebro ha trabajado durante toda una vida para asimilar, clasificar y sintetizar tiene que descomponerse y volver a ordenarse. ¡Día conmovedor para el alma! Y, naturalmente, eso se desarrolla, no durante un día, sino durante semanas y meses. Te encuentras por casualidad a un amigo en la calle, a un amigo que no has visto durante varias semanas, y se ha vuelto un absoluto extraño para ti. Le haces señas desde tu nueva posición elevada y, si no las comprende, pasas de largo... para siempre. Es exactamente como limpiar de enemigos el campo de batalla: a todos los que están fuera de combate los rematas con un rápido mazazo. Sigues adelante, hacia nuevos campos de batalla, hacia nuevos triunfos o derrotas. Pero, ¡sigues! Y, a medida que avanzas, el mundo avanza contigo, con espantosa exactitud. Buscas nuevos campos de operaciones, nuevos especímenes de la raza humana a quienes instruyes pacientemente y dotas de nuevos símbolos. A veces escoges a aquellos a quienes antes no habías mirado. Pruebas a todos y todo lo que queda a tu alcance, con tal de que ignoren la revelación.
Así fue como me encontré sentado en el cuarto de remiendos del establecimiento de mi padre, leyendo en voz alta a los judíos que allí trabajaban. Leyéndoles esa nueva Biblia al modo como Pablo debió de hablar a los discípulos. Con la desventaja adicional, desde luego, de que aquellos pobres diablos judíos no sabían leer en inglés. Principalmente me dirigía a Bunchek el cortador, que tenía inteligencia de rabino. Abría el libro, escogía un pasaje al azar y se lo leía traduciéndolo a un inglés casi tan primitivo como el pidgin. Después intentaba explicárselo, escogiendo como ejemplo y analogía las cosas con las que estaban familiarizados. Me asombraba lo bien que entendían, cuánto mejor entendían, pongamos por caso, que un profesor universitario o un literato o un hombre instruido. Naturalmente, lo que entendían no tenía nada que ver, a fin de cuentas, con el libro de Bergson, en cuanto libro, pero, ¿acaso no era ésa la intención de semejante libro? A mi entender, el significado de un libro radica en que el propio libro desaparezca de la vista, en que se lo mastique vivo, se lo digiera e incorpore al organismo como carne y sangre que, a su vez crean nuevo espíritu y dan nueva forma al mundo. La lectura de ese libro era una gran fiesta de comunión que compartíamos, y el rasgo más destacado era el capítulo sobre el Desorden que, por haberme penetrado hasta los tuétanos, me ha dotado con un sentido del orden tan maravilloso, que, si de repente un cometa se estrellara contra la tierra y sacase todo de su sitio, dejara todo patas arriba, volviese todo del revés, podría orientarme en el nuevo orden en un abrir y cerrar de ojos. Tengo tan poco miedo al desorden como a la muerte y no me hago ilusiones con respecto a ninguno de los dos. El laberinto es mi terreno de caza idóneo y cuanto más profundamente excavo en la confusión, mejor me oriento.
