Acompáñese con vino.

Acompáñese con vino.
by Jonathan Wolstenholme

viernes, 19 de junio de 2015

DETESTABLE ATRACCIÓN. Fiódor Dostoievski


-¿Por qué has venido? ¡Respóndeme! ¡Contesta! -grité fuera de mí-. Mira, yo mismo te lo voy a decir. Has venido porque aquel día te dije paroles touchantes. Te enterneciste, y hoy quieres oír más palabras enternecedoras. Pero has de saber que aquel día me burlaba de ti. Y hoy me sigo burlando. ¿Por qué tiemblas? ¡Sí, me burlé de ti! Me habían insultado durante la cena los mismos que llegaron a tu casa antes que yo. Fui allí para vengarme de uno de ellos, de un oficial, pero no me fue posible: ya se habían marchado. Tenía que descargar mi irritación sobre alguien; apareciste tú en aquel momento, y me vengué en ti, me reí de ti. Me humillaron y quise demostrar mi superioridad ante alguien. Esto fue lo que ocurrió. Pero tú creíste que yo había ido allí sólo para salvarte. ¿No es así? ¿Verdad que te lo imaginaste? Estaba seguro de que Lisa era incapaz de comprender con todo detalle lo que estaba diciendo, pero captaría lo esencial. Así ocurrió. Se puso pálida como la cera y trató de hablar. Sus labios se torcieron como en una mueca de dolor. Luego se desplomó en su silla como si hubiera recibido un hachazo. Siguió escuchándome con la boca abierta y los ojos inmóviles, temblando de miedo. El cinismo, el atroz cinismo de mis palabras la había aniquilado.
-¡Salvarte! -exclamé, levantándome de la silla y empezando a ir y venir, presuroso, de la habitación-. ¿Salvarte de qué? ¡Pero si es muy posible que yo sea peor que tú! ¿Por qué cuando te hablaba de moral no me lanza esta réplica a la cara?: «¿Y tú a qué has venido aquí? ¿a darnos un curso de moral?» Lo que necesitaba entonces era ejercer mi poder sobre alguien; también me hacía fe divertirme con tus lágrimas, con tu humillación, con ataque de nervios. Eso era lo que necesitaba. Pero no tuve valor para llevar mi juego hasta el fin, porque no soy más que un guiñapo. Tuve miedo y te di mi dirección, eludía saber por qué. Y no había vuelto aún a casa, y ya te estaba insultando y maldiciendo por haberte dicho dónde vivo. Te odiaba porque te había mentido. Me gusta jugar con palabras, me gusta soñar. Pero ¿sabes lo que realmente deseo? ¡Que os vayáis todos al diablo! Con eso me basta Necesito tranquilidad. Vendería el universo entero por un copec, con tal que me dejaran tranquilo. Si me dicen que el mundo entero se hundirá a menos que yo deje de tomar mi té, mi respuesta será: «¡Que se hunda el mundo, con tal que yo pueda tomar té!» ¿Sabías todo esto? Pues yo sé que soy un canalla, un miserable, un holgazán, un egoísta. Desde hace tres días estoy temblando ante el temor de que vinieras. Pero ¿sabes lo que más me preocupaba estos últimos días? El hecho de que aparecí ante ti como un héroe, y pronto me verías sucio y mísero, con mi viejo y desgastado batín. Te dije que no me avergonzaba de mi pobreza pero has de saber que, por el contrario, me avergüenzo de ella más que de nada en el mundo, incluso de robar, y que además, la temo, pues soy tan vanidoso que me siento como el hombre al que hubiesen arrancado la piel y le hace sufrir el solo contacto con el aire. Jamás te perdonaré que me hayas visto (y con este batín) lanzarme como un coyote contra Apolonio. ¡El salvador, el héroe, se precipita como un perro sarnoso sobre su criado, que se burla de él! Tampoco te perdonaré las lágrimas que no he podido reprimir, como una viejecita impresionable. Y lo mismo te digo de estas confesiones. Sí, tú sola, tú sola deberás responder de todo esto, porque te has puesto bajo mi mano, y soy un miserable, el más vil, el más ridículo, el más mezquino, el más estúpido, el más envidioso de los gusanos que se arrastran sobre la tierra. Estos gusanos no valen más que yo, pero, el diablo sabe por qué, no pierden nunca su temple, y yo, en cambio, estaré recibiendo toda mi vida papirotazos del más insignificante de los insectos. Pero ¿qué importa que no comprendas lo que estoy diciendo? Y ¿qué tengo que ver contigo y qué me importa que perezcas o no? ¿Comprendes ahora, después de todo lo que te he dicho, hasta qué punto te odiaré? Sólo una vez en su vida puede hablar con tanta franqueza un hombre de nervios enfermos... Por lo tanto, ¿qué pretendes todavía de mí? Después de lo que te he dicho, ¿por qué sigues ahí, ante mí, sin moverte? ¿Por qué no te vas? Pero entonces ocurrió algo extraordinario. Ya estaba tan habituado a pensar y a soñar de acuerdo con los libros, y a ver las cosas tal como las había creado previamente en mis sueños, que en el primer instante ni siquiera me di cuenta de lo que ocurría. He aquí lo que sucedió: Lisa, a la que había ofendido y pisoteado, captó mucho más de lo que yo esperaba. De todo lo que le había dicho, comprendió lo que comprende la mujer cuando ama sinceramente: que yo era desgraciado.
