Felipe Müller, sentado en un banco de la plaza Martorell, Barcelona, octubre de 1991. Estoy casi seguro que esta historia me la contó Arturo Belano porque él era el único de entre nosotros que leía con gusto libros de ciencia ficción. Es, según me dijo, un cuento de Theodore Sturgeon, aunque puede que sea de otro autor o tal vez del mismo Arturo, para mí el nombre de Theodore Sturgeon no significa nada.
La historia, una historia de amor, trata sobre una muchacha inmensamente rica y muy inteligente que un buen día se enamora de su jardinero o del hijo de su jardinero o de un joven vagabundo que por azar va a dar con sus huesos a alguna de sus propiedades y se convierte en su jardinero. La muchacha, que además de rica e inteligente es voluntariosa y algo caprichosa, a la primera oportunidad que tiene se lleva al muchacho a la cama y sin saber muy bien cómo ha sido, se enamora locamente de él. El vagabundo, que no es ni de lejos tan inteligente como ella y que carece de estudios, pero que en compensación tiene una pureza angelical, también se enamora de ella, no sin que surjan, como es natural, algunas complicaciones. En la primera fase del romance viven en la lujosa mansión de ella, en donde ambos se dedican a mirar libros de arte, a comer manjares exquisitos, a ver viejas películas y mayormente a hacer el amor durante todo el día. Después residen durante un tiempo en la casa del jardinero de la mansión y después en un barco (puede que en uno de los pontones que navegan por los ríos de Francia, como en la película de Jean Vigo) y después vagan ambos por la vasta geografía de los Estados Unidos montados en sendas Harleys, que era uno de los sueños postergados del vagabundo.
Los negocios de la muchacha, mientras ésta vive su amor, siguen multiplicándose y como el dinero llama al dinero cada día que pasa su fortuna es mayor. Por supuesto, el vagabundo, que no se entera de gran cosa, tiene la suficiente decencia como para convencerla de que dedique parte de su fortuna en obras sociales o de beneficencia (cosa que por otra parte la muchacha siempre ha hecho, por medio de abogados y una red de fundaciones variopintas, pero no se lo dice para que así él crea que lo por iniciativa suya) y luego se olvida de todo, porque en el fondo el vagabundo apenas tiene una idea aproximada del volumen de dinero que se mueve como una sombra tras su amada. En fin, durante un tiempo, meses, tal vez un año o dos, la muchacha millonaria y su amante son indeciblemente felices. Pero un día (o un atardecer), el vagabundo cae enfermo y aunque vienen a verlo los mejores médicos del mundo, nada se puede hacer, su organismo está resentido por una infancia desdichada, una adolescencia llena de privaciones, una vida agitada que el poco tiempo pasado en compañía de la muchacha apenas ha conseguido paliar o endulzar. Pese a los esfuerzos de la ciencia un cáncer terminal acaba con su vida.
Durante unos días la muchacha parece enloquecer. Viaja por todo el planeta, tiene amantes, se sumerge en historias negras. Pero acaba volviendo a casa y al poco tiempo, cuando parece más consumida que nunca, decide emprender un proyecto que de alguna manera ya había empezado a germinar en su mente poco antes de la muerte del vagabundo. Un equipo de científicos se instala en su mansión. En un tiempo récord ésta se transforma doblemente, en la parte interior en un laboratorio avanzado y en la exterior —jardines y casa del jardinero— en una réplica del Edén. Para protegerse de la mirada de los extraños un muro altísimo se levanta alrededor de la propiedad. Entonces empiezan los trabajos. Al poco tiempo los científicos implantan en el óvulo de una puta, que será generosamente retribuida, un clon del vagabundo. Nueve meses después la puta tiene un niño, lo entrega a la muchacha y desaparece.
Durante cinco años la muchacha y un ejército de especialistas cuidan al niño. Pasado este tiempo los científicos implantan en el óvulo de la muchacha un clon de ella misma. Nueve meses después la muchacha tiene una niña. El laboratorio de la mansión se desmonta, los científicos desaparecen y en su lugar llegan los educadores, los artistas-tutores que vigilarán desde una cierta distancia el crecimiento de ambos niños según un plan previamente trazado por la muchacha. Cuando todo está en marcha ésta desaparece y vuelve a viajar, vuelve a las fiestas de la alta sociedad, se mete de cabeza en aventuras riesgosas, tiene amantes, su nombre brilla como el de una estrella. Pero cada cierto tiempo y rodeada del mayor secreto, regresa a su mansión y observa, sin que éstos la vean, el crecimiento de los niños. El clon del vagabundo es una réplica exacta de aquél, la misma pureza, la misma inocencia de la que ella se enamoró. Sólo que ahora tiene todas sus necesidades cubiertas y su infancia es un plácido discurrir de juegos y maestros que lo instruyen en todo lo necesario. El clon de la niña es una réplica exacta de ella misma y los educadores repiten una y otra vez los mismos aciertos y errores, los mismos gestos del pasado.
