Acompáñese con vino.

Acompáñese con vino.
by Jonathan Wolstenholme

lunes, 26 de mayo de 2014

EL LUTO. Henry Miller



El caso era que estaba muerta, definitivamente muerta para siempre, y ellos, los vivos, estaban ya separados de ella y para siempre, y había que vivir el hoy y el mañana, había que lavar la ropa, preparar la comida, y, cuando le llegara el turno al siguiente, habría que seleccionar un ataúd y reñir por el testamento, pero todo formaría parte de la rutina diaria y perder tiempo lamentándose y sintiendo pena era un pecado porque Dios, si es que existía, lo había querido así y nosotros, los mortales, no teníamos nada que decir al respecto.
     Sobrepasar los límites dispuestos de la alegría y de la pena era perverso. Estar al borde de la locura era el pecado más grave. Tenían un sentido extraordinario, animal, de la adaptación; habría constituido un espectáculo maravilloso, si hubiera sido verdaderamente animal, pero resultaba horrible cuando te dabas cuenta de que no era sino obtusa indiferencia e insensibilidad alemanas. Y aun así, no sé por qué, yo prefería aquellos estómagos mimados a la pena de cabeza de hidra del judío. En el fondo no podía compadecer a Kronski: tendría que compadecer a toda su tribu. La muerte de su mujer era un simple detalle, una menudencia, en la historia de sus calamidades. Como había dicho él mismo, había nacido sin suerte. Había nacido para ver salir mal las cosas... porque durante cinco mil años las cosas habían salido mal en la sangre de la raza. Venían al mundo con esa mirada de soslayo, deprimida y desesperanzada en el rostro y abandonarían el mundo del mismo modo. Dejaban mal olor tras sí: un veneno, un vómito de pena. El hedor que intentaban eliminar del mundo era el hedor que ellos mismos habían traído al mundo. Reflexionaba sobre todo eso, mientras le escuchaba.
     Me sentía tan bien y tan limpio por dentro, que, cuando nos separamos, después de haber doblado una esquina, me puse a silbar y a canturrear. Y luego se apoderó de mí una sed terrible y me dije con mi mejor acento irlandés: «Pues, claro. Mira, chaval, lo que tendrías que estar haciendo es tomando una copita», y, al decirlo, me metí en una taberna y pedí una buena jarra de cerveza espumosa y un espeso bocadillo de hamburguesa con mucha cebolla. Me tomé otra jarra de cerveza y después una copa de coñac y pensé para mis adentros con mi rudeza habitual: «Si el pobre tío no tiene bastante juicio para disfrutar con el entierro de su mujer, en ese caso yo lo disfrutaré por él.» Y cuanto más lo pensaba, más contento me ponía, y, si sentía la más mínima pena o envidia, era sólo por el hecho de que no podía ponerme en el pellejo de la pobre judía muerta, porque la muerte era algo que superaba absolutamente la comprensión de un pobre goi como yo y era una pena desperdiciarla en gente como ellos, que sabían todo lo que había que saber de la cuestión y, en cualquier caso, no la necesitaban. Me embriagué tanto con la idea de morir, que en mi estupor de borracho iba diciendo entre dientes al Dios de las alturas que me matara aquella noche: «Mátame, Dios, para saber en qué consiste.» Intenté lo mejor que pude imaginar cómo sería eso de entregar el alma, pero no hubo manera. Lo máximo que pude hacer fue imitar un estertor de agonía, pero al hacerlo casi me asfixié, y entonces me asusté tanto, que casi me cagué en los pantalones. De todos modos, eso no era la muerte. Eso era asfixiarse simplemente. La muerte se parecía más a lo que habíamos experimentado en el parque: dos personas caminando una al lado de la otra en la niebla, rozándose contra los árboles y los matorrales, y sin decirse ni palabra. Era algo más vacío que el nombre mismo y, aun así, correcto y pacífico, digno, si lo preferís. No era una continuación de la vida, sino un salto en la oscuridad y sin posibilidad de volver atrás nunca, ni siquiera como una mota de polvo. Y era algo correcto y bello, me dije, pues, ¿por qué habría uno de querer volver atrás? Probar una vez es probar para siempre: la vida o la muerte. Caiga del lado que caiga la moneda, está bien mientras no apuestes. Desde luego, es penoso asfixiarse con la propia saliva: es desagradable más que nada. Y, además, no siempre muere uno de asfixia. A veces uno perece mientras duerme, sereno y tranquilo como un cordero. Llega el Señor y te reintegra al redil, como se suele decir.
     El caso es que dejas de respirar. ¿Y por qué diablos habríamos de seguir respirando para siempre? Cualquier cosa que hubiera que hacer interminablemente sería una tortura. Los pobres diablos humanos que somos deberíamos sentirnos contentos de que alguien idease una salida. A la hora de dormir, no nos lo pensamos mucho. Pasamos la tercera parte de nuestras vidas roncando sin parar como ratas borrachas. ¿Qué me decís de eso? ¿Es eso trágico? Bueno, entonces, digamos tres terceras partes de sueño como el de ratas borrachas. ¡Joder! Si tuviéramos un poco de juicio, ¡bailaríamos de alegría sólo de pensarlo! Podríamos morir todos mañana en la cama, sin dolor, sin sufrimiento: si tuviésemos juicio como para sacar partido de nuestros remedios. No queremos morir, eso es lo malo que tenemos. Eso es lo que da sentido a Dios y a la olla de grillos de nuestra azotea. 

— Henry Miller, Trópico de Capricornio. Trad. Carlos Manzano. Gandhi: México, 2011., p. 112- 115

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