     El temor, la dignidad ultrajada que se leía en su semblante cedieron pronto su puesto a un amargo estupor. Y cuando empecé a insultarme a mí mismo, a llamarme «canalla» y «miserable»; cuando me eché a llorar (todo el discurso tuvo un acompañamiento de lágrimas), su cara se alteró de pronto. Varias veces estuvo a punto de levantarse, de detenerme, y cuando hube terminado, advertí que había prestado atención no a mis palabras insultantes («¿por qué estás aquí?, ¿por qué no te vas?»), sino al esfuerzo terrible que había hecho para pronunciarlas. Además: pobre estaba profundamente aturdida. Se consideraba infinitamente inferior a mí. ¿Cómo, pues, podía enfadarse sentirse ofendida? Lo que hizo fue levantarse de un salto y, temblorosa, tenderme los brazos, pero sin atreverse acercarse a mí. Entonces sentí que el corazón se me fundía en el pecho: Lisa se arrojó al fin sobre mí, me rodeó estrechamente, cuello con sus brazos y se echó a llorar en silencio. Ya no pude resistir, y empecé a sollozar como nunca había sollozado.
     -¡No puedo... no puedo ser bueno! -articulé penosamente.
     Luego me acerqué al diván, poco menos que a rastras me eché en él boca abajo y seguí llorando durante un cuarto de hora largo, presa de una terrible crisis de nervios Lisa se acercó a mí, me rodeó con sus brazos y así permaneció, sin hacer el menor movimiento. Pero mi ataque de nervios había de tener un final, y es era lo peor. Echado en el diván, con la cabeza hundida en los cojines de cuero (confieso esta innoble verdad), empecé a pensar, al principio vaga e involuntariamente, que no iba a ser muy violento levantar la cabeza y mirar a Lisa los ojos. ¿De qué podía avergonzarme? No lo sabía, pero me daba vergüenza. Me dije también que nuestros papeles se habían invertido, que en aquel momento era ella la heroína, y yo el humillado, el aplastado, exactamente como ella se había mostrado a mis ojos cuatro días atrás. Así pensaba, echado en el diván con la cabeza escondida entre los cojines de cuero. «¡Dios mío! ¿Será que la envidio... ?» Todavía no he podido contestar a esta pregunta, y en aquellos momentos estaba, naturalmente, más incapacitado aún para contestarla. No puedo vivir sin ejercer mi poder sobre alguien..., sin tiranizar a alguien... Pero los razonamientos no explican nada; por lo tanto, es preferible no razonar. No obstante, conseguí dominarme y levanté la cabeza. Había que hacerlo y entonces -estoy seguro de ello-, precisamente porque me dio vergüenza mirarla, se inflamó en mí un sentimiento completamente distinto que abrasó mi alma. Era un sentimiento de dominación y de posesión. La pasión iluminó mis ojos, y estreché violentamente sus manos con las mías. ¡Cómo la detestaba en aquel momento y cómo me atraía! Un sentimiento reforzaba al otro. Aquello parecía una venganza. Su rostro reflejó al principio cierta perplejidad que tenía algo de temor. Pero esto sólo duró un instante: al punto me estrechó entre sus brazos con ardiente alegría. 

— Fiódor Dostoievski, Memorias del subsuelo, trad. Bela Martinova, (Madrid: Cátedra, 2005) 185-189.

viernes, 12 de junio de 2015

LA NOCHE DEL TRAJE GRIS. Francisco Tario


Sonaban en el reloj del hall las once, cuando mi dueño cerró el libro que leía desde la tarde y se encaminó rumbo a su alcoba. Una vez allí dio dos vueltas a la llave, entreabrió un poco la ventana —puesto que es primavera— y comenzó a desnudarse con mayor calma que de costumbre.