Con La evolución creadora bajo el brazo, tomo el metro elevado en el Puente de Brooklin después del trabajo e inicio el viaje de regreso al cementerio. A veces entro en la estación de Delancey Street, en pleno corazón del ghetto, después de una larga caminata por las calles atestadas de gente. Entro al metro elevado por la vía subterránea, como un gusano que se ve empujado por los intestinos. Cada vez que ocupo mi lugar entre la multitud que se arremolina por el andén, sé que soy el individuo más excepcional ahí abajo. Contemplo todo lo que está ocurriendo a mi alrededor como un espectador de otro planeta. Mi lenguaje, mi mundo, los llevo bajo el brazo. Soy el guardián de un gran secreto; si abriera la boca y hablase, paralizaría el tráfico. Lo que puedo decir, y lo que me callo cada noche de mi vida en ese viaje de ida y vuelta a la oficina es dinamita pura. Todavía no estoy preparado para lanzar mi cartucho de dinamita. Lo mordisqueo meditativa, reflexiva, persuasivamente. Cinco años más, diez años más quizás, y aniquilaré a esta gente totalmente. Si el tren, al tomar una curva, da un violento bandazo, me digo para mis adentros: «¡Muy bien!¡Descarrrila! ¡Aniquílalos!» Nunca pienso que yo corra peligro, si el tren descarrila. Vamos apretujados como sardinas y toda la carne caliente apretada contra mí distrae mis pensamientos. Me doy cuenta de que tengo las piernas envueltas en las de otra persona. Miro a la chica que está sentada frente a mí, le miro a los ojos directamente, y aprieto las rodillas con más fuerza en sus entrepiernas. Se pone incómoda, se agita en su asiento, y, por fin, se dirige a la chica que va a su lado y se queja de que la estoy molestando. La gente de alrededor me mira con hostilidad. Miro por la ventana como si tal cosa y hago como si no hubiera oído nada. Aunque quisiera retirar las piernas, no puedo. Sin embargo, la chica, poco a poco, empujando y retorciéndose violentamente, consigue desenredar sus piernas de las mías. Me encuentro casi en la misma situación con la chica que está a su lado, aquella a la que dirigía sus quejas. Casi al instante siento un contacto comprensivo y después, para mi sorpresa, le oigo decir a la otra chica que son cosas que no se pueden evitar, que la culpa no es de ese hombre, sino de la compañía por llevarnos apiñados como corderos. Y vuelvo a sentir el estremecimiento de sus piernas contra las mías, una presión cálida, humana, como cuando le estrechan a uno la mano. Con la mano libre me las arreglo para abrir el libro. Mi propósito es doble: primero, quiero que vea qué clase de libro leo; segundo, quiero poder continuar con nuestra comunicación de las piernas sin llamar la atención. Da excelente resultado. Cuando el vagón se vacía un poco, consigo sentarme a su lado y conversar con ella... sobre el libro, naturalmente. Es una judía voluptuosa con enormes ojos claros y la franqueza que da la sensualidad. Cuando llega el momento de salir, caminamos del brazo por las calles, hacia su casa. Estoy casi en los límites del antiguo barrio. Todo me es familiar y, sin embargo, repulsivamente extraño. Hace años que no he paseado por estas calles y ahora voy caminando con una muchacha judía del ghetto, una muchacha bonita con marcado acento judío. Parezco fuera de lugar caminando a su lado. Noto que la gente se vuelve a mirarnos. Soy el intruso, el goi que ha venido al barrio a ligarse a una gachí que está muy rica y que traga. En cambio, ella parece orgullosa de su conquista; va fardando conmigo ante sus amigas. ¡Mirad el ligue que me he echado en el metro! ¡Un goi instruido, refinado! Casi oigo sus pensamientos. Mientras caminamos despacio, voy estudiando el cariz de la situación, todos los detalles prácticos que decidirán si quedaré con ella para después de cenar o no. Ni pensar en invitarla a cenar. La cuestión es a qué hora y dónde encontrarnos y cómo haremos, porque, según me informa antes de llegar al portal, está casada con un viajante de comercio y tiene que andarse con ojo. Quedo en volver y encontrarme con ella en la esquina frente a la pastelería a cierta hora. Si quiero traer a un amigo, ella traerá a una amiga. No, decido verla sola. Quedamos en eso. Me estrecha la mano y sale corriendo por un corredor sucio. Salgo pitando hacia la estación y me apresuro a volver a casa para engullir la comida.
Es una noche de verano y todo está abierto de par en par. Al volver en el metro a buscarla, todo el pasado desfila caleidoscópicamente. Esta vez he dejado el libro en casa. Ahora vuelvo a buscar a una gachí y no pienso en el libro. Vuelvo a estar a este lado del límite, y a cada estación que pasa volando mi mundo se va volviendo cada vez más diminuto. Para cuando llego a mi destino, soy casi un niño. Soy un niño horrorizado por la metamorfosis que se ha producido. ¿Qué me ha pasado, a mí, un hombre del distrito 14, para bajar en esta estación en busca de una gachí judía? Supongamos que le eche un polvo efectivamente; bueno, ¿y qué? ¿Qué tengo que decir a una chica así? ¿Qué es un polvo, cuando lo que busco es amor?
— Henry Miller, Trópico de Capricornio, trad. Carlos Manzano (México: Punto de lectura, 2011) 275-281 pp.
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