La muchacha, por supuesto, raras veces se deja ver por los niños, aunque ocasionalmente el clon del vagabundo, que nunca se cansa de jugar y que posee un carácter temerario, la divisa tras los visillos de los pisos más altos de la mansión y echa a correr buscándola, siempre en vano.
Pasan los años y los niños crecen, cada día más inseparables. Un día la millonaria enferma, de lo que sea, un virus mortal, un cáncer, y tras una resistencia puramente formal, claudica y se prepara para morir. Aún es joven, tiene cuarentaidós años. Sus únicos herederos son los dos clones y deja todo preparado para que éstos accedan a una parte de su inmensa fortuna en el momento en que contraigan matrimonio. Después muere y sus abogados y científicos la lloran amargamente.
El cuento termina con una reunión de sus empleados, tras la lectura del testamento. Algunos, los más inocentes, los más ajenos al círculo interno de la millonaria, se plantean las preguntas que Sturgeon supone se pueden plantear sus lectores. ¿Y si los dones no aceptan casarse? ¿Y si el muchacho o la muchacha se quieren, como parece inobjetable, pero este amor nunca cruza la frontera de lo estrictamente filial? ¿Se les ha de arruinar la vida? ¿Se les ha de obligar a convivir como dos condenados a cadena perpetua?
Surgen discusiones y debates. Se plantean aspectos morales, éticos. El abogado y el científico más viejos, no obstante, pronto se encargan de despejar las dudas. Si los muchachos no se avienen a casarse, si no se enamoran, se les dará el dinero que les corresponda y serán libres de hacer lo que deseen. Independientemente de cómo se desarrolle la relación de los muchachos, los científicos implantarán en el cuerpo de una donante, en el plazo de un año, un nuevo clon del vagabundo y, cinco años después, repetirán la operación con un nuevo clon de la millonaria. Y cuando estos nuevos clones tengan veintitrés y dieciocho años, cualquiera que fuese su relación interpersonal, es decir, se quieran como hermanos o como amantes, los científicos o los sucesores de los científicos volverán a implantar otros dos clones, y así hasta el fin de los tiempos o hasta que la inmensa fortuna de la millonaria se agote.
En este punto acaba el cuento. Sobre el crepúsculo se dibuja el rostro de la millonaria y el vagabundo y luego las estrellas y luego el infinito. Un poquito siniestro, ¿no? Un poquito sublime y un poquito siniestro. Como en todo amor loco, ¿no? Si al infinito uno añade más infinito, el resultado es infinito. Si uno junta lo sublime con lo siniestro, el resultado es siniestro. ¿No?
La historia, una historia de amor, trata sobre una muchacha inmensamente rica y muy inteligente que un buen día se enamora de su jardinero o del hijo de su jardinero o de un joven vagabundo que por azar va a dar con sus huesos a alguna de sus propiedades y se convierte en su jardinero. La muchacha, que además de rica e inteligente es voluntariosa y algo caprichosa, a la primera oportunidad que tiene se lleva al muchacho a la cama y sin saber muy bien cómo ha sido, se enamora locamente de él. El vagabundo, que no es ni de lejos tan inteligente como ella y que carece de estudios, pero que en compensación tiene una pureza angelical, también se enamora de ella, no sin que surjan, como es natural, algunas complicaciones. En la primera fase del romance viven en la lujosa mansión de ella, en donde ambos se dedican a mirar libros de arte, a comer manjares exquisitos, a ver viejas películas y mayormente a hacer el amor durante todo el día. Después residen durante un tiempo en la casa del jardinero de la mansión y después en un barco (puede que en uno de los pontones que navegan por los ríos de Francia, como en la película de Jean Vigo) y después vagan ambos por la vasta geografía de los Estados Unidos montados en sendas Harleys, que era uno de los sueños postergados del vagabundo.
Los negocios de la muchacha, mientras ésta vive su amor, siguen multiplicándose y como el dinero llama al dinero cada día que pasa su fortuna es mayor. Por supuesto, el vagabundo, que no se entera de gran cosa, tiene la suficiente decencia como para convencerla de que dedique parte de su fortuna en obras sociales o de beneficencia (cosa que por otra parte la muchacha siempre ha hecho, por medio de abogados y una red de fundaciones variopintas, pero no se lo dice para que así él crea que lo por iniciativa suya) y luego se olvida de todo, porque en el fondo el vagabundo apenas tiene una idea aproximada del volumen de dinero que se mueve como una sombra tras su amada. En fin, durante un tiempo, meses, tal vez un año o dos, la muchacha millonaria y su amante son indeciblemente felices. Pero un día (o un atardecer), el vagabundo cae enfermo y aunque vienen a verlo los mejores médicos del mundo, nada se puede hacer, su organismo está resentido por una infancia desdichada, una adolescencia llena de privaciones, una vida agitada que el poco tiempo pasado en compañía de la muchacha apenas ha conseguido paliar o endulzar. Pese a los esfuerzos de la ciencia un cáncer terminal acaba con su vida.