Mi dueño es un hombre hercúleo, algo infernal y muy alegre, a quien las mujeres miran siempre pecaminosamente y los hombres con envidia. Se viste a la última moda, no piensa jamás en la muerte, ni por asomos frecuenta la iglesia y a menudo sale de viaje. Cuando esto último ocurre, me lleva indefectiblemente sobre sus espaldas, no sin enviarme de antemano a la planchaduría. También me adorna entonces con una camisa blanca, un pañuelo del mismo color y una corbata de seda, poblada de lunares rojos. En especialísimas circunstancias usa guantes: unos guantes de color vainilla, con los pespuntes negros, y siempre desabrochados, dejando visible el reloj de oro sobre la muñeca velluda y sólida.
Puedo afirmar ante todo que se trata de un hombre riquísimo —tal vez un millonario— porque así lo demuestran mil vanidades distintas: el palacio en que vive, los criados que lo sirven, el perfume con que se peina y el automóvil que tripula. Frecuenta la ópera, los balnearios equívocos, los casinos de juego y los cabarets más inmundos. Durante el día hace deporte —monta a caballo, juega tenis y nada—; almuerza en restaurantes llenos de espejos, acompañado generalmente de bellas pecadoras impúdicas; charla, juega al póker y da un paseo en canoa o en auto. Por la noche se viste de etiqueta y baila, o bien acude a algún concierto sinfónico si se interpreta a Beethoven.
Gran parte de estos pormenores los he observado por mí mismo; otros, en cambio, los aprendí de labios de mis compañeros. ¡Ah!, prisioneros en el armario, cuando todo calla en la residencia, dialogamos los trajes sabrosamente, mas con cautela, cuidando de no ser sorprendidos. Cierta noche, por ejemplo, uno de mis vecinos —un traje beige con unos cuadros tan estupendos que más parece una jaula— no supo contener la risa. Eran aproximadamente las cuatro de la mañana y el amo se despertó. Dio la luz, mirando sobrecogido a todas partes. Atisbó, con la cabeza de lado. Mas no conforme con esto, se levantó rápidamente, se echó encima un batín y empuñó el revólver. Así lo vi salir de la estancia, apuntando con el cañón a los rincones.
A partir de incidente tan bochornoso, nos cuidamos, digo, de provocar escándalo alguno, lo cual, dicho sea de paso, no es tarea fácil, ya que existen trajes dotados de prodigioso humorismo que relatan los episodios más dramáticos del modo más cómico de la Tierra.
Preferentemente, como es lógico suponer, nuestras conversaciones versan sobre asuntos de nuestro propio mundillo: solapas, costuras, bolsillos… Los bolsillos son nuestros órganos capitales: el hígado, los pulmones, el corazón, el estómago. Las costuras, nuestras arterias. Nuestras solapas, el rostro. De ahí que cuando deseemos conocer la edad, salud o condición moral de un individuo, fijemos nuestra atención en éstas: las arrugas, la calvicie y el artritismo se reflejan inevitablemente en ellas. Y lo propio sucede con la herejía, la piedad, la avaricia y la mansedumbre. Hablamos, insisto, de nuestras experiencias diarias, de nuestras contingencias, de nuestros reprobables deslices con algún vestido de señora. Quien narra una cita de amor; quien un acto de caridad; quien una vulgar extravagancia o una riña.
—Entre estos brazos que aquí veis —nos reveló en cierta ocasión un compañero bastante malvado— he estrechado delirantemente los tules del vestidito más subyugante y apetecible que hayáis visto jamás…
Otro, evocando un desaguisado, comentó:
—El automóvil del amo —que me odia con un rencor inextinguible— diome artera puñalada. Aconteció frente al casino, durante un crepúsculo de mayo… Me la tiró aquí, sobre el omoplato y era mortal de necesidad. Pero gracias a mi pericia, conseguí verificar una maniobra muy hábil y apenas si alcanzó a herirme en un brazo. ¡Oh, fue una verdadera fortuna!
Hay trajes cristianos y altruistas —mis exclusivos amigos— capaces de la más heroica renuncia; trajes que, por ejemplo, sacrifican gustosamente su excursión casual, con objeto de cedérsela a un camarada enfermo. Sucede así: durante la noche se estrujan, se refriegan, se comprimen como sardinas. A la mañana siguiente, el amo los extrae de su escondrijo y comienza a vomitar improperios. Entonces, requiere al criado; y lo amonesta; y lo zarandea. Al fin, elige otro traje. De ordinario, como era de esperarse, el que más se asemeja al primero.
