Decidido, un gorrino deja paso a una mujer cuyos artificios en el vestido y en las joyas apenas logran disminuir o reducir su desnudez arrogante, más bien al contrario. Por un lado vemos el rosa del cerdo, su hocico delantero, unas orejas grandes que ocultan un ojo que imagino arrugado, unas piernas prometedoras y una piel limpia, quizá perfumada, un lomo liso y recto, un rabo en espiral finamente dorado, unas pezuñas unguladas de mil demonios; por otro lado vemos el rosa de la mujer, sus senos delanteros, unas aréolas triunfales, unas curvas excesivas, un vientre hinchado por el deseo, unos brazos y hombros carnales, unas nalgas ampliamente dibujadas, unas formas desarrolladas y voluptuosas, un porte de cabeza altivo, una boca sensual. Las dos carnes se corresponden.
La animalidad de la mujer equilibra la humanidad del cerdo. A éste lo lleva atado la criatura baudeleriana: ésta viste medias negras con motivos coloreados y florales en los tobillos y en la pantorrilla, ligas de lazos azules por encima de las rodillas, guantes largos de color negro, ceñidor de crespón o de encaje a la antigua bajo los senos, botas con hebillas y tacón, sombrero oscuro y pluma de avestruz temblorosa. Naturalmente lleva las joyas pendientes de las orejas, y un collar y brazaletes de oro. Tiene flores plantadas en la melena, que lleva anudada en el cuello. El conjunto se dibuja sobre un fondo de azul traspasado por luces de estrellas. Los angelitos culones, mofletudos, desnudos y excitados por la voluptuosidad estiran sus cuerpos en el éter sideral.
Y se ve un vellón pubiano tanto más insolente y tupido cuanto que la mirada de la mujer se esconde detrás de una venda cuya presión le eleva un poco la cabeza. Es una figuración moderna de la feminidad conducida por el vicio, o de la mujer guiada por la venalidad, como un animal doméstico sometido: la acuarela de pasteles realzados a la aguada de Félicien Rops, Pornokratés, muestra paradójica e irónicamente la eterna cara del deseo expresado en las categorías del Occidente cristiano, que penaliza la sensualidad y asocia el cerdo a los instintos, a las pulsiones y a las pasiones. Se trata obviamente de una alegoría de la Fortuna obedeciendo con los ojos vendados a una imperiosa necesidad pagana que somete bajo su paso al conjunto de las musas perdidas en su autismo.
Desde siempre, el cerdo ha representado las pasiones sensuales y la inocencia del placer disfrutadas con una voluptuosidad simple y fangosa. Los egipcios de la época más antigua se lo encontraban en la calle con temor y evitaban absolutamente su contacto. Cuando por un simple descuido lo tocaban, corrían a purificarse al aguadero más cercano, en el que se sumergían completamente vestidos. Una vez al año lo celebraban, pero para mejor masacrarlo en ceremonias expiatorias y catárticas. Sus guardianes constituían una casta de impuros e intocables cuyas hijas nunca podían casarse.
En la historia de las ideas filosóficas, esta metáfora separa y atraviesa los siglos. Heráclito, el más antiguo, fustiga al cerdo por su probada complacencia en revolcarse, sin complejos ni moderación, en las manchas y sanies, en el lodo, en la porquería, en la inmundicia. Tampoco Demócrito, tan atomista y materialista, trata con indulgencia a la bestia del hocico, y por las mismas razones metafóricas que Plotino, el muy etéreo y místico autor de las Enéadas. Mugre, hedor, impureza: este mamífero repele. Por otra parte, los moralistas señalan y fustigan su virilidad exacerbada; con su sexo en espiral, semejante a su rabo, copula permanentemente, incluso cuando la hembra atiende a sus pequeños. Los doctos teólogos de la Edad Media subrayan su parentesco visceral con el hombre: muestra angustias parecidas a las del bípedo sin pluma -miedo a la noche, a los ruidos desconocidos y a la muerte.
A menudo se olvida que el cerdo ha sustituido al hombre durante mucho tiempo y de forma ventajosa en las mesas de disección, cuando causaba estragos la prohibición de abrir los cuerpos cristianos. ¿Qué enseñan estas lecciones de anatomía sustitutivas? La equivalencia del hombre y del cerdo en su materialidad y en el espesor de sus carnes y, en consecuencia, el aspecto demoníaco de la materia y de la carne en el hombre. Pues el cristianismo asocia este animal a lo diabólico. Cuando Jesús, talentoso taumaturgo, como se sabe, expulsa a los demonios del cuerpo de un poseído, éstos piden encarnarse naturalmente en una manada de cerdos y, más concretamente, en el vientre de los mamíferos elegidos. Y es que el diablo ama más que a nada a la bestia de los pies hendidos que ni los judíos ni los musulmanes consumen, en parte para contrarrestar la dilección del ángel caído por el animal gruñón.
En el siglo VII antes de nuestra era, el poeta satírico Semónides de Amorgos inventa la figura de la cerda, en el sentido dado familiarmente a este bien conocido epíteto. La historia de Circe la maga añade otro capítulo a esta historia, pues la mujer con poderes temibles se venga de todos los hombres que la apremian a aceptar sus insinuaciones metamorfoseándolos en cochinillos que aúllan por su palacio. Toca con una varita al macho arrogante que insiste demasiado y lo transforma inmediatamente en promesa de jamón. El gran número de estas bestias que se encuentra a su lado informa sin ninguna posibilidad de error de su inefable belleza. El cerdo acompaña a los destinos sufridos.
Los mismos griegos utilizaban abundantemente al mamífero omnívoro en sus sacrificios. Aristóteles observa la excelencia de la bestezuela para este género de ejercicio religioso. Se lo destina a las entrañas de la tierra, a la Tierra Madre. Las modalidades de darle muerte implican la renuncia de las mujeres al fuego purificador, culinario o destructor. Se precipita las víctimas propiciatorias al fondo de las simas, donde quedan aplastadas. Mueren a causa de las heridas, descomponiéndose luego en el fondo de los abismos a los que son lanzados. Se recupera a veces la carroña para remontarla a la superficie, trabajarla sobre la piedra del altar y utilizar la carne descompuesta mezclándola con semillas destinadas a fecundar la tierra y a procurar buenas cosechas. Muerte fértil, tierra nutritiva, ciclo de podredumbre y renovación: el cerdo acompaña una mitología íntimamente asociada a lo subterráneo, a lo telúrico. El cerdo ama la gleba, la gleba ama al cerdo.
—Michel Onfray, Teoría del cuerpo enamorado: por una erótica solar, trad. Ximo Brotons (Valencia: Pre-textos, 2002) 131-134 pp.
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