Durante unos días la muchacha parece enloquecer. Viaja por todo el planeta, tiene amantes, se sumerge en historias negras. Pero acaba volviendo a casa y al poco tiempo, cuando parece más consumida que nunca, decide emprender un proyecto que de alguna manera ya había empezado a germinar en su mente poco antes de la muerte del vagabundo. Un equipo de científicos se instala en su mansión. En un tiempo récord ésta se transforma doblemente, en la parte interior en un laboratorio avanzado y en la exterior —jardines y casa del jardinero— en una réplica del Edén. Para protegerse de la mirada de los extraños un muro altísimo se levanta alrededor de la propiedad. Entonces empiezan los trabajos. Al poco tiempo los científicos implantan en el óvulo de una puta, que será generosamente retribuida, un clon del vagabundo. Nueve meses después la puta tiene un niño, lo entrega a la muchacha y desaparece.
Durante cinco años la muchacha y un ejército de especialistas cuidan al niño. Pasado este tiempo los científicos implantan en el óvulo de la muchacha un clon de ella misma. Nueve meses después la muchacha tiene una niña. El laboratorio de la mansión se desmonta, los científicos desaparecen y en su lugar llegan los educadores, los artistas-tutores que vigilarán desde una cierta distancia el crecimiento de ambos niños según un plan previamente trazado por la muchacha. Cuando todo está en marcha ésta desaparece y vuelve a viajar, vuelve a las fiestas de la alta sociedad, se mete de cabeza en aventuras riesgosas, tiene amantes, su nombre brilla como el de una estrella. Pero cada cierto tiempo y rodeada del mayor secreto, regresa a su mansión y observa, sin que éstos la vean, el crecimiento de los niños. El clon del vagabundo es una réplica exacta de aquél, la misma pureza, la misma inocencia de la que ella se enamoró. Sólo que ahora tiene todas sus necesidades cubiertas y su infancia es un plácido discurrir de juegos y maestros que lo instruyen en todo lo necesario. El clon de la niña es una réplica exacta de ella misma y los educadores repiten una y otra vez los mismos aciertos y errores, los mismos gestos del pasado.
La muchacha, por supuesto, raras veces se deja ver por los niños, aunque ocasionalmente el clon del vagabundo, que nunca se cansa de jugar y que posee un carácter temerario, la divisa tras los visillos de los pisos más altos de la mansión y echa a correr buscándola, siempre en vano.
Pasan los años y los niños crecen, cada día más inseparables. Un día la millonaria enferma, de lo que sea, un virus mortal, un cáncer, y tras una resistencia puramente formal, claudica y se prepara para morir. Aún es joven, tiene cuarentaidós años. Sus únicos herederos son los dos clones y deja todo preparado para que éstos accedan a una parte de su inmensa fortuna en el momento en que contraigan matrimonio. Después muere y sus abogados y científicos la lloran amargamente.
El cuento termina con una reunión de sus empleados, tras la lectura del testamento. Algunos, los más inocentes, los más ajenos al círculo interno de la millonaria, se plantean las preguntas que Sturgeon supone se pueden plantear sus lectores. ¿Y si los dones no aceptan casarse? ¿Y si el muchacho o la muchacha se quieren, como parece inobjetable, pero este amor nunca cruza la frontera de lo estrictamente filial? ¿Se les ha de arruinar la vida? ¿Se les ha de obligar a convivir como dos condenados a cadena perpetua?
Surgen discusiones y debates. Se plantean aspectos morales, éticos. El abogado y el científico más viejos, no obstante, pronto se encargan de despejar las dudas. Si los muchachos no se avienen a casarse, si no se enamoran, se les dará el dinero que les corresponda y serán libres de hacer lo que deseen. Independientemente de cómo se desarrolle la relación de los muchachos, los científicos implantarán en el cuerpo de una donante, en el plazo de un año, un nuevo clon del vagabundo y, cinco años después, repetirán la operación con un nuevo clon de la millonaria. Y cuando estos nuevos clones tengan veintitrés y dieciocho años, cualquiera que fuese su relación interpersonal, es decir, se quieran como hermanos o como amantes, los científicos o los sucesores de los científicos volverán a implantar otros dos clones, y así hasta el fin de los tiempos o hasta que la inmensa fortuna de la millonaria se agote.
En este punto acaba el cuento. Sobre el crepúsculo se dibuja el rostro de la millonaria y el vagabundo y luego las estrellas y luego el infinito. Un poquito siniestro, ¿no? Un poquito sublime y un poquito siniestro. Como en todo amor loco, ¿no? Si al infinito uno añade más infinito, el resultado es infinito. Si uno junta lo sublime con lo siniestro, el resultado es siniestro. ¿No?
— Roberto Bolaño, Los detectives salvajes. Barcelona: Anagrama, 2008. pp. 423-6
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