No obstante, según debe ocurrir también entre los hombres, existen trajes impuros, ofensivos y viles. Trajes que se entretienen, mientras dormimos, en descomponer nuestra figura o en afear nuestros semblantes; trajes canallas y fanfarrones que se mofan de nuestras desventuras, de nuestra morigeración, de nuestros temores religiosos. Trajes libertinos y execrables —verdaderos candidatos al averno— que, aun de viejos, se atildan repugnantemente, con la ilusión grosera de alguna sórdida aventura. Por castigo del cielo suelen ser éstos los negros o aquellos cuyo color no acertaría a descifrar el pintor más ducho en matices. Se les distingue muy fácilmente por la expresión malsana de sus ojos, por la rigidez de sus piernas —víctimas incurables de alguna enfermedad abyecta—, por los ademanes tardíos de sus brazos, por la calvicie prematura.
No es extraño oírles vanagloriarse:
—Hoy violé a una niña…
Y nos refieren con todo lujo de detalles, la pornográfica historieta de cierto uniforme de colegiala sacrificado en la planchaduría durante la noche.
Pues bien. Mi amo esta vez ha procedido a desnudarse con toda calma, ordenando celosamente mis tres piezas sobre una silla, cual si se propusiera utilizarme de nuevo mañana. Ya ha quitado la luz, y lo siento revolverse entre las sábanas. Todo está en sombras, recogido, expectante. Del jardín asciende, a impulsos del aire, el perfume de los claveles, las mimosas y los rosales. Escucho el gotear del agua en la fuente de piedra y el canto de los grillos. También, de tiempo en tiempo, viene hasta mí el rumor del reloj en la planta baja del edificio y, regularmente, sus campanadas siniestras, profundas, alarmantes.
«El tiempo huye», pienso encomendándome a Dios. Pero acude el diablo.
Y por primera vez en mi existencia piadosa —involuntariamente, lo juro— comienzo a ser víctima de los más atroces pensamientos, de las alucinaciones más tenebrosas. Uno a uno, desfilan ante mis ojos con minuciosidad insufrible los episodios más salientes de mi vida; uno a uno, como espectros, danzan alrededor mío, dilatan sus sombras, exageran su contenido, huyen, vuelven y se dispersan, abrumándome con su espantosa monotonía. Nada, nada hay en ellos de interesante, sensacional o misterioso. Todo es gris, gris, como el color que llevo a cuestas: románticos e infructuosos amores; sacrificios estériles; titubeos irreparables; exaltaciones ridículas; prolongados y horrendos encierros en la obscuridad pavorosa del armario; ensueños…
Oigo, no sé dónde, una voz que me interroga:
«¿Qué sentido tiene, pues, tu vida?»
Me santiguo y pienso en Dios, en la Gloria, en el Fuego Eterno. Pretendo balbucir mis rezos. Invoco a los mártires, a las santas. Repito en voz baja los mandamientos. Pero nada ni nadie me auxilia; nada ni nadie acude en mi ayuda. Estoy solo, inexorablemente abandonado, como el más primitivo de los impíos.
Y la voz insiste:
«¡Oh, tu vida es tonta, tonta, inútil! Muy pronto envejecerás y todo habrá concluido. Como un miserable perro, merodearás por los tugurios, por las iglesias, por los basureros públicos. Se extinguirá tu virilidad, se embotará tu cerebro, la corriente en tus venas será cada día menos impetuosa. Y un cúmulo de fracasos, de recuerdos ingratos, de arrepentimientos tardíos te aplastará bajo su peso. ¡Hay que vivir, vivir! —prorrumpe la voz ya a gritos—. ¡Vuestro deber es vivir! ¿Aún nadie lo ha comprendido?»
—¡Yo lo comprendo! —grito también, obsesionado por el péndulo—. Y me arranco una enorme cana: la única. A continuación recuerdo fríamente:
«Hoy he ido al Banco.»
En efecto: aquí está la cartera del amo, repleta de billetes de todas clases.
Estiro piernas y brazos; me visto el chaleco; enderezo la espalda; me incorporo, hecho un hombre. Distingo mi sombra en el muro, proyectada por cierto fulgor invisible, y me sobrecojo un poco.
«Es la novedad», me consuelo.
Avanzo en dirección al amo, inclinándome sobre su cabeza. Pero duerme, duerme el pobrecito como un patriarca o un gato, y estoy a punto de retractarme al considerarlo tan débil.
—¡Fuera prejuicios! —exclamo, sacudiendo un brazo.
Y bebiéndome las lágrimas, me descuelgo por el balcón.
Un vientecillo risueño y fresco mece los árboles. La luna, las estrellas, las pequeñas nubes, de cara al vacío, tiemblan ante las explosiones de la primavera. ¡Cómo huelen los frutos, la tierra, las plantas! ¡Cómo susurran las hojas, el agua, la hiedra…!
Luego de ajustarme brevemente el chaleco y de tirarme en debida forma de la americana, avanzo hasta la reja y me deslizo por entre los barrotes.
—¡Ya soy libre, libre, libre! —prorrumpo en la calle, manoseando la cartera.
Y me lanzo cuesta abajo por una avenida muy amplia que se bifurca graciosamente. Por todas partes crecen los robles, los abedules, las hayas, y en sus ramas duermen los pájaros. Las ramas son muy exuberantes, se entrelazan caprichosamente y adoptan posturas ingenuas: ora es un hombre a horcajadas sobre una serpiente; una bruja anciana junto a un pozo; una joven peinándose; un diablo; un apóstol…
Camino, camino, y el tiempo transcurre irremediablemente. La ciudad está aún lejos. ¿Tan lejos que nunca podré alcanzarla? Por lo pronto, héme aquí en la carretera. De tarde en tarde cruza un automóvil y yo me oculto entre la maleza, temeroso de que el amo haya descubierto mi fuga y se dirija hacia acá con la pistola en la mano. De improviso, observo que a lo lejos un hombre se aproxima. No me inmuto lo más mínimo y prosigo mi marcha: gallardo, triunfante, resuelto, como atañe a un traje gris, rico y libre.
«Debe ser un miserable tahonero aburrido de su familia», deduzco con sorna.
Pero ocurre que cuando estoy a regular distancia de él, le veo detenerse, titubear, llevarse las manos a los ojos y huir, lanzando gritos angustiosos.
—¡Se espantó! —razono muy satisfecho—. Un traje gris que camina solo, camina, camina… no debe ser grato.
      Me desternillo de risa y al punto la sangre se hiela en mis venas.
—¡Pero entonces no podré ir a ninguna parte!
Siento que el corazón me sofoca, que algo áspero y frío me desciende por la espina y que la tierra gira a mis pies como una rueda. Mediante un esfuerzo sobrehumano del que nunca me consideré capaz, sigo adelante, dando pronto con la solución más cómoda.
«Es menester adjudicarse un hombre.»
Me pierdo en la enramada y salgo con una estaca en la mano. Ya tiemblan las luces de la ciudad cercana. Comienzan a aparecer las mansiones, señoriales, inmaculadas, la mayor parte en tinieblas. El cielo es ahora rojo, cuadrado y tremendo… Pero no hay un alma viviente a la vista.
Por fortuna, al doblar una esquina descubro a la víctima caminando sobre la misma acera que yo. Veo sus espaldas fornidas, temibles, iluminadas oblicuamente por los farolones de gas. Percibo sus pasos burdos, huecos, igual que los de un policía o un caballo. Me apresuro y llego tan cerca de él que distingo con precisión absoluta la canción que tararea entre dientes. Pienso en mil cosas concretas y alegres. En mí.
«Un traje gris que camina, camina…»
Y cuando susurra:
«Ven a mis brazos, amada…»
Alzo la estaca y lo mato de un solo golpe. Debí fracturarle el cráneo. El hombre enmudece amadaaa—, se tambalea sobre un pie, me mira ya muerto, lanza una especie de mugido y se desploma contra el asfalto, reblagado y estúpido.
Sin pérdida de tiempo lo desnudo, vistiéndolo a continuación con mis ropas. Los pantalones le son un tanto cortos, pero las demás prendas le sientan a maravilla. No pesa demasiado… Rompo a andar más optimista que nunca, y en aquel preciso momento comienza a aullar un perro. Dobla una campana en lo alto, anunciando la hora: las tres. Ahora sí distingo mis pisadas con estos zapatotes que llevo…
—¿Qué procede hacer? —me pregunto.
¡Oh! Transcurre la noche sin que nada interesante se me ocurra. Cruzo ante cabarets, restaurantes, hoteles, toda suerte de mazmorras. Nada me atrae. Compro, por distraerme, un habano y se lo meto en la boca al muerto. En una taberna le ofrezco una copa de ron; otra; otra. Me parece que va perdiendo el equilibrio. Así es: en una esquina me suplica me detenga y se aprieta el estómago con verdadera furia. Un líquido caliente y agrio, semejante a un chorro de alquitrán, surge bajo sus bigotes embadurnados.
«Ahora voy más ligero», admito, mirando de reojo al pozo de sangre.
Y el panorama persiste horrible: garitos, hospitales, templos, comercios, hogares en penumbra.
«¡Cuánta ruina en la vida de los hombres! —medito—. Cuánta complicada inmundicia! ¡Ni un simple traje gris como yo alcanza a hallar en todo esto aliciente alguno!»
Penetro en un casino de juego y arriesgo unas monedas a la ruleta. Después, un buen puñado de billetes. La bolita salta y rueda y me produce risa. Cuando me levanto, porto en los bolsillos una monstruosa fortuna.
«Se creen demasiado listos», pienso, observando atodos aquellos seres asustados y pálidos, de ojos hipócritas.
Aunque convengo allí mismo:
«¿Y de qué me sirven tantos miles?»
Lanzo al espacio los billetes, y los hombres, a su vez, se lanzan en pos de aquéllos, desgarrándose el frac y otras cosas. Derriban sillas y mesas, se acometen bárbaramente, se congestionan de ansiedad, ruedan unos sobre otros como piedras.
Así los dejo y salgo a la intemperie, poseído del aburrimiento más atroz. El mar suena en alguna parte y su murmullo me deprime hasta lo indecible, sugiriéndome ideas nefastas. Ideas que, de ser yo un hombre, me impulsarían irremediablemente a incendiar todos aquellos edificios, con sus criados, sus perros, sus amos y sus caballos. Entreveo las olas negras, coronadas de espuma, lamiendo la costa recia. Distingo el olor saludable y fresco del mar… Llego a la playa y me paseo a obscuras, muy pensativo, con las manos atrás. Totalmente desolado, dejo que el viento rice mis cabellos, que alivie si es posible mi confusión.
—¡Oh, los hombres, los hombres, los hombres!
Los tropiezo a cientos, todos absurdamente iguales; todos me desesperan. Unos son policías y portan amenazadoramente una linterna en la mano. Otros van borrachos y eructan, apestando el aire puro. Otros deben ser millonarios y abordan sus tumbas con ruedas. Otros son músicos, gigolós, reverendos, ministros. ¡No hay diferencia entre ellos! Sin embargo, ellos piensan que sí.
«¿Y para esto se multiplican? —cavilo—. ¿Y para esto defienden con semejante furor sus vidas? ¿Y paraesto se mandan a hacer trajes caros, cuando podrían andar perfectamente en cueros?»
Fatigado, con el corazón maltrecho, decepcionado de la noche, de los billetes, de Lucifer y del regocijo humano, me dejo caer sobre el césped húmedo de un parque. Me tumbo, al cabo, cuan largo soy, y pronto advierto por entre los troncos de los árboles a dos mujeres que avanzan perezosamente. Examino con curiosidad sus figuritas flexibles, sus rostros de niñas anémicas, sus ancas repletas de yegua. Visten admirablemente y se adornan con joyas exquisitas. Me pongo en pie, sin titubeos. Las abordo, y ellas pretenden gritar, pidiendo auxilio, mas yo las tranquilizo al punto, como se tranquiliza a cualquier criatura mortal por desdichada que sea. Esto es, mostrándole muchos papeles de Banco. Azoradas, cambian entre sí miradas de pasmo, calculando tal vez con sus cabezas cuadradas que se trata de un bandolero o un lunático. Reaccionan en suma.
—¿Vamos? —las invito, sin ningún preámbulo.
—¡Vamos!
Detengo a un taxi y nos hundimos en su penumbra sucia. Las mujercitas, poco a poco, comienzan a insinuárseme, manoseando la barbilla del muerto o palmoteándole sobre el vientre. El pecho, a ratos, amenaza con escapárseles por el descote. Sus muslos tiemblan prometedora y ansiosamente. Hay no sé qué húmedo, criminal y tristón en sus ojos. Mas nada de esto me interesa.
—Aprovéchate si quieres —aconsejo al cadáver.
Pero él qué ha de aprovecharse. Ahí va quieto, mudo, duro como un garrote.
Transcurridos unos minutos, nos apeamos frente a un hotel de los más célebres por cuyas terrazas en sombra discurren grupos de hombres y mujeres sospechosamente. La playa está cercana y el agua sigue sonando, sonando… A poco, ya estamos los tres instalados en el mejor aposento del edificio. La atmósferaes en extremo tibia, perfumada y propicia. Una gran colcha de damasco cubre el lecho, y los muebles están construidos de maderas claras. La noche, tras los visillos, se muestra ahora más limitada y benigna.
Dan principio los galanteos, las caricias, los besos: toda esa serie de explosiones groseras y cínicas, tan poco saludables, a que se entregan los hombres en cuanto se sienten contentos.
—Desnudáos las dos —ordeno.
Proceden a quitarse las ropas mientras yo las contemplo de cerca. De un golpe, saltan ambas al lecho, cual si en realidad mi presencia las intimidara profundamente. Por el contrario, ríen de un modo histérico, pellizcándose las ancas.
«Se suponen tentadoras», pienso con burla.
Y me siento con el muerto en una silla. Ahí sigue: tieso, de gris, solemne; las piernas, velludas y azules; el vientre, repleto de intestinos muertos. Quito la luz y las mujeres flirtean.
—¿Por qué nos dejas a obscuras si nuestros cuerpecitos son tan lindos? ¿O es que no te gusta mirarnos?
Por respuesta, tomo al cadáver por los sobacos, me desembarazo de él y se lo arrojo a ellas con todas mis fuerzas. Suenan reír y protestar a un tiempo.
—¡Bruto! —chilla una amigablemente, al recibir sobre su carne desnuda la mole fría y patética del desdichado.
Y sin perder un segundo me apodero de los vestiditos de las mujeres galantes, saliendo a toda prisa de la alcoba. En el pasillo, una dama al verme, se desmaya, exhibiendo sus ligas violeta. Más adelante un botones se estrella, en su pánico, contra el muro.
Cruzo el vestíbulo, como un endemoniado. Salgo a la calle. Me precipito contra un transeúnte que lleva a cuestas un contrabajo y desaparezco en un taxi. Huyo, huyo, ahora sí, con la sangre envenenada de deseo.
Primeramente los vestiditos desconfían, pretenden llorar, suplican piedad en silencio.
—¡No lloréis! —les digo a propósito—: no temáis que sea yo un bandolero o un sádico. No soy ningún delincuente. Por el contrario, soy un millonario de las mejores costumbres que ha salido a divertirse.
Ya ríen ellas, entreabriendo sus boquitas húmedas. Ya me miran complacientemente, agitando sus juveniles miembros.
«Se me entregarán sin lucha», comprendo.
Y echo mano a la obra, rodeando sus cinturitas traviesas, sus dedos ardientes, sus primorosos velos. Desfalleciente, con una insoportable angustia en las rodillas, ordeno al chofer:
—¡Deténgase!
Bajamos, no lejos de la mansión de mi amo. Por entre la fronda azul asoman sus terrazas fatales, sus paredes inicuas, sus cristales malditos. A lo largo de una vereda, bajo las ramas sollozantes de los sauces, nos dirigimos al lago. Vamos los tres del brazo, lo mismo que tres adolescentes prófugos: locuaces, risueños, excitantes. Yo voy cortando flores para mis amiguitas lindas y ellas las van deshojando entre sus dedos, cubriendo la tierra de pétalos. ¡Cómo nos amamos!
—¿Verdad que nos amamos? —indago.
Pero, de súbito, se ponen tristes, palidecen y no quieren más flores. Están, creo, al borde de echarse allorar. Yo las invito entonces a pasear en lancha, y pronto el agua nos circunda, una luz diáfana y extraña nos envuelve, y la canción misteriosa de la noche, cálida, sugerente, se difunde a través de mil invisibles gargantas.
—¿Verdad, verdad que nos amamos?
Por respuesta, un hedor inconfundible, enteramente inesperada, salobre, mensual, se me agarra a la garganta. ¡Oh dolor!
En la orilla cabecean los sauces, multiplicados por las ondas. Las ondas son amplias, elásticas, y se despliegan cada vez más cautivantes, formando una inmensa copa frágil. La luna riela, auscultando la tierra…
¡Oh dolor, dolor, dolor!
Y la desesperación hace presa en mí. Reniego de mi mala estrella.
—¡Si tuviera a mano un laúd! —prorrumpo, en el colmo del erotismo frustrado.
Las pupilas de ellas se iluminan.
—¿Eres músico? —inquiere una muy tiernamente.
—¡Soy un desdichado! —grito, escupiendo con asco.
Y agrego a poco, mesándome los cabellos:
—¡Suicidémonos!
—¡Suicidémonos! —responden a dúo.
Casi amanece cuando nos lanzamos al agua. Nos lanzamos los tres de la mano, con suavidad, suspirando amargamente, temblando de pasión y frío, cada cual con una flor en la mano: tristes, tristes, tristes…

— Francisco Tario, ‘La noche del traje gris’ en Algunas noches, algunos fantasmas. FCE: México, 2004. 

viernes, 5 de junio de 2015

EN LAS NARICES DE LA GENTE. Henry Miller


He de decir que Francie era de buena pasta. Desde luego, no era católica y si tenía moral alguna, era del orden de los reptiles. Era una de esas chicas nacidas para follar. No tenía aspiraciones ni grandes deseos, no se mostraba celosa, no guardaba rencores, siempre estaba alegre y no carecía de inteligencia. Por las noches, cuando estábamos sentados en el porche a oscuras hablando con los invitados, se me acercaba y se me sentaba en las rodillas sin nada debajo del vestido, y yo se la metía mientras ella reía y hablaba con los otros. Creo que habría actuado con el mismo descaro delante del Papa, si hubiera tenido oportunidad. De regreso en la ciudad, cuando iba a visitarla a su casa, usaba el mismo truco delante de su madre que, afortunadamente, estaba perdiendo la vista. Si íbamos a bailar y se ponía demasiado cachonda, me arrastraba hasta una cabina telefónica y la muy chiflada se ponía a hablar de verdad con alguien, con alguien como Agnes, por ejemplo, mientras le dábamos al asunto: Parecía darle un placer especial hacerlo en las narices de la gente, decía que era más divertido, si no pensabas demasiado en ello. En el metro abarrotado de gente, al volver a casa de la playa, pongamos por caso, se corría el vestido para que la abertura quedara en el medio, me cogía la mano y se la colocaba en pleno coño. Si el tren iba repleto y estábamos encajados a salvo en un rincón, me sacaba la picha de la bragueta y la cogía con las manos, como si fuera un pájaro. A veces se ponía juguetona y colgaba su bolso de ella como para demostrar que no había el menor peligro. Otra cosa suya era que no fingía que yo fuera el único tío al que tenía sorbido el seso. No sé si me contaba todo, pero desde luego me contaba muchas cosas. Me contaba sus aventuras riéndose, mientras estaba subiéndome encima o cuando se la tenía metida, o justo cuando estaba a punto de correrme. Me contaba lo que hacían, si la tenían grande o pequeña, lo que decían cuando se excitaban y esto y lo otro, dándome todos los detalles posibles, como si fuera yo a escribir un libro de texto sobre el tema. No parecía sentir el menor respeto por su cuerpo ni por sus sentimientos ni por nada relacionado con ella. «Francie, cachondona», solía decirle yo, «tienes la moral de una almeja». «Pero te gusto, ¿verdad?», respondía ella. «A los hombres les gusta joder, y a las mujeres también. No hace daño a nadie y no significa que tengas que amar a toda la gente con la que folles, ¿no? No quisiera estar enamorada; debe de ser terrible tener que joder con el mismo hombre todo el tiempo, ¿no crees ? Oye, si sólo follaras conmigo todo el tiempo, te cansarías de mí en seguida, ¿no? A veces es bonito dejarse joder por alguien que no conoces en absoluto. Sí, creo que eso es lo mejor», añadió, «no hay complicaciones, ni números de teléfono, ni cartas de amor, ni restos ¡vamos! Oye, ¿crees que está mal lo que te voy a contar? Una vez intenté hacer que mi hermano me follara; ya sabes lo sarasa que es... no hay quien lo aguante. Ya no recuerdo exactamente cómo fue, pero el caso es que estábamos en casa solos y aquel día me sentía ardiente. Vino a mi habitación a preguntarme por algo. Estaba allí tumbada con las faldas levantadas, pensando en el asunto y deseándolo terriblemente, y cuando entró, me importó un comino que fuera mi hermano, simplemente lo vi como un hombre, así que seguí tumbada con las faldas levantadas y le dije que no me sentía bien, que me dolía el estómago. Quiso salir al instante a comprarme algo, pero le dije que no, que me diera friegas en el estómago, que eso me calmaría. Me abrí la blusa y le hice darme friegas en la piel desnuda. Intentaba mantener los ojos fijos en la pared, el muy idiota, y me frotaba como si fuera un leño. "No es ahí, zoquete", dije, "es más abajo... ¿de qué tienes miedo?" Y fingí que me dolía mucho. Por fin, me tocó accidentalmente. "¡Eso! ¡Ahí!", exclamé. "Oh, restriégame ahí! ¡Qué bien sienta!" ¿Y sabes que el muy lelo estuvo dándome masajes durante cinco minutos sin darse cuenta de que era un simple juego? Me exasperó tanto, que le dije que se fuera a hacer puñetas y me dejase tranquila. "Eres un eunuco" dije, pero era tan lelo, que no creo que supiera lo que significaba esa palabra.» Se rió pensando en lo tontorrón que era su hermano. Dijo que probablemente fuese virgen todavía. ¿Qué me parecía... había hecho muy mal? Naturalmente, sabía que yo no pensaría nada semejante. «Oye, Francie», dije, «¿le has contado alguna vez esa historia al poli con el que estás liada?» Le parecía que no. «Eso me parece a mí también», dije. «Si oyera alguna vez esa historia, te iba a dar para el pelo.» «Ya me ha pegado», respondió al instante. «¡Cómo!», dije, «¿le dejas que te pegue?» «No se lo pido», dijo, «pero ya sabes lo irascible que es. No dejo que nadie me pegue pero, no sé por qué, viniendo de él no me importa tanto. A veces me hace sentirme bien por dentro... no sé, quizá la mujer necesite que le den una somanta de vez en cuando. No duele tanto, si te gusta el tipo de verdad. Y después es tan dulce... casi me siento avergonzada...» 

— Henry Miller, Trópico de Capricornio, trad. Carlos Manzano (México: Punto de lectura, 2011) 328-331